El siglo XIX termina en medio del clamoroso optimismo de las
ciencias positivas. El horizonte está abierto y es venturoso: el dominio del hombre sobre
la naturaleza y la racionalidad de la ciencia aseguran el devenir de la historia como
Progreso. Esta certeza se estrella contra un iceberg: en 1912, el Titanic se
hunde y hunde el sueño de la invencibilidad del progreso tecnológico. Dos años
después, la Primera Guerra Mundial.
Este fin de siglo no es venturoso y el horizonte que se abre parece conducir a un abismo
irrefutable. Durante estos días, en Brasil, algo agotado por la Cumbre entre América
latina y Europa, pero siempre lúcido para los diagnósticos, Fidel Castro ofreció el
siguiente panorama: El orden mundial establecido es insostenible, marcha hacia la
ruina, corre a la orilla de un abismo muy profundo. Y no tiene salvación posible. Acaba
con la humanidad. Liquida hasta la posibilidad de supervivencia humana. Lo destroza todo.
Van a acabar hasta con el agua potable que queda, el oxígeno que queda, la capa de ozono
que queda. Como dije, Fidel muy lúcido para los diagnósticos. No así para las
soluciones. Se obstina en aplicar en Cuba el esquema político marxista leninista del
partido único, la ideología única y la absoluta centralización estatal, generando lo
que este esquema fatalmente destila: sofocamiento de las disidencias, autoritarismo,
empobrecimiento ideológico. Cosa que la historia del socialismo en el siglo XX ha
explayado con abrumadora claridad. (Hay que buscar algo por otro lado, Fidel, si no
también el abismo mostrará, como lo está mostrando, su rostro en la isla.) Pero Fidel
no se equivoca en el diagnóstico sobre el capitalismo que dibuja ya el rostro del siglo
en que penetramos: liquida hasta la posibilidad de supervivencia humana.
Una de las cosas más aterradoras que vivimos consiste en que este orden
mundial del que tanto se habla... no existe. No hay orden mundial. No hay orden.
Estamos más cerca de cualquier posible forma del caos que del orden. Veamos. Luego de la
Segunda Guerra, en Yalta, Roosevelt, Stalin y Churchill diseñaron un orden mundial. Luego
vino la Guerra Fría. La Paz Nuclear y todo eso. Todo eso que no existe ahora. El de la
Guerra Fría era un ordenamiento del mundo más seguro (dentro de su horror, desde luego)
que el actual. Hoy, la OTAN se muestra dispuesta a misilear a quien se le ocurra pasando
por encima de las Naciones Unidas, es decir, de toda idea de juridicidad internacional.
Rusia, por su parte, con Boris Yeltsin a la cabeza, o, al menos, como una de sus cabezas
(nadie sabe cuál es la cabeza de la ex ordenada y previsible Unión Soviética), se
muestra feliz por sobrevolar Islandia y Noruega, territorios europeos, capitalistas; se
muestra, digo, feliz por andar por ahí con cargamento nuclear, tal como si estuviera en
guerra. (Estas cosas no pasaban durante la Guerra Fría: no podían pasar.) Y todos
sabemos lo confiable que es Yeltsin: nadie en la historia salvo Calígula se
ha parecido más a Galtieri que él. Bien, él, ese tipo, ahora, comparte el arsenal
nuclear de la ex URSS junto con un ejército que anhela reverdecer glorias olvidadas y
hasta injuriadas. Nada de esto, tal vez, alarmaría tanto si todo fuera como era entonces.
Entonces: cuando la URSS y EE.UU. eran las únicas potencias con arsenal nuclear. Había
un empate. ¿Recuerdan? Se hablaba del empate nuclear. Pues se acabó. Ahora India y
Pakistán tienen arsenal atómico, se llevan como perro y gato y se mueren por usarlo,
como niñito travieso con juguete nuevo. Y el terrorismo anda por todos lados, destruyendo
un mundo al que desea, precisamente, destruir, y sólo eso.
Así las cosas, nuestra entrada en el siglo XXI es aterradora. Y no porque esta nota se
proponga ser apocalíptica. La realidad lo es. Supongo que siempre existe la posibilidad
de la salvación. Que las cosas no sean tan atroces como amenazan ser. En algo, al menos,
superamos a los ingenuos optimistas de fines del siglo XIX: no necesitamos que el
Titanic se hunda para descubrir las adversidades de la historia. Entre otras
cosas, porque el Titanic ya se hundió. Lo hundió James Cameron en 1998 y fue
un gran éxito de taquilla. No hubo quien no quisiera ver lo que se venía. Quien no
quisiera padecer el sentimiento trágico de la inminencia del caos. Lo dijo Fidel:
marchamos hacia un abismo muy profundo. Claro, no hay por qué creerle.
También dijo: Con Menem somos muy amigos. Por ahí mañana va, lo visita y se
abraza con él. Como cualquiera. Como Charly García.
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