Hubo un concepto que alguna vez fue célebre en política:
gatopardismo. Simplificando aunque no mucho quería decir cambiar algo
para que nada cambie. De este modo, el político gatopardista era un astuto maestro
de ajedrez que sabía, siempre, qué pieza entregar para no perder la partida. O un
profundo conocedor de la historia y sus rumbos, alguien que deseaba conservar ciertos
valores en el veloz devenir de los tiempos y no ignoraba que para conservarlos hay que
entregar siempre algo a los transformadores. El concepto surge de una novela del italiano,
nacido en Palermo, Giuseppe Tomasi de Lampedusa y, en el cine, está en una gran película
de Luchino Visconti, que lleva el título de la novela: El Gatopardo. Tomasi de Lampedusa
fue un escritor tardío: nació en 1896 y su novela (que es su única novela) se publica
en el otoño de 1958, cuando él ya ha muerto. Así, es su novela única y póstuma.
El éxito fue inmediato, sostenido por el consenso casi ininterrumpido de las
reseñas y, sobre todo, por las ventas, culminando a ocho meses de la aparición del libro
con el otorgamiento del Premio Strega, en 1959 (Cfr. G. Tomasi de Lampedusa, Los
relatos, Prefacio). Luego, al libro le ocurrió algo aún mejor que el Premio Strega:
Visconti lo filmó. Suele ocurrir con las novelas exitosas que sean llevadas al cine, no
que sea un director como Visconti quien lo haga. El film de Luchino es tan descollante
como la novela, y tal vez más. Sólo la larga escena final del baile le otorga un papel
indiscutible, central en la historia del gran arte del siglo XX. Repasemos algunos temas
de El Gatopardo (o su tema recurrente) y tratemos de olvidar ese concepto, el de
gatopardismo, para preguntarnos, después, dónde está hoy, si es que en algún lado
está.
El film es de 1963. Y narra la historia del príncipe Don Fabrizio Salina (Burt
Lancaster), un hombre lúcido, sensible al cambio de los tiempos pero, a la vez, deseoso
de conservar los valores de su clase: la aristocracia decadente de 1860. Salina tiene un
joven petulante y fogoso sobrino al que permite como parte de su plan, digamos,
conservador unirse a las fuerzas rebeldes de la burguesía garibaldina. Este sobrino
se llama Tancredi (Alain Delon). Primera sagacidad del príncipe: se infiltra en las
fuerzas revolucionarias por medio de los ardores combativos de un joven de su clase, a
quien permite arrebatos guerreros y rebeldes. Segunda sagacidad del príncipe: logra que
Tancredi enamore y hasta contraiga matrimonio con Angélica (Claudia Cardinale), la hija
de Don Calogero Sedara (Paolo Stoppa), un tosco, plebeyo y ambicioso representante de la
ascendente burguesía. Tercera sagacidad del príncipe: acepta, recibe con calidez y hasta
seducción el ingreso de Angélica en el medio aristocrático que él representa y
custodia. Así, luego de un deslumbrante baile donde convergen todas estas fuerzas
políticas y personales aparentemente antagónicas, Don Fabrizio Salina siente, con dolor,
la cercanía de su muerte pero sabe, con honda alegría y serenidad, que los valores de su
clase no han muerto, que formarán parte de los nuevos tiempos. Que, en suma, la
aristocracia seguirá viva porque él supo cambiar con los tiempos, supo cambiar lo que
era necesario cambiar para que nada cambiara.
Surgió entonces ese concepto: gatopardismo. Era la lucidez que tenía una clase social
para mantener, conservar sus valores dentro de los cambios revolucionarios. Don Fabrizio
Salina era un aristócrata y su problema (aquello que venía a cuestionar en totalidad su
mundo) era la burguesía. En los sesenta era casi inevitable (dentro de las filosofías de
la historia, es decir, dentro de aquellas visiones progresistas, evolucionistas de la
historia) que se reemplazara a la aristocracia por la burguesía y se viera en todo
burgués conciliador a un personaje que deseaba contener la marcha de la
historia. Que se viera en todo reformista a un reflejo burgués del príncipe
Salina. De este modo, todo reformista, todo conciliador, todo burgués bien intencionado
era un perverso gatopardista. Un tipo casi peor que los peores reaccionarios, ya que era
un taimado, un ladino, alguien que no iba de frente, alguien que no quería cambiar el
mundo por motivos revolucionarios sino que meramente aceptaba y propiciaba ciertos cambios
para que todo siguiera igual.
Esta versión, insisto, se basaba en una interpretación de la historia como progreso
constante y era patrimonio de la izquierda, a la cual le es constitutiva la idea de
progreso. (O le ha sido, ya que está en revisión y muy maltrecha.) Pero así como la
burguesía había superado a la aristocracia (lo que permitía el gatopardismo del
príncipe Salina), el proletariado superaría a la burguesía, lo que explicaba el
pérfido gatopardismo de tantos burgueses que se disfrazaban de transformadores. Duro con
ellos, no había que creerles: eran gatopardistas. No querían el verdadero cambio, el
cambio revolucionario. Querían cambiar algo para que nada cambiara, como el sagaz
príncipe de Salina. (Esta interpretación, entre nosotros, se le aplicó sobre todo al
Perón del 46-52 y a sus reformas sociales y políticas, las que impulsó
junto a Evita. Perón era un burgués lúcido. Un gatopardista. Si él no
hubiera aparecido, la burguesía no habría podido lograr el control social
que logró sobre los migrantes internos, sobre el nuevo proletariado industrial de los
cuarenta. Así, Perón fue un populista manipulador que incorporó al proletariado al
proyecto de la burguesía, controlando sus verdaderos proyectos revolucionarios. En suma,
Perón habría frenado la revolución proletaria en la Argentina.)
El error radicaba siempre en el mismo punto: la visión lineal de la historia, la visión
evolucionista, progresiva. Que la burguesía reemplazara a la aristocracia había sido un
proceso necesario, tal como lo era que el proletariado, ahora, reemplazara a la
burguesía. Pero no. Perón no había frenado nada. No existía una fuerza subterránea,
identificada con el sentido de la historia y con el proletariado como clase social
privilegiada, destinada a hacer la revolución en la Argentina. Existía una incipiente
burguesía nacional, ligada a la supresión de importaciones, que encontró en ese coronel
populista su vehiculización política. Dentro de ese proyecto el proletariado urbano
encontró mejoras largamente postergadas a las que adhirió con fervor. Nada de esto
respondía a un secreto sentido de la historia. Perón no estaba frenando a una clase
obrera dialécticamente destinada a tomar el poder. Sólo conducía una exitosa coalición
entre industriales, sindicalistas y nuevos obreros urbanos. Sólo conducía eso que fue el
primer peronismo y que hoy por medio de Duhalde y sus intentos de venderlo como
posible y retornante es apenas un gesto electoralista.
¿A dónde conduce todo esto? ¿Qué conceptos para la acción política o para la
intelección de nuestro presente podemos extraer de aquí? Simplemente: se murió el
gatopardismo. Ha muerto esa concepción de la historia según la cual unas clases sociales
sucedían necesariamente a otras, superándolas. ¿Qué sería, hoy, un gatopardista?
¿Qué hombre del poder podría estar preocupado por el avance de una clase social
destinada a reemplazar a la que él pertenece? Ya no hay reemplazo, ya no hay progreso
histórico. Tony Blair (quien, pongamos, podría ser considerado un burgués
lúcido) no es un burgués gatopardista. No hace lo que hace para frenar
el incontenible acceso al poder de una clase social antagónica a la que él representa.
Es, en todo caso, un burgués caritativo. O un tipo que advierte que el
mercado es demasiado cruel, que deja demasiada gente afuera y que a ningún sistema social
le conviene tener tantos excluidos, tantos desesperados. Para que exista el gatopardismo
tiene que existir una clase social de reemplazo, que intente superar a la hegemónica, una
clase social a la que el gatopardista intente controlar por medio de concesiones. Hoy, esa
clase social no existe. La historia está en manos de los dueños del mercado, que se
dividen entre halcones y palomas. Los pobres, los marginados, dependen de la bondad de las
palomas. Dependen, como Blanche Du Bois, de la bondad de los extraños.
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