Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


El mundo de las letras recuerda el centenario del nacimiento de Ernest Hemingway
Escribir corto y con precisión, como boxeando palabras

Un día como hoy, 2 de julio de 1961, terminó con una vida de aventuras y excesos, disparándose con una vieja escopeta de caza. Famoso como su propia obra, ha sido una influencia notable para literatos y periodistas de medio mundo. Creía que primero había que vivir y luego escribir.

Estilo: “Los escritores estadounidenses han hecho de la brutalidad una virtud literaria”, afirmó Borges, hablando, sin mencionarlo, de Hemingway.

Una foto que le encantaba: mirando hacia adelante, puro ímpetu.
Hemingway tenía una relación física con la literatura, desbordante.

na29fo01.jpg (10963 bytes)
Por Verónica Abdala

t.gif (862 bytes) Se levantó con los primeros destellos del día y caminó casi arrastrando los pies a través del pasillo de su casa de Ketchum, Idaho. Ingresó en su habitación: un cuarto apenas vestido por dos camas, una máquina de escribir y un remolino de papeles desordenados. Eran las 7 de la mañana del 2 de julio de 1961 –muy cerca de la fecha de su cumpleaños, el 21 de julio– cuando resonó el disparo de una vieja escopeta de caza. La bala, al impactar en la cabeza de ese hombre corpulento de barba blanca, inauguró la segunda parte de la leyenda de Ernest Miller Hemingway. Buena parte del mundo lo consideraba ya uno de los grandes escritores del siglo XX.
Durante mucho tiempo se discutió si el episodio había sido accidental o si se trataba de un suicidio. Casi cuatro décadas después ya nadie discute que el escritor se quitó la vida, como había hecho su padre y como haría su nieta Margaux, tres décadas más tarde. Su cuarta esposa, Mary Welsh de Hemingway, negó en un primer momento que se hubiera suicidado, pero finalmente admitió que sufría agudas depresiones. Cuando se disparó, estaba en una recaída. “Admitir la verdad en los primeros años me hubiera destrozado los nervios”, explicó años después. “Pero cuando me decidí a hablar había entendido que seguir fingiendo era una tontería.” Fue entonces cuando explicó que “el agotamiento nervioso” lo llevó a planificar el trágico final. Poco después de la muerte de su marido, Mary ordenó que algunos árboles de la casa que compartían en Ketchum fueran trasladados al cementerio en el que descansan sus restos. Estaba convencida de que él se sentiría como en casa con sólo tenerlos cerca.
La muerte de Hemingway fue tan literaria como su vida, que ayudó a cambiar los estereotipos posibles sobre cómo era un escritor. Hemingway era primero un hombre de acción y luego un literato. Vivir debía ser una aventura. La vida suponía momentos de gloria, posibles estruendosos fracasos, sacrificios al por mayor y una cuota de delirio. Su espíritu aventurero lo llevó a recorrer el mundo –vivió en varias ciudades de los Estados Unidos, España, Cuba y Africa–, a enfrascarse en las actividades físicas –sobre todo la caza, el boxeo, la pesca y la navegación–, las mujeres y la bebida, y a participar de buena parte de las guerras con las que se topó en el camino. Fue conductor de ambulancias en la Primera Guerra Mundial, corresponsal en Italia en 1919, Grecia y Turquía en 1922, en España en 1937, durante la Guerra Civil, y en Francia en 1944, durante la Segunda Guerra. Si no participó de la guerra de Vietnam, a principios de los 70, fue únicamente porque para entonces ya estaba muerto.
Hemingway, de cuyo nacimiento se cumplen este mes cien años –ver recuadro–, había nacido en Illinois, el mismo año en que en una vieja casona porteña del barrio de Palermo nacía Jorge Luis Borges.
Hijo de una mujer que ansiaba que llegara a ser un exitoso violoncelista y de un médico que se decía amante de la vida al aire libre pero que terminaría suicidándose, Ernest se decidió temprano por el periodismo. Comenzó a trabajar en el periódico Kansas City poco después de haber escapado, a los 15 años, de la casa de sus padres. Desde entonces nunca dejó de escribir.
El empleo duró hasta que el joven reportero se alistó como voluntario para viajar a la Gran Guerra. Volvió herido: mientras cargaba a un hombre que agonizaba, otro le destrozó la pierna a tiros de ametralladora. Salvó su vida por milagro: de la pierna lastimada los médicos le extrajeron doscientas treinta y siete esquirlas. En referencia a este hecho, el gran poeta argentino Juan Gelman escribió: “Fue públicamente un héroe y privadamente un hombre que le temía a la muerte y se arriesgaba porque no se permitía el miedo. (...) Se desafiaba a sí mismo”.
Después de la guerra, Hemingway se propondría convertir en materia literaria aquella experiencia. Las novelas Adiós a las armas (1929) y Por quién doblan las campanas (1940), su obra más célebre, están basadas en sus recuerdos bélicos. Lo que seguro nunca imaginó es que reencarnaría en la imagen del carilindo actor norteamericano Chris O’Donell, que, acompañado por Sandra Bullock, recreó algunas de sus vivencias de aquellos días en la pantalla grande. La película en la que O’Donell interpreta al escritor y Bullock a Agnes Hannah von Kurowsky, una enfermera de la que éste se enamoró en la vida real, fue destrozada por la crítica especializada, pese al prestigio del director Richard Attemboroug. Se llamó Love and war (De amor y de guerra), fue estrenada en 1997 en la Argentina, y duró una semana en la cartelera.
Tras la que fue una lenta pero progresiva recuperación, y una vez finalizada la guerra, en 1918, Hemingway volvió a su otro ruedo: en 1920 se incorporó al staff del diario canadiense Toronto Star –allí permanecería hasta 1923–, y en calidad de corresponsal viajó a París. La capital francesa era por aquellos días el centro de experimentación artístico más importante del planeta. Ezra Pound, Paul Claudel, Paul Valèry, André Guide y André Breton, entre otros, estaban allí, y sin saberlo estaban haciendo historia. Scott y Zelda Fitzgerald viajaban con frecuencia y se hospedaban en el hotel Ritz. El irlandés James Joyce recorría editoriales buscando algún editor capaz de reconocer los méritos de su monumental Ulysses (cosa que le costó, y mucho). Puede parecer extraño, pero buena parte de la literatura norteamericana de aquellos años se estaba escribiendo en París: William Faulkner, Gertrude Stein, Henry Miller y Anaïs Nin eran algunos de los que estaban ensayando nuevos lenguajes y nuevas formas. Stein bautizó a ese grupo de inquietos intelectuales estadounidenses, a los que también se sumaron británicos, como “la generación perdida”. Ellos hicieron un culto de la vida bohemia en torno de Stein y de Silvia Beach, quien finalmente editó la obra maestra de Joyce. La amante de Beach, la librera Adrienne Monnier, sería la primera en editar a Hemingway al francés. Muchos de los recuerdos de aquellos años quedarían plasmados en París era una fiesta, publicado tras su muerte, en 1964.
Durante la década del 20, Hemingway escribió más que nunca. Por aquellos años, el gran padre blanco de la literatura norteamericana publicó En nuestros tiempos (1925), Aguas primaverales (1926), Fiesta (1926) –novela en la que narra la desolación de los expatriados estadounidenses que vivían en París–, la colección de cuentos Hombres sin mujeres (1927) y, sobre todo, Adiós a las armas (1929), una historia de amor que transcurre en el frente austro-italiano durante la Primera Guerra. Acaso cuando la escribió, “Papá” recordase a aquella enfermera que lo había atendido por los días en que casi se despidió de su pierna. Fue un éxito de ventas, aunque efímero: casi no hubo rincón de Estados Unidos que ese año no se viese afectado por la crisis económica de Wall Street. Hemingway había escrito el final de la historia nada menos que treinta y nueve veces, según él mismo confesó años más tarde.
En 1932 publicó Muerte en la tarde, un estudio sobre los valores trágicos que subyacen al arte del toreo y en el que dejó testimonio de su amor por España, y los cuentos de El que gana no se lleva nada. Dos años después apareció Las verdes colonias de Africa, y en 1936 la novela corta Las nieves del Kilimanjaro. Ambos libros están inspirados en sus expediciones al Africa. La Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial lo encontraron nuevamente al pie del cañón: a España viajó como corresponsal, y apoyó abiertamente a la República. Durante la Segunda Guerra, entretanto, realizó tareas de contraespionaje en Cuba, donde se estableció tras la finalización del conflicto y dejó una leyenda de noches de jarana y borracheras que aún circula por toda la isla. Durante su estadía en la isla escribió la novela Al otro lado del río y entre los árboles, publicada en 1950, y El viejo y el mar, de 1952, que le valió el Premio Pulitzer. Dos años después, y cuatro antes de que se instalara definitivamente junto a su cuarta mujer en Ketchum, le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura. Nadie discute que Hemingway ocupa uno de los primeros puestos en la lista de los mejores literatos del siglo.
Entre los argentinos, lo admiraron desde Osvaldo Soriano, que creía que él había cambiado para siempre la forma de narrar, hasta Juan Gelman y, aunque en menor medida, Borges. El peruano Mario Vargas Llosa escribió en una oportunidad: “Es posible que el Hemingway de carne y hueso fuera un ser caprichoso, desconsiderado y de impulsos siniestros. Pero escribió Adiós a las armas y Fiesta”. Borges no se despachaba tan abiertamente, pero es probable que algunas de sus declaraciones respecto de la literatura norteamericana, a veces a favor, otras en contra, fueran aplicables a Hemingway. ¿A quién podría estar refiriéndose, si no, cuando dijo “los escritores estadounidenses han hecho de la brutalidad una virtud literaria”?

 

El negocio del siglo

El centenario del nacimiento de Ernest Hemingway, que se conmemora el 21 de este mes, será un negocio gigantesco ante todo: motivo de reediciones por doquier y de aparición de nuevas, novísimas biografías. El hijo del escritor, Patrick, rescató de algún cajón olvidado un libro inconcluso que se publicó este mes en Estados Unidos y que en español se aparecerá con el título Al romper el alba. En True at First light –tal es el título en inglés–, Hemingway se despacha con el relato de otro safari por Africa, junto a su cuarta y última esposa, Mary Welsh. La crítica especializada ya ha dado su veredicto, en Estados Unidos: vale la pena leerlo. Otra de las novedades que genera expectativas es el último tomo de The final years (Los últimos años), de Michael Reynolds, que será publicado por W. W. Norton en los próximos meses. Sus herederos han ordenado, además, la remodelación de la casa victoriana de la infancia, en Illinois. En la habitación en que nació el escritor, en julio de 1899, su padre tocó la corneta para festejar la llegada de un hijo varón. Este año, la ceremonia se repetirá el día del aniversario.


¿Es uno de los grandes del siglo?

Hector Yanover.
“Un corajudo”

“Tengo sentimientos ambivalentes respecto de Ernest Hemingway. Por un lado, lo admiro como escritor: todavía recuerdo los días en que leí Por quién doblan las campanas, hace más de cuarenta años, o El viejo y el mar, a principios de los 50. Me shoquearon. Creo que son ficciones literarias perfectas. Por el otro lado, no coincido con algunas críticas que le hizo en cierta oportunidad a Scott Fitzgerald ni con ciertas opiniones políticas que tenía, un poco a la derecha para mi gusto. En relación a su final, debo decir que, a esta altura de mi vida, lo reconozco como corajudo. No quiero reivindicarlo, pero hay que ser muy valiente para hacer lo que él hizo. En vida fue igualmente corajudo: escribió El viejo y el mar, por ejemplo, en respuesta a un crítico que le había dicho que no sabía escribir. ‘¿Ah, no?’, pareció responder él, que le contestó con una obra tremenda por la que se ganó el Pulitzer y que seguramente influyó en el hecho de que dos años después de su publicación le concedieran el Nobel.”

Liliana Heker.
“Tiene un aura”

“Uno va estableciendo con los años su propia familia de escritores. Ciertas páginas leídas, fragmentos de vida, algún gesto en una fotografía o en un recuerdo ajeno, llaman a un vínculo que se clausura con la lectura de un libro. Hemingway pertenece a esa familia mía. Y no por sus novelas. Regreso una y otra vez al de los cuentos. En ellos puede descubrirse no sólo a uno de los grandes maestros de la narrativa, también a un hombre al que ninguna pasión le era ajena. Los diálogos despojados, las acotaciones que sólo parecen apuntar a la precisión, los finales perfectos como un poema perfecto en los que nada nuevo sucede, suelen cifrar el miedo o la ambición, o la derrota, o la inminencia de algo ya desencadenado o el presentimiento de la belleza. ‘Vivir a lo Hemingway’, solía decirse hace años, como si el mero emborracharse ya le diera a un escritor un aura. ‘Escribir a lo Hemingway’, como si todo diálogo seco produjera Los asesinos. Pero no, en la literatura, como en la vida, Hemingway sólo es modelo de sí mismo.”

Guillermo Saccomanno.
“No está muerto”

“Sobre el suicidio no me atrevo a opinar, y no me interesa hacerlo. Me parece, además, que él no está muerto, porque lo que escribió está vigente. Su estilo marcó buena parte de la literatura del siglo: en todo el mundo se pueden rastrear los escritores que llevan su marca. Fue un escritor inmenso, y también un gran periodista. Estos dos aspectos no pueden estar disociados: sería lo mismo que intentar separar lo que es periodismo y lo que es literatura en Truman Capote o en Rodolfo Walsh. La de Hemingway es una literatura indicial. Es decir, que se articula a partir de los hechos. Su manera de plantear las cosas revela que era un tipo eficaz, talentoso y poderoso. En lo relativo al centenario no tengo mucho para decir. Me parece estúpido todo ese circo que harán en su casa, y que muy poco tiene que ver con su obra, que se define, entre otras cosas, por su fugacidad y por la presencia de la muerte. Este tipo de conmemoraciones banalizan. Lo único que falta es que en algún próximo aniversario de Kafka a todos los presentes les regalen una cucarachita.”


Escribir

ron2.gif (93 bytes)  “Alguien dijo que la obra de un escritor siempre gira en torno a una o dos ideas. Quien lo haya dicho debe haber tenido sólo una o dos ideas.”
ron2.gif (93 bytes)  “Es muy placentero escribir. Mucho. Cuando uno deja de escribir se siente vacío y, aunque parezca contradictorio, al mismo tiempo pleno, como cuando ha hecho el amor con alguien a quien ama. Nada puede herirlo, nada puede suceder, nada significa nada hasta el día siguiente en que uno vuelve a hacerlo. La espera hasta el día siguiente es lo difícil de soportar.”
ron2.gif (93 bytes)  “Reescribí el final de Adiós a las armas treinta y nueve veces antes de quedar satisfecho.”
ron2.gif (93 bytes)  “Se puede escribir en cualquier momento en que la gente lo deje a uno solo y no lo interrumpa. O mejor aún, uno puede hacerlo si es lo bastante grosero al respecto. Pero la mejor escritura surge sin duda... cuando uno está enamorado.”
ron2.gif (93 bytes)  “El mejor entrenamiento intelectual del futuro escritor debería ser... el ahorcamiento. Digamos que debería ahorcarse porque escribir es espantosamente difícil. Luego debería ser derribado sin piedad y obligarse a escribir lo mejor posible por el resto de su vida. Al menos tendría la historia del ahorcamiento para empezar.”
ron2.gif (93 bytes)  “Un escritor que puede escribir y enseñar debería ser capaz de hacer ambas cosas. Hay escritores muy competentes que han demostrado que puede hacerse. Yo no lo sé hacer, y admiro a quienes lo han hecho. Creo, sin embargo, que la vida académica puede poner un obstáculo a la experiencia externa. Eso puede limitar el conocimiento del mundo. Lo que demanda más responsabilidad del escritor y hace la escritura más difícil.”

 

PRINCIPAL