El juicio pendiente
Por Julio NudlerMenem no ganó
ninguno de los tres mundiales jugados durante su reinado, no recuperó las Malvinas ni
instaló a la Argentina en el Primer Mundo. Pero tampoco sufrió ningún Waterloo, como
fue la guerra con Margaret Thatcher para los militares y la hiperinflación para los
radicales. Cuando entregue el cetro en diciembre, el juicio definitivo sobre su gestión
quedará pendiente. Habrá que esperar a ver si el modelo que implantó acaba en un
estallido, o en cambio consigue sustraerse de las tremendas amenazas actuales. Por ahora
ya es para él un éxito que tanto Duhalde como De la Rúa prometan continuidad, aunque no
sepan cómo lograrla.
Menem ocupó el lugar tradicionalmente asignado en la política nacional a los militares:
aplicar una estrategia económica liberal, proestablishment, con las peculiaridades de
cada momento histórico. Durante medio siglo, peronistas y radicales se jugaron a una
economía fuertemente regulada, con un Estado protagónico. El riojano quiso retomar la
obra inconclusa de Krieger Vasena y Martínez de Hoz, aunque con las nuevas fórmulas
impartidas por el Consenso de Washington y la lógica de la globalización, cediéndole
toda la iniciativa a los capitales.
Fue una experiencia nueva, un camino que nadie sabía exactamente adónde llevaba, aunque
podía sospecharse que los trabajadores y los pequeños empresarios serían sus víctimas
seguras. Hoy todo parece peor que lo más pesimista imaginado por los escépticos:
desocupación, pobreza, violencia, aunque con estabilidad, fachadas bañadas de luz en vez
de apagones, abundante oferta de todo en lugar de escasez, tecnología de consumo,
computadoras en todas partes. El menemismo es ante todo contradicción.
El mercado manda, pero nadie obstruye las prácticas monopólicas. Nunca hubo tanta
transparencia en la economía, pero la corrupción se esconde en transacciones oscuras. El
desguace del Estado no terminó con ella: sólo renovó sus modos. Recién con el próximo
gobierno se sabrá si la corrupción fue el estilo distintivo del menemismo o es la manera
normal de hacer política en la Argentina. Se sabrá también si los profundos misterios
de esta década los grandes escándalos, Yabrán, Moneta, etcétera fueron lo
que entre intuición, indicios, algunos datos y fantasía pudo sospecharse. O no se sabrá
nada porque nadie con capacidad de averiguarlo querrá hacerlo.
Al final del menemismo, los argentinos no saben aún si tienen un país viable, y por ende
vivible, si no hoy, mañana. La sensación es que se invirtió muy poco en el futuro
(educación, medio ambiente, preservación del aparato productivo, salud) porque al
cálculo privado no le interesa, y al típico funcionario de este Gobierno tampoco le
preocupó. En todo caso, al concluir esta década diferente, la Argentina tiene los
shoppings, countries, autopistas, servicios mil y obsesiones virtuales que sólo podía
soñar al comenzarla. Pero no es un país feliz: no sabe cuál es su papel en esta comedia
ni cuántos actores se quedarán para siempre fuera del reparto.
De todas formas, ni Menem es el único menemista, ni la Argentina el único país donde el
modelo expulsa, las conquistas se disuelven y a la moral la dan por moneditas. Este
riojano entendió bien el mundo en que le tocó gobernar, y eligió ser un poco estadista
y otro poco máscara o caricatura, descubriendo la virtualidad populista del golf y la
capacidad convocante de la farsa. |
La década de Menem
Por Rosendo Fraga*Un primer
balance arroja tres resultados concretos a su favor:
La estabilización y modernización de la economía. La Argentina hacía más de
medio siglo que no tenía una década de estabilidad económica y la tuvo en los noventa.
La Argentina cambió su inserción en el mundo, abandonando la tercera posición
que caracterizó al país durante la mayor parte del siglo XX, más allá de los cambios
políticos y las interrupciones institucionales.
Menem subordinó plenamente las Fuerzas Armadas al poder civil, lo que no sucedía
desde los años treinta, e implementó en este campo una reforma sustancial, como fue la
sustitución del servicio militar obligatorio por la tropa voluntaria.
Durante su gestión, aunque haya pasado inadvertido, la Argentina cumplió el período
democrático más prolongado de su historia desde que rige el voto universal, secreto y
obligatorio.
Hay tres asignaturas pendientes, y pueden determinarse en función de las tres demandas
prioritarias de la sociedad argentina:
El desempleo llegó durante la gestión de Menem al record histórico del 18,9 por
ciento y al finalizar la década está volviendo a aumentar. Pero más allá del
porcentaje es necesario recordar que la mitad de las familias argentinas tiene un
desempleado y que dos tercios de quienes tienen trabajo, temen perderlo.
La inseguridad ha pasado a ser, durante los años noventa, la segunda demanda de la
sociedad argentina. Dos tercios de las familias que viven en ciudades de más de medio
millón de habitantes han sufrido algún delito durante el año precedente y un tercio de
los adolescentes de entre 12 y 18 años también lo ha sufrido en este ámbito.
La corrupción y la falta de confianza en la Justicia constituyen la tercera
demanda de la sociedad y el tercer campo en el cual los años noventa mostraron una
evolución negativa.
Pero el problema central de Menem al finalizar los noventa es poder presentar los
promedios de la década, justo en el peor año de los últimos diez en términos
económicos.
Es así como al cumplir Menem diez años en el poder, lo ayuda la perspectiva histórica
de los promedios de la década, pero lo perjudica concretamente el mal año 99 con
el cual la cierra.
* Director del Centro de Estudios Unión para la Nueva Mayoría. |
La década infame (bis)
Por Miguel BonassoEl menemismo
va a dejar su impronta por mucho tiempo. Como ocurrió con el roquismo. Más allá de los
cambios económicos, políticos, sociales e institucionales que produjo la
Presidencia Menem, se ha desarrollado una subcultura, que impregna cada acto
de la vida cotidiana y está destinada a perdurar. Salvo que un movimiento de signo
contrario (que no se perfila en el horizonte) produzca una mutación de igual magnitud y
profundidad, los efectos deletéreos de la subcultura menemista seguirán pesando sobre
esta sociedad. Más allá de las privatizaciones, de la entrega de los recursos básicos
de la economía, de la concentración amoral de la riqueza, de la destrucción de los
derechos laborales, de la condenación a la marginalidad de legiones de argentinos y de la
sumisión a los dictados estratégicos de Estados Unidos, pesarán ciertas perversiones
inherentes a esta subcultura. Entre las que sobresale la confusión entre lo público y lo
privado que mina de manera decisiva la posibilidad de una hipotética reconstrucción del
Estado y de una jerarquización de la administración pública, sin cuyo concurso
cualquier proyecto que merezca llamarse nacional está destinado al fracaso. El psicólogo
Juan Carlos Volnovich analizó con sagacidad esa perversión que consiste en privatizar lo
público (empresas del Estado, sectores de la administración) y tornar público lo
privado, a través de la farandulización que operan las revistas del corazón y los
grandes medios electrónicos, exhibiendo las casas y las costumbres de la gente
linda que se salvó para siempre gracias al modelo. En un deliberado
exhibicionismo que inauguró el propio Carlos Saúl Menem, con el significativo episodio
de la Ferrari Testa Rossa. Esa confusión que se opera en la oscuridad de las billeteras,
entre los fondos reservados, los viáticos y el propio peculio, implica
concebir al gobierno como botín. Si a eso se le agrega la generalización de la coima
como modo de relación entre el poder público y las fuerzas productivas, se puede
entender por qué sigue siendo oneroso e ineficiente el Estado reformado. ¿Cuál es mi
sandwich?, suelen preguntar muchos menemistas antes de legislar, de producir un acto
administrativo o de impartir justicia. El concepto de servicio público ha sido
reemplazado por el de servirse de lo público. Y así es percibido por la sociedad, que
critica la corrupción pero termina asimilándola como un dato permanente de la realidad.
Las cosas son así y siempre serán así: que afanen pero al menos que hagan obra. La
clase dirigente merece llamarse de este modo cuando dirige, cuando predica con el ejemplo,
si no es simplemente la clase que manda. Y este fatalismo, que induce al cinismo y la
apatía, se vincula con la segunda gran perversión de la subcultura menemista, que
disfraza de realismo las claudicaciones frente al poder local e internacional.
Nuevamente: las cosas son así. Nosotros no inventamos la globalización, los shoppings de
Soros, la expropiación ovejera de Benetton y los ajustes criminales de Teresa
Exterminassian. ¿Qué podemos hacer? Hay que relajarse y gozar. Lo contrario es volver a
los anacronismos que proclaman los estatistas nostálgicos. Los testarudos que no se
resignan a ser un Estado Asociado, que ni siquiera es libre, según el
estatuto portorriqueño. Al tradicional no te metás que fue subproducto de lo
peor y no de lo mejor de la inmigración, se ha sumado ahora el pragmatismo mercantil del
converso. Y Menem, como él mismo lo ha proclamado con orgullo (asegurando que los
conversos son la sal de la Tierra), es un converso en todos los órdenes:
religioso, ideológico y político. Que ha usado al peronismo como pabellón que
cubre la mercancía, hasta vaciarlo de su contenido histórico y aportarle la verdad
justicialista Número 21: hay que hacer exactamente lo contrario de lo que se proclama.
Una sacralización del doble discurso que también explica la apatía de la sociedad
civil; su peligroso apartamiento de la política. Y el divorcio de la política
profesional (en todas sus manifestaciones, oficiales y opositoras) del conflicto social
que se expresa en las calles. Víctor de Gennaro, uno de los sindicalistas más lúcidos y
honestos del país, ha dicho con razón que el decenio menemista es una segunda
década infame. Tiene razón y causapavor agregar que esta segunda década es
aún más dañina, porque, a diferencia de la primera, ni siquiera asoma la jugada
neokeynesiana que permita dejarla atrás. |
El neologismo viral
Por Juan Forn
Casi todas las cosas que pueden decirse de estos diez años de Menem parecen ya dichas.
Quizás el efecto más notorio sea precisamente ése: los lugares comunes alcanzan ese
estatuto por lo ciertos que fueron en su inicial enunciación. La relación directa, casi
mimética, que parece haber hoy entre aquel pretencioso anuncio del fin de la historia
(que anunciaba, en realidad, el comienzo de un Nuevo Orden) y el principio del mandato
presidencial de Menem es de lo más elocuente: en estos diez años, la Argentina no
necesitó esforzarse tanto como otros países para encontrar un neologismo que reflejara
la época. Bastó con decir menemización, bastó con agregar el adjetivo menemista al
sustantivo de ocasión. En la Argentina de estos años casi no hizo falta tomarse el
trabajo de decir el lado nefasto de la globalización o el efecto
multiplicador de la trivialización a través de lo mediático; alcanzaba con el
eficaz neologismo local. Me acuerdo de una conversación con Rep, alrededor del 92:
cuando de pronto nos dimos cuenta de que nunca, nunca se había hablado tanto de plata y
de figuración como en ese momento. Digo los escritores, los artistas. Uno miraba a su
alrededor y podía decir: está pasando en todos lados. Sí, podía estar pasando en todos
lados, pero acá estaba pasando desde el poder. Sin pudor. Inequívocamente. La prueba
más concluyente llegó poco después, con la institucionalización del neologismo
menemista para los más diversos órdenes de la vida pública y privada argentina. Hoy
pareciera que su poder metafórico está en baja. Como si le hubiera pasado lo que suele
pasar con los lugares comunes: se hacen obvios. Sin embargo, su efecto infeccioso sigue
vigente. A tal punto que lo he comprobado muchas veces en estos años casi
todos aquellos a quienes les ha ido bien en estos diez años, haciendo lo suyo en forma
legítima, esforzada, respetable, sienten una incomodidad difícil de confesar, cuando se
habla de este tema: que se relacione lo bien que les fue con lo menemista. Aun cuando
hayan dejado sobradamente en claro su posición opositora o su ajenidad con el menemismo.
Aun con la conciencia tranquila. Tarde o temprano, alguien murmura a sus espaldas o les
dice en la cara: Sin el menemismo, ¿qué hubiera pasado con lo tuyo?. Ése es
otro efecto de estos diez años: la portación inadvertida, invisible, indemostrable
y quizás hasta no contagiosa, pero virtual del maldito y virósico
neologismo. |
Y el viejo ha quedado en pie
Por James Neilson
Hombre competitivo si los hay, a Carlos Menem le parece natural tomar a los demás
políticos por rivales y tratar de derrotarlos. Entre los vivos, el único al que
considera digno de ser incluido en la misma categoría que él mismo es Raúl Alfonsín,
pero, presidente exitoso, cree haberlo superado por un margen muy amplio.
Entre los muertos, no ve a nadie salvo a Juan Domingo Perón. Es que a partir de aquel
día en julio de 1989 en que inició la gestión que, con suerte, resultaría ser la más
larga que jamás conozca la Argentina, Menem está haciendo lo posible por destronar al
Líder. Si fuera dado juzgar estas cosas según criterios objetivos, lo hubiera logrado.
Sin embargo, a pesar de todos los golpes certeros y a veces demoledores que Menem ha
propinado al fantasma de Perón, éste queda en pie, mirándolo socarronamente desde el
sitio en el más allá al que fue consignado.
Para comenzar su tarea destructiva, Menem adoptó la única filosofía
político-económica con la cual Perón nunca puso comulgar, la liberal, para
entonces ponerse a desmantelar con desprecio manifiesto el orden corporativo que fue la
obra maestra del general. Claro, Menem juró que en su lugar Perón hubiera hecho lo
mismo, y es posible que haya tenido razón: el Zeitgeist de los años noventa no se
asemejaba a aquel de los cuarenta y ambos eran muy sensibles a las modas internacionales.
Menem también se alineó con el archienemigo de Perón, los Estados Unidos. Y, para
rematar su faena, impulsó la apertura de archivos relacionados con los lazos múltiples y
muy fraternales de Perón y sus amigos con los nazis alemanes.
En el curso de su gestión, pues, Menem ha hecho trizas de lo que era de suponer eran las
partes más importantes del legado de Perón, además de garabatear esvásticas sobre su
figura, pero aún así los compañeros siguen llamándose peronistas, mientras
que el calificativo menemista se ha visto convertido en una mala palabra. Que
esto haya ocurrido puede ser injusto, pero sorprendería que se modificara en los
próximos años aunque el peronismo termine conciliándose por completo con el
neoliberalismo norteamericanizante. ¿Por qué? Quizá porque a Perón le
tocara actuar en lo que aún era la edad heroica de la política, pero a Menem ser
presidente cuando todo tiene que subordinarse al mercado y soportar ser vigilado día y
noche por medios de comunicación irreverentes. Asimismo, en el pasado ya casi mítico que
es su morada, Perón siempre está acompañado por Evita, mujer sin la cual no le hubiera
sido tan fácil transformarse en leyenda. |
El luchador que asombra
Por Enrique Zuleta Puceiro
El juicio histórico le será seguramente esquivo. Como Roca o Frondizi, Carlos Menem
recibirá el castigo que el doble discurso argentino destina al amoralismo de los
pragmáticos. Sin embargo, como Perón gozará de la condescendencia con que, a la
distancia, se festeja el talento camaleónico de quienes supieron adaptarse a la
dialéctica de los cambios profundos. En la medida en que la Historia se escribe con
trazos muy gruesos, se le perdonarán muchas de las transgresiones y abusos que hoy se le
imputan. Difícilmente se le reconozcan, sin embargo, lecciones y ejemplos dignos de ser
imitados en el porvenir.
Su mayor dificultad será, sin duda, la de consolidar la imagen de providencialidad
histórica que con tanto empeño intentó forjar. Carlos Menem fue, simplemente, un héroe
a la fuerza. Su mayor virtud fue acaso la de interpretar el sentido de los cambios y
adaptarse con astucia varias veces superior a la de sus adversarios, a los más mínimos
detalles del nuevo mapa social ideológico del mundo. Al igual de la casi totalidad de los
gobernantes de la década, se benefició de un crédito prácticamente incondicional e
irrestricto para motorizar cambios que contradecían abiertamente sus promesas de
campaña. Durante al menos dos terceras partes de su extenso mandato, el aval con que
contó respondió a razones muy claras: el eclipse de una oposición sin ideas y en
desbandada, su capacidad y docilidad para interpretar las condiciones del Nuevo Orden y su
acierto audaz en la recepción de las nuevas reglas de lo que en expresión cínica
denominó siempre el arte de la política.
Nada de esto hubiera sido posible sin un elenco político de nuevo cuño, dispar en su
composición, en el que brillaron en momentos diversos Bauzá, Manzano, Cavallo, Corach y,
ayer, hoy y mañana, Duhalde. Entre 1991 y 1995, a lo largo de cuatro elecciones
nacionales consecutivas, una inmensa mayoría de argentinos juzgó que la combinación
corporizada en el eje Menem-Cavallo garantizaba mejor que el resto de las alternativas en
disputa un conjunto de necesidades mínimas, centradas sobre todo en el concepto de
estabilidad. Este consenso es, precisamente, el consenso que estalló en mil pedazos en
octubre de 1997, abriendo un final de decadencia inevitable. Para una mayoría contundente
del electorado, la desproporción entre la calidad de los objetivos económicos alcanzados
durante los últimos años y el grado de primitivismo del modelo político encarnado en
Menem había llegado a límites intolerables.
En el final, su capacidad de lucha sigue asombrando. Durante la semana pasada logró
atraer vía Repsol más de 13.000 millones de dólares en inversiones reales y
no especulativas a una tasa de interés menos de la mitad de la lograda por el Estado, las
empresas privatizadas y las grandes multinacionales.
Para terminar en su campo propio, el domingo, abrochó en Tierra del Fuego la quinta
victoria entre las ocho elecciones provinciales hasta ahora disputadas. Todo un
testimonio, más allá del hoy por hoy impredecible juicio histórico, del tipo político
que mejor expresó a los argentinos de este fin de siglo. |
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