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En su libro Esculpir en el tiempo, el gran cineasta ruso Andrei Tarkovski señalaba: Hay pocos genios del cine, Bresson, Mizoguchi, Buñuel, Jean Vigo, Satyajit Ray, Sokurov. Para el guionista y realizador estadounidense Paul Schrader, Sokurov es el único cineasta actual que incluiría, junto a Ozu, Bresson y Dreyer, en mi libro Trascendental Style in Film. Según Susan Sontag, la obra de Sokurov es de un poder visual y una profundidad moral tales que se convierte en una experiencia emocional inolvidable. ¿Quién es Aleksandr Sokurov? En Buenos Aires, donde sólo la Sala Lugones exhibió un film (Elegía soviética, 1989), es prácticamente desconocido. Pero en Europa y EE.UU., donde su cine se veía en festivales internacionales, no le iba, hasta hace poco, mucho mejor. Nada más alejado de la idea de mercado que una película de este director ruso de 48 años, cuya obra no se cierne ni a una duración estandar ni a las clásicas categorías de ficción y documental. Ese ostracismo comenzó a romperse a partir de su anteúltimo largo, Madre e hijo, con el que finalmente se le abrieron las puertas del mundo, entre ellas las de la Argentina: su película está próxima a estrenarse, después de su paso por los festivales de Berlín, San Francisco, Toronto y Mar del Plata. Apenas un paisaje y dos personajes es lo que necesita Sokurov para su film: un campo otoñal y un hijo que ayuda a pasar la última noche a su madre moribunda. Casi no hay palabras en esta suerte de réquiem, que es el motivo central de un reportaje de la revista Cahiers du Cinéma, en el que Sokurov desarrolla sus ideas radicales acerca del cine. No es fácil ver sus películas, salvo en festivales. Este silencio, ¿está ligado a la duración necesaria para la elaboración de sus películas? ¿O hay que relacionarlo con la dificultad de ser cineasta hoy en Rusia? El problema se ubica más de su lado que del nuestro. Todo depende del interés que despierten nuestras películas. Si no interesan a nadie, nadie las verá. Con mi equipo trabajo permanentemente. Tuvimos varias veces el apoyo de productores japoneses, especialmente para Elegía oriental y Voces espirituales, una película de cinco horas presentada en festivales. No conozco ningún respiro en mi actividad y, desde ese punto de vista, jamás dejé de hacer oír mi voz. Pocos realizadores tienen la oportunidad de trabajar con tanta intensidad. Después de Madre e hijo, que es del año pasado, puse en marcha tres proyectos. Vivimos en una época que nos impone trabajar muy rápido. Pero, de todas maneras, no podría pasar una semana sin preparar alguna cosa, sin reflexionar sobre una nueva película. ¿Cómo llegó a la idea de Madre e hijo? Comencé buscando, en la historia de la literatura y del teatro, lo que tenía relación desde un punto de vista espiritual a la relación madrehijo. Y desde ese lado no encontré nada, ningún precedente verdadero. La cultura rusa reserva un lugar particular a la madre... La imagen de la madre es muy fuerte en nosotros. Pero me interesaba la esencia de una relación, y las posibilidades líricas que ofrece. Las relaciones madre/hijo son primordiales para mi reflexión sobre la vida. De su calidad depende, para mí, la personalidad del hijo, su profundidad, su interés como humano. Un hijo privado de una relación profunda y sincera con su madre no puede hacer otra cosa que quedarse en la superficie de la vida. No puede construir. Este tema maduró en mí durante varios años. Todas mis películas son el resultado de largos interrogatorios. No se hacen hasta que están el tiempo suficiente dentro de mí. ¿Hay alguna razón particular y personal en Madre e hijo? Soy totalmente ajeno a la idea de la autobiografía en el arte, y espero continuar así. Si hay una biografía es la del alma, o la de la cultura en la que evolucioné. Mis pequeños asuntos privados no tienen nada que ver. No interesan a nadie, no son la base de mi inspiración. Cuando haya vivido bastante, cuando mi experiencia tenga amplitud, podré quizás arrogarme el derecho de meter un poco de mi vida. Por ahora está fuera de cuestión. No quiero tomar ni al cine ni a los espectadores a la ligera. Debo ir a lo esencial, porque el arte está hecho de objetivos concretos. ¿Cuáles pueden ser esos objetivos concretos? Eso puede querer decir, y para mí es una de sus primeras funciones, que el arte nos prepara para la muerte. En su esencia misma, en su belleza, el arte nos fuerza a repetir ese instante final, un número infinito de veces, posee un poder capaz de llevarnos hacia esa idea. Para que el día en que nos veamos confrontados con la muerte podamos deslizarnos sin mucha dificultad. Imagine la súbita aparición de un duelo en su familia: llega a su casa y se entera que alguien cercano acaba de morir. Descubre un ser que usted amó y que no puede moverse, que está silencioso para siempre. Si no está preparado, no es capaz de sobreponerse a esta prueba de verdad. Su espíritu no soporta ese shock si no lo aprehendió ya. El arte nos ayuda a pasar la noche, a convivir con la idea de la muerte, a aguantar hasta el alba. No quisiera dar la impresión de emplear fórmulas definitivas, pero es un espacio que encontré y que me ayuda a darle un sentido a mi andar. Esta idea del último viaje, de rito iniciático, la película la trata plásticamente, de manera muy precisa. Hay algo de angustia, de sueño o de pesadilla. La plástica de la imagen está permanentemente deformada. ¿Que tipo de trabajo hizo usted para obtener ese resultado? Quería evocar una tesis primordial a mis ojos, que implica que el cine no puede todavía pretender ser un arte, que aspira a serlo, pero que está lejos. Algunos pueden fabular historias sobre su muerte; yo considero que ni siquiera nació. Le queda todo por aprender, especialente de la pintura. La elección más importante para el cine sería renunciar a expresar la profundidad y el volumen, nociones que no le conciernen, que revelan la impostura: la proyección ocupa una superficie plana, no pluridimensional. El cine no es más que el arte de lo plano. Esa es la razón por la cual el rodaje fue experimental, una serie de ejercicios minuciosos: cinco horas, a veces, antes de encontrar la composición del plano. Y a pesar de eso, no hay ningún arte verdadero, apenas un aprendizaje. No sentí ningún orgullo y fui, desde el comienzo hasta el final, un aprendiz. Madre e hijo es más bien corta una hora diez mientras que varias de sus películas son muy largas. ¿Por qué eligió la brevedad? Es una cuestión de sentido de la medida. Para mí el cine le cuesta mucho al espectador. Cuando usted ve una película en una sala, cualquiera sea la suma que acaba de pagar, paga en horas de vida. Es una hora y media de su vida que se escapa irremediablemente. ¡Imagine la responsabilidad de un cineasta frente a la gente que va a perder una hora y media de su vida para ver su obra! Madre e hijo termina antes de la duración clásica, como una persona con la cual a usted le gustaría pasar un poco de tiempo y que desaparece. Eso provoca un extrañar, una falta. Y para mí, lo que es bueno, lo que es agradable, forzosamente debe provocar un sentimiento de pérdida. La duración de una película es un asunto de moral, jamás un problema de medios o del tema. Madre e hijo debía durar 73 minutos, es todo. ¿Cómo trabajó la relación entre el aspecto visual deformado, aplanado, y el sentido profundo de la película, la reflexión sobre la muerte? Esa relación pudo constatarla usted mismo, con su subjetividad. Por mi parte, no quiero hacer comentarios generales. Sólo quiero que el film se presente como una gota, una suerte de esfera, un objeto sin ningún ángulo. Me empeño también en que nada impida oír el timbre de las voces. Cuando trabajo, le doy una importancia particular al campo sonoro, que es a veces más importante que el campo visual. Porque, no importa lo que suceda, el trabajo del alma es prioritario en relación al trabajo de los ojos. Y el cine conoció tantos desastres con la imagen, que solamente el oído conserva hoy una cierta pureza, una forma de unión directa con el alma. No está todavía gangrenada por la mediocridad del ambiente. ¿Qué entiende usted por mediocridad? La relación contemporánea con la imagen es anárquica, no es objeto de ningún rigor, mientras que en el caso de la música en todas sus formasnos queda todavía una oportunidad de llegar a la armonía. El tratamiento de las imágenes a menudo se dejó en manos de gente sin talento. En la película, el tratamiento del paisaje natural le da el aspecto de un paisaje mental, casi un recorrido interior. Para mí es muy bello haber logrado esa impresión, pero mi sentimiento es que la naturaleza es perfectamente indiferente a la presencia humana. El hombre puede amar o no la naturaleza, pero estoy seguro que la naturaleza ignora hasta su existencia. Cuando buscamos los escenarios en Alemania busqué con mi productor los sitios que habían sido visitados por los románticos hace dos siglos. Teníamos a mano las reproducciones de ciertas obras como El monje al borde del mar, de Caspar David Friedrich. Llegados a los lugares, buscamos las ubicaciones precisas donde el pintor había puesto su caballete y constatamos que nada había cambiado, salvo las nubes o el tronco de un árbol. Era bastante desesperante, la naturaleza es indiferente al hombre. Somos siempre solitarios en nuestra relación con la naturaleza. Es una relación sin el Otro, un amor en sentido único. Es el origen mismo del sentimiento trágico.
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