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LA MUERTE DEL GATOPARDISMO
Por José Pablo Feinmann

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t.gif (862 bytes) Hubo un concepto que alguna vez fue célebre en política: gatopardismo. Simplificando –aunque no mucho– quería decir “cambiar algo para que nada cambie”. De este modo, el político gatopardista era un astuto maestro de ajedrez que sabía, siempre, qué pieza entregar para no perder la partida. O un profundo conocedor de la historia y sus rumbos, alguien que deseaba conservar ciertos valores en el veloz devenir de los tiempos y no ignoraba que para conservarlos hay que entregar siempre algo a los transformadores. El concepto surge de una novela del italiano, nacido en Palermo, Giuseppe Tomasi de Lampedusa y, en el cine, está en una gran película de Luchino Visconti, que lleva el título de la novela: El Gatopardo. Tomasi de Lampedusa fue un escritor tardío: nació en 1896 y su novela (que es su única novela) se publica en el otoño de 1958, cuando él ya ha muerto. Así, es su novela única y póstuma. “El éxito fue inmediato, sostenido por el consenso casi ininterrumpido de las reseñas y, sobre todo, por las ventas, culminando a ocho meses de la aparición del libro con el otorgamiento del Premio Strega, en 1959” (Cfr. G. Tomasi de Lampedusa, Los relatos, Prefacio). Luego, al libro le ocurrió algo aún mejor que el Premio Strega: Visconti lo filmó. Suele ocurrir con las novelas exitosas que sean llevadas al cine, no que sea un director como Visconti quien lo haga. El film de Luchino es tan descollante como la novela, y tal vez más. Sólo la larga escena final del baile le otorga un papel indiscutible, central en la historia del gran arte del siglo XX. Repasemos algunos temas de El Gatopardo (o su tema recurrente) y tratemos de olvidar ese concepto, el de gatopardismo, para preguntarnos, después, dónde está hoy, si es que en algún lado está.
El film es de 1963. Y narra la historia del príncipe Don Fabrizio Salina (Burt Lancaster), un hombre lúcido, sensible al cambio de los tiempos pero, a la vez, deseoso de conservar los valores de su clase: la aristocracia decadente de 1860. Salina tiene un joven petulante y fogoso sobrino al que permite –como parte de su plan, digamos, conservador– unirse a las fuerzas rebeldes de la burguesía garibaldina. Este sobrino se llama Tancredi (Alain Delon). Primera sagacidad del príncipe: se infiltra en las fuerzas revolucionarias por medio de los ardores combativos de un joven de su clase, a quien permite arrebatos guerreros y rebeldes. Segunda sagacidad del príncipe: logra que Tancredi enamore y hasta contraiga matrimonio con Angélica (Claudia Cardinale), la hija de Don Calogero Sedara (Paolo Stoppa), un tosco, plebeyo y ambicioso representante de la ascendente burguesía. Tercera sagacidad del príncipe: acepta, recibe con calidez y hasta seducción el ingreso de Angélica en el medio aristocrático que él representa y custodia. Así, luego de un deslumbrante baile donde convergen todas estas fuerzas políticas y personales aparentemente antagónicas, Don Fabrizio Salina siente, con dolor, la cercanía de su muerte pero sabe, con honda alegría y serenidad, que los valores de su clase no han muerto, que formarán parte de los nuevos tiempos. Que, en suma, la aristocracia seguirá viva porque él supo cambiar con los tiempos, supo cambiar lo que era necesario cambiar para que nada cambiara.
Surgió entonces ese concepto: gatopardismo. Era la lucidez que tenía una clase social para mantener, conservar sus valores dentro de los cambios revolucionarios. Don Fabrizio Salina era un aristócrata y su problema (aquello que venía a cuestionar en totalidad su mundo) era la burguesía. En los sesenta era casi inevitable (dentro de las filosofías de la historia, es decir, dentro de aquellas visiones progresistas, evolucionistas de la historia) que se reemplazara a la aristocracia por la burguesía y se viera en todo burgués conciliador a un personaje que deseaba “contener la marcha de la historia”. Que se viera en todo reformista a un reflejo burgués del príncipe Salina. De este modo, todo reformista, todo conciliador, todo burgués bien intencionado era un perverso gatopardista. Un tipo casi peor que los peores reaccionarios, ya que era un taimado, un ladino, alguien que no iba de frente, alguien que no quería cambiar el mundo por motivos revolucionarios sino que meramente aceptaba y propiciaba ciertos cambios para que todo siguiera igual.
Esta versión, insisto, se basaba en una interpretación de la historia como progreso constante y era patrimonio de la izquierda, a la cual le es constitutiva la idea de progreso. (O le ha sido, ya que está en revisión y muy maltrecha.) Pero así como la burguesía había superado a la aristocracia (lo que permitía el gatopardismo del príncipe Salina), el proletariado superaría a la burguesía, lo que explicaba el pérfido gatopardismo de tantos burgueses que se disfrazaban de transformadores. Duro con ellos, no había que creerles: eran gatopardistas. No querían el verdadero cambio, el cambio revolucionario. Querían cambiar algo para que nada cambiara, como el sagaz príncipe de Salina. (Esta interpretación, entre nosotros, se le aplicó sobre todo al Perón del ‘46-’52 y a sus reformas sociales y políticas, las que impulsó junto a Evita. Perón era un “burgués lúcido”. Un gatopardista. Si él no hubiera aparecido, la burguesía no habría podido lograr el “control social” que logró sobre los migrantes internos, sobre el nuevo proletariado industrial de los cuarenta. Así, Perón fue un populista manipulador que incorporó al proletariado al proyecto de la burguesía, controlando sus verdaderos proyectos revolucionarios. En suma, Perón habría frenado la revolución proletaria en la Argentina.)
El error radicaba siempre en el mismo punto: la visión lineal de la historia, la visión evolucionista, progresiva. Que la burguesía reemplazara a la aristocracia había sido un proceso necesario, tal como lo era que el proletariado, ahora, reemplazara a la burguesía. Pero no. Perón no había frenado nada. No existía una fuerza subterránea, identificada con el sentido de la historia y con el proletariado como clase social privilegiada, destinada a hacer la revolución en la Argentina. Existía una incipiente burguesía nacional, ligada a la supresión de importaciones, que encontró en ese coronel populista su vehiculización política. Dentro de ese proyecto el proletariado urbano encontró mejoras largamente postergadas a las que adhirió con fervor. Nada de esto respondía a un secreto sentido de la historia. Perón no estaba frenando a una clase obrera dialécticamente destinada a tomar el poder. Sólo conducía una exitosa coalición entre industriales, sindicalistas y nuevos obreros urbanos. Sólo conducía eso que fue el primer peronismo y que hoy –por medio de Duhalde y sus intentos de venderlo como posible y retornante– es apenas un gesto electoralista.
¿A dónde conduce todo esto? ¿Qué conceptos para la acción política o para la intelección de nuestro presente podemos extraer de aquí? Simplemente: se murió el gatopardismo. Ha muerto esa concepción de la historia según la cual unas clases sociales sucedían necesariamente a otras, superándolas. ¿Qué sería, hoy, un gatopardista? ¿Qué hombre del poder podría estar preocupado por el avance de una clase social destinada a reemplazar a la que él pertenece? Ya no hay reemplazo, ya no hay progreso histórico. Tony Blair (quien, pongamos, podría ser considerado un “burgués lúcido”) no es un “burgués gatopardista”. No hace lo que hace para frenar el incontenible acceso al poder de una clase social antagónica a la que él representa. Es, en todo caso, un “burgués caritativo”. O un tipo que advierte que el mercado es demasiado cruel, que deja demasiada gente afuera y que a ningún sistema social le conviene tener tantos excluidos, tantos desesperados. Para que exista el gatopardismo tiene que existir una clase social de reemplazo, que intente superar a la hegemónica, una clase social a la que el gatopardista intente controlar por medio de concesiones. Hoy, esa clase social no existe. La historia está en manos de los dueños del mercado, que se dividen entre halcones y palomas. Los pobres, los marginados, dependen de la bondad de las palomas. Dependen, como Blanche Du Bois, de “la bondad de los extraños”.

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