Por Verónica Abdala Se levantó con los primeros
destellos del día y caminó casi arrastrando los pies a través del pasillo de su casa de
Ketchum, Idaho. Ingresó en su habitación: un cuarto apenas vestido por dos camas, una
máquina de escribir y un remolino de papeles desordenados. Eran las 7 de la mañana del 2
de julio de 1961 muy cerca de la fecha de su cumpleaños, el 21 de julio
cuando resonó el disparo de una vieja escopeta de caza. La bala, al impactar en la cabeza
de ese hombre corpulento de barba blanca, inauguró la segunda parte de la leyenda de
Ernest Miller Hemingway. Buena parte del mundo lo consideraba ya uno de los grandes
escritores del siglo XX.
Durante mucho tiempo se discutió si el episodio había sido accidental o si se trataba de
un suicidio. Casi cuatro décadas después ya nadie discute que el escritor se quitó la
vida, como había hecho su padre y como haría su nieta Margaux, tres décadas más tarde.
Su cuarta esposa, Mary Welsh de Hemingway, negó en un primer momento que se hubiera
suicidado, pero finalmente admitió que sufría agudas depresiones. Cuando se disparó,
estaba en una recaída. Admitir la verdad en los primeros años me hubiera
destrozado los nervios, explicó años después. Pero cuando me decidí a
hablar había entendido que seguir fingiendo era una tontería. Fue entonces cuando
explicó que el agotamiento nervioso lo llevó a planificar el trágico final.
Poco después de la muerte de su marido, Mary ordenó que algunos árboles de la casa que
compartían en Ketchum fueran trasladados al cementerio en el que descansan sus restos.
Estaba convencida de que él se sentiría como en casa con sólo tenerlos cerca.
La muerte de Hemingway fue tan literaria como su vida, que ayudó a cambiar los
estereotipos posibles sobre cómo era un escritor. Hemingway era primero un hombre de
acción y luego un literato. Vivir debía ser una aventura. La vida suponía momentos de
gloria, posibles estruendosos fracasos, sacrificios al por mayor y una cuota de delirio.
Su espíritu aventurero lo llevó a recorrer el mundo vivió en varias ciudades de
los Estados Unidos, España, Cuba y Africa, a enfrascarse en las actividades
físicas sobre todo la caza, el boxeo, la pesca y la navegación, las mujeres
y la bebida, y a participar de buena parte de las guerras con las que se topó en el
camino. Fue conductor de ambulancias en la Primera Guerra Mundial, corresponsal en Italia
en 1919, Grecia y Turquía en 1922, en España en 1937, durante la Guerra Civil, y en
Francia en 1944, durante la Segunda Guerra. Si no participó de la guerra de Vietnam, a
principios de los 70, fue únicamente porque para entonces ya estaba muerto.
Hemingway, de cuyo nacimiento se cumplen este mes cien años ver recuadro,
había nacido en Illinois, el mismo año en que en una vieja casona porteña del barrio de
Palermo nacía Jorge Luis Borges.
Hijo de una mujer que ansiaba que llegara a ser un exitoso violoncelista y de un médico
que se decía amante de la vida al aire libre pero que terminaría suicidándose, Ernest
se decidió temprano por el periodismo. Comenzó a trabajar en el periódico Kansas City
poco después de haber escapado, a los 15 años, de la casa de sus padres. Desde entonces
nunca dejó de escribir.
El empleo duró hasta que el joven reportero se alistó como voluntario para viajar a la
Gran Guerra. Volvió herido: mientras cargaba a un hombre que agonizaba, otro le destrozó
la pierna a tiros de ametralladora. Salvó su vida por milagro: de la pierna lastimada los
médicos le extrajeron doscientas treinta y siete esquirlas. En referencia a este hecho,
el gran poeta argentino Juan Gelman escribió: Fue públicamente un héroe y
privadamente un hombre que le temía a la muerte y se arriesgaba porque no se permitía el
miedo. (...) Se desafiaba a sí mismo.
Después de la guerra, Hemingway se propondría convertir en materia literaria aquella
experiencia. Las novelas Adiós a las armas (1929) y Por quién doblan las campanas
(1940), su obra más célebre, están basadas en sus recuerdos bélicos. Lo que seguro
nunca imaginó es que reencarnaría en la imagen del carilindo actor norteamericano Chris
ODonell, que, acompañado por Sandra Bullock, recreó algunas de sus vivencias de
aquellos días en la pantalla grande. La película en la que ODonell interpreta al
escritor y Bullock a Agnes Hannah von Kurowsky, una enfermera de la que éste se enamoró
en la vida real, fue destrozada por la crítica especializada, pese al prestigio del
director Richard Attemboroug. Se llamó Love and war (De amor y de guerra), fue estrenada
en 1997 en la Argentina, y duró una semana en la cartelera.
Tras la que fue una lenta pero progresiva recuperación, y una vez finalizada la guerra,
en 1918, Hemingway volvió a su otro ruedo: en 1920 se incorporó al staff del diario
canadiense Toronto Star allí permanecería hasta 1923, y en calidad de
corresponsal viajó a París. La capital francesa era por aquellos días el centro de
experimentación artístico más importante del planeta. Ezra Pound, Paul Claudel, Paul
Valèry, André Guide y André Breton, entre otros, estaban allí, y sin saberlo estaban
haciendo historia. Scott y Zelda Fitzgerald viajaban con frecuencia y se hospedaban en el
hotel Ritz. El irlandés James Joyce recorría editoriales buscando algún editor capaz de
reconocer los méritos de su monumental Ulysses (cosa que le costó, y mucho). Puede
parecer extraño, pero buena parte de la literatura norteamericana de aquellos años se
estaba escribiendo en París: William Faulkner, Gertrude Stein, Henry Miller y Anaïs Nin
eran algunos de los que estaban ensayando nuevos lenguajes y nuevas formas. Stein bautizó
a ese grupo de inquietos intelectuales estadounidenses, a los que también se sumaron
británicos, como la generación perdida. Ellos hicieron un culto de la vida
bohemia en torno de Stein y de Silvia Beach, quien finalmente editó la obra maestra de
Joyce. La amante de Beach, la librera Adrienne Monnier, sería la primera en editar a
Hemingway al francés. Muchos de los recuerdos de aquellos años quedarían plasmados en
París era una fiesta, publicado tras su muerte, en 1964.
Durante la década del 20, Hemingway escribió más que nunca. Por aquellos años, el gran
padre blanco de la literatura norteamericana publicó En nuestros tiempos (1925), Aguas
primaverales (1926), Fiesta (1926) novela en la que narra la desolación de los
expatriados estadounidenses que vivían en París, la colección de cuentos Hombres
sin mujeres (1927) y, sobre todo, Adiós a las armas (1929), una historia de amor que
transcurre en el frente austro-italiano durante la Primera Guerra. Acaso cuando la
escribió, Papá recordase a aquella enfermera que lo había atendido por los
días en que casi se despidió de su pierna. Fue un éxito de ventas, aunque efímero:
casi no hubo rincón de Estados Unidos que ese año no se viese afectado por la crisis
económica de Wall Street. Hemingway había escrito el final de la historia nada menos que
treinta y nueve veces, según él mismo confesó años más tarde.
En 1932 publicó Muerte en la tarde, un estudio sobre los valores trágicos que subyacen
al arte del toreo y en el que dejó testimonio de su amor por España, y los cuentos de El
que gana no se lleva nada. Dos años después apareció Las verdes colonias de Africa, y
en 1936 la novela corta Las nieves del Kilimanjaro. Ambos libros están inspirados en sus
expediciones al Africa. La Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial lo
encontraron nuevamente al pie del cañón: a España viajó como corresponsal, y apoyó
abiertamente a la República. Durante la Segunda Guerra, entretanto, realizó tareas de
contraespionaje en Cuba, donde se estableció tras la finalización del conflicto y dejó
una leyenda de noches de jarana y borracheras que aún circula por toda la isla. Durante
su estadía en la isla escribió la novela Al otro lado del río y entre los árboles,
publicada en 1950, y El viejo y el mar, de 1952, que le valió el Premio Pulitzer. Dos
años después, y cuatro antes de que se instalara definitivamente junto a su cuarta mujer
en Ketchum, le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura. Nadie discute que Hemingway
ocupa uno de los primeros puestos en la lista de los mejores literatos del siglo.
Entre los argentinos, lo admiraron desde Osvaldo Soriano, que creía que él había
cambiado para siempre la forma de narrar, hasta Juan Gelman y, aunque en menor medida,
Borges. El peruano Mario Vargas Llosa escribió en una oportunidad: Es posible que
el Hemingway de carne y hueso fuera un ser caprichoso, desconsiderado y de impulsos
siniestros. Pero escribió Adiós a las armas y Fiesta. Borges no se despachaba tan
abiertamente, pero es probable que algunas de sus declaraciones respecto de la literatura
norteamericana, a veces a favor, otras en contra, fueran aplicables a Hemingway. ¿A
quién podría estar refiriéndose, si no, cuando dijo los escritores
estadounidenses han hecho de la brutalidad una virtud literaria?
El negocio del siglo El centenario del nacimiento de Ernest Hemingway, que se conmemora el 21 de
este mes, será un negocio gigantesco ante todo: motivo de reediciones por doquier y de
aparición de nuevas, novísimas biografías. El hijo del escritor, Patrick, rescató de
algún cajón olvidado un libro inconcluso que se publicó este mes en Estados Unidos y
que en español se aparecerá con el título Al romper el alba. En True at First light
tal es el título en inglés, Hemingway se despacha con el relato de otro
safari por Africa, junto a su cuarta y última esposa, Mary Welsh. La crítica
especializada ya ha dado su veredicto, en Estados Unidos: vale la pena leerlo. Otra de las
novedades que genera expectativas es el último tomo de The final years (Los últimos
años), de Michael Reynolds, que será publicado por W. W. Norton en los próximos meses.
Sus herederos han ordenado, además, la remodelación de la casa victoriana de la
infancia, en Illinois. En la habitación en que nació el escritor, en julio de 1899, su
padre tocó la corneta para festejar la llegada de un hijo varón. Este año, la ceremonia
se repetirá el día del aniversario. |
¿Es uno de los grandes del siglo? |
Hector Yanover.
Un corajudoTengo
sentimientos ambivalentes respecto de Ernest Hemingway. Por un lado, lo admiro como
escritor: todavía recuerdo los días en que leí Por quién doblan las campanas, hace
más de cuarenta años, o El viejo y el mar, a principios de los 50. Me shoquearon. Creo
que son ficciones literarias perfectas. Por el otro lado, no coincido con algunas
críticas que le hizo en cierta oportunidad a Scott Fitzgerald ni con ciertas opiniones
políticas que tenía, un poco a la derecha para mi gusto. En relación a su final, debo
decir que, a esta altura de mi vida, lo reconozco como corajudo. No quiero reivindicarlo,
pero hay que ser muy valiente para hacer lo que él hizo. En vida fue igualmente corajudo:
escribió El viejo y el mar, por ejemplo, en respuesta a un crítico que le había dicho
que no sabía escribir. ¿Ah, no?, pareció responder él, que le contestó
con una obra tremenda por la que se ganó el Pulitzer y que seguramente influyó en el
hecho de que dos años después de su publicación le concedieran el Nobel. |
Liliana Heker.
Tiene un auraUno va
estableciendo con los años su propia familia de escritores. Ciertas páginas leídas,
fragmentos de vida, algún gesto en una fotografía o en un recuerdo ajeno, llaman a un
vínculo que se clausura con la lectura de un libro. Hemingway pertenece a esa familia
mía. Y no por sus novelas. Regreso una y otra vez al de los cuentos. En ellos puede
descubrirse no sólo a uno de los grandes maestros de la narrativa, también a un hombre
al que ninguna pasión le era ajena. Los diálogos despojados, las acotaciones que sólo
parecen apuntar a la precisión, los finales perfectos como un poema perfecto en los que
nada nuevo sucede, suelen cifrar el miedo o la ambición, o la derrota, o la inminencia de
algo ya desencadenado o el presentimiento de la belleza. Vivir a lo Hemingway,
solía decirse hace años, como si el mero emborracharse ya le diera a un escritor un
aura. Escribir a lo Hemingway, como si todo diálogo seco produjera Los
asesinos. Pero no, en la literatura, como en la vida, Hemingway sólo es modelo de sí
mismo. |
Guillermo Saccomanno.
No está muertoSobre
el suicidio no me atrevo a opinar, y no me interesa hacerlo. Me parece, además, que él
no está muerto, porque lo que escribió está vigente. Su estilo marcó buena parte de la
literatura del siglo: en todo el mundo se pueden rastrear los escritores que llevan su
marca. Fue un escritor inmenso, y también un gran periodista. Estos dos aspectos no
pueden estar disociados: sería lo mismo que intentar separar lo que es periodismo y lo
que es literatura en Truman Capote o en Rodolfo Walsh. La de Hemingway es una literatura
indicial. Es decir, que se articula a partir de los hechos. Su manera de plantear las
cosas revela que era un tipo eficaz, talentoso y poderoso. En lo relativo al centenario no
tengo mucho para decir. Me parece estúpido todo ese circo que harán en su casa, y que
muy poco tiene que ver con su obra, que se define, entre otras cosas, por su fugacidad y
por la presencia de la muerte. Este tipo de conmemoraciones banalizan. Lo único que falta
es que en algún próximo aniversario de Kafka a todos los presentes les regalen una
cucarachita. |
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