Por Eduardo Martín de Pozuelo y
Santiago Tarín El cónsul español en Rosario Vicente Ramírez-Montesinos
decidió ir a ver al jefe máximo de la región, el general Galtieri. Su planteamiento
oficial iba a consistir en pedir protección para una familia española que había sufrido
un asalto por parte de unos encapuchados que volverían si los talones que habían robado
no tenían fondos. Lo recibió un teniente coronel ayudante. La conversación fue muy
tensa, especialmente porque el diplomático le espetó que era obvio que los autores de la
muerte de los Labrador habían sido militares tal como quedaba demostrado por el
comunicado de prensa. El teniente coronel no lo negó y como respuesta a la petición de
protección soltó un: ¿Usted pondría las manos en el fuego por los Labrador? No
son trigo limpio.... Difícil situación profesional y humana para un representante
consular encontrarse ante un asesino que no niega los hechos. Sin embargo, esa desentonada
respuesta del mando militar le sirvió para comprender que no podía esperar demasiado de
la autoridad argentina, por lo que le surgió la idea de que tal vez lo mejor para los
restantes Labrador sería que abandonasen el país.
La reveladora conversación con el ayudante dio paso a una entrevista con Galtieri en
persona. El futuro presidente no presentaba ese día el aspecto tan impecable que tenía
de costumbre. Estaba desencajado. Recibió al representante español en su despacho con un
tono y ambiente muy frío, a diferencia de las otras ocasiones que, con motivo de alguna
detención, había acudido al fortificado acuartelamiento-residencia del general. En todas
las oportunidades anteriores había sido tratado aceptablemente bien; incluso un teniente
coronel de apellido Gasari lo había acompañado a visitar a los españoles detenidos en
las redadas, circunstancias que con toda seguridad salvó vidas.
Galtieri estaba sentado ante la mesa de su despacho. Tras un saludo inicial,
Ramírez-Montesinos le expuso el motivo de su visita y su temor al regreso de los
encapuchados. Tampoco el general negó su relación con los trágicos sucesos que habían
acabado con la muerte de los Labrador. Lo lamento, fue un error, dijo el
militar. Fue entonces cuando el cónsul observó sobre aquella mesa un papel amarillo en
el que se distinguía un listado de unos treinta nombres mecanografiados, la mitad de
ellos marcados con una cruz cristiana hecha a lápiz rojo. Se impresionó al ver aquello.
Mientras Galtieri hablaba, el diplomático repasó el listado al revés y vio que Palmiro
Labrador figuraba con una cruz y que su hermano Miguel Angel no la tenía, por lo que
dedujo que si la cruz indicaba muerte, este último debía estar vivo en aquellos
instantes. Así lo creyó entonces y así nos lo contó veinte años después.
De hecho, a Vicente nunca le inquietó explicar estos acontecimientos tan
extraordinariamente incriminatorios para el que llegaría a ser el presidente de la
República Argentina. Es más, ya cuando sucedieron, el cónsul informó de inmediato a
sus superiores jerárquicos en Madrid y se ofreció a la familia Labrador como testigo
ante cualquier iniciativa legal que decidieran emprender. No tengo ningún
inconveniente en referir los hechos, tal como los conozco, ante cualquier autoridad
oficial o tribunal que así lo requiera, reiteró en una carta remitida desde San
Francisco a la familia Labrador que entonces residía en Salamanca. La misiva, en la que
relata de nuevo el pasaje de la lista y las cruces rojas, lleva fecha de febrero de 1979.
A mediados de mayo de 1996, cuando acudimos a verlo y le preguntamos qué pasó con los
Labrador, Vicente exclamó: ¡Hace veinte años que nadie me lo preguntaba!. Y
luego el cónsul fue dejando fluir poco a poco la historia de aquellos días.
Pero volvamos al relato de lo sucedido en el acuartelamiento de Galtieri. Si Miguel Angel
no estaba muerto ¿qué sucedió con él? Pues, que fue asesinado con toda seguridad por
los militares en fechas posteriores a la entrevista entre el general y el cónsul. A este
respecto José Luis Dicenta, que lo sustituyó temporalmente y cuyo comportamiento
personal y profesional también fue encomiable, afirma que el propio Galtieri le acabaría
aceptando que Miguel Angel murió después de aquella tensa entrevista en la que no
admitió que el joven español, secuestrado hacía tres meses, estaba vivo y preso allí
mismo.
Pero el asunto de las cruces no fue la única sorpresa que deparó el encuentro con el
militar. Todavía bajo la impresión inicial que le había causado el descubrimiento de la
siniestra lista, el cónsul hablaba con el general cuando apareció en la antesala del
despacho un joven rubio, bien parecido, de unos treinta y tantos años de edad. El recién
llegado se quedó a la espera, pero provocó en Galtieri una extraña excitación pues,
nada más verle, se desencajó aún más y comenzó a hablar de la Segunda Guerra Mundial,
de los bombardeos de Hamburgo y de conceptos tales como objetivos militares o
destrucciones colaterales. Luego prosiguió su tenso monólogo con la afirmación de que
estaba en guerra y tras mencionar la necesidad de la guerra sucia lanzó al aire una
pregunta aparentemente dirigida al cónsul:
¿Qué me viene a decir usted? ¿No hizo Franco lo mismo?
No he venido a hablar de política sino de la familia Labrador respondió
innecesariamente Ramírez-Montesinos, ya que Galtieri no lo escuchaba.
Pase, pase, coronel dijo el general dirigiéndose al recién llegado
acérquese y traiga eso. Vamos a hacerle un regalo al cónsul.
El coronel se acercó con una cartera que entregó a su jefe y éste, nervioso, la abrió
mostrándola. La cartera tenía un forro sin coser, de tal forma que era posible guardar
algunos papeles sin que se notaran al abrirla normalmente. Lo ve dijo Galtieri
levantando la voz al tiempo que la señalaba enérgicamente esto es lo que hace la
familia Labrador.
Cuenta Ramírez-Montesinos que en ese instante comprendió que su vida podía correr
peligro pues Galtieri estaba cometiendo un grave error y no tardaría mucho en advertirlo.
Analizada fríamente, la situación que se acababa de producir era la siguiente: un
objeto, sustraído por un grupo de encapuchados, teóricamente desconocidos e
incontrolados, estaba siendo mostrado a un representante consular de las víctimas nada
menos que por el máximo responsable del gobierno de la región. El capitán general se
estaba comprometiendo personalmente en la comisión de varios delitos. Era la prueba
palpable de la implicación militar en los allanamientos de domicilio, en los asesinatos y
en las desapariciones; una prueba que terminó entre el general, el coronel y los
encapuchados.
De la mera sospecha pasó a la certeza con tal contundencia que el cónsul exclamó
azorado: No, no me muestre nada general, yo no soy juez.
El incidente de la cartera precipitó definitivamente la huida de los Labrador, que fue
montada a lo Pimpinela Escarlata en palabras del propio cónsul con la
colaboración del Ministerio de Asuntos Exteriores de Madrid, que fue el que envió los
billetes de avión y la inestimable ayuda de los cónsules en Buenos Aires, Dicenta y
Bermejo, que siempre estuvieron en la misma línea de actuación que el de Rosario.
O Leopoldo Fortunato Galtieri se dio cuenta del error o alguien debió hacérselo ver,
pero el caso es que unas horas después de haber hablado con el diplomático español
éste recibió una denuncia por desacato. Era una agresión por la vía jurídica, pero
Ramírez-Montesinos sabía que en cualquier momento ese ataque podía dejar de ser
jurídico para pasar a ser militar. Alguien podía ametrallar su coche o, como mínimo,
colocar droga o un libro de Karl Marx en su casa y a partir de ahí el embajador en Buenos
Aires, Gregorio Marañón, que no compartía los desvelos del cónsul, provocaría su
traslado, pues las diferencias entre ambos representantes españoles siempre estuvieron a
flor de piel. Así, en las entrevistas que mantuvieron, el embajador llegó a tacharle de
mal diplomático a causa de su actitud persistente ante las autoridades argentinas. Dice
Vicente que en su defensa siempre esgrimía los datos sobre las pocas provincias
argentinas, convencido de que esas cifras relativamente bajas eran el resultado de su
tozudez. Y es que Galtieri estaba hasta la coronilla de él y, más que Galtieri, su
subordinado, el poderoso teniente coronel Carranza Zabalía, al que molestó muchísimo,
especialmente con el asunto de Sesé Aragó.
Sesé Aragó tenía una de las profesiones más peligrosas que se podían ejercer en la
Argentina en aquellos tiempos: impresor. Era un profesional de las artes gráficas,
originario de Valencia, que llegó a la Argentina pocos años después de la Guerra Civil
española. En España, Aragó trabajaba en una imprenta que editaba La Gaceta Oficial en
Valencia y cuando acabó el conflicto fue condenado a prisión, donde enseñó a otros
presos. Al cumplir su pena emigró a la Argentina en busca de una nueva vida más
democrática.
Al llegar a América, Sesé buscó trabajo entre los de su oficio y lo encontró en una
imprenta de la que era propietario un catedrático de derecho de la Universidad Católica
de Rosario. Por aquellas fechas los montoneros publicaban una revista que se llamaba El
Combatiente, eran legales y habían traído a Perón, lo que los situaba en la crema de
las instituciones oficiales del Estado. Con los años, María Estela Martínez de Perón
alcanzó la presidencia de la nación y con ella los militares se hicieron con el poder.
Primero gobernaron a través de Isabelita y más tarde simplemente la echaron. Ella misma
explicó al juez Garzón que se libró por los pelos de ser fusilada.
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La jueza calificó de muy graves las palabras del diplomático y tres días después la
policía compareció en el consulado con orden de detenerlo, cosa que no hicieron
simplemente porque el cónsul no se dejó alegando que carecían de jurisdicción para
hacerlo. No obstante, a partir de aquel momento su situación en Rosario fue empeorando
rápidamente hasta el punto que desde Madrid donde ya le habían dado un nuevo
destino en San Francisco (EE.UU.) le aconsejaron que acortara al máximo su estancia
en la Argentina. Aparte de la presión judicial por el desacato, que le impedía circular
con la soltura necesaria para un cónsul por los tribunales, la posibilidad de una
represalia por parte de encapuchados era cada vez más real. Era tan factible que, avisado
por amigos de que incluso su casa podía ser allanada, decidió deshacerse de libros y
documentos que a la luz de aquellas leyes podían justificar, como mínimo, su detención.
Y fue entonces cuando una noche cargó su velero con una carga tan comprometedora en una
dictadura como puede ser El Quijote y la fue arrojando al río. Vicente se emociona
especialmente cuando rememora este pasaje de su vida y trata de transmitir las sensaciones
que le produjo tomar plena conciencia de que estaba en un país donde los libros eran
peligrosos. Lo conmueve el recuerdo de verlos flotando uno tras otro, tenuemente
iluminados por la luz de la luna, y todavía le asalta el temor de que pudo ser
descubierto al dejar, a modo de Pulgarcito, un rastro de papel que se negó a ir al fondo
para acabar tapizando la orilla.
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