Por Mario Wainfeld Una huelga de
camiones fue el primer peldaño de la destitución de Salvador Allende y de la
instauración de la dictadura de Augusto Pinochet. La motorizó la derecha chilena, con
clara direccionalidad política. A fines del 96, en Francia, los trabajadores
camioneros enfrentaron en una huelga a sus patrones. Los doblegaron y fue una señal
fuerte de que el neoliberalismo feroz retrocedía dos casilleros en toda Europa.
La huelga de camiones en la Argentina de fin de siglo y de ciclo no estuvo, como sus
precursoras, inscripta en la lógica del enfrentamiento entre derechas e izquierdas ni la
de clases, pero posiblemente también introdujo un hito. Una mezcla rara de grandes
propietarios y fleteros, un cambalache corporativo incurrió en rebeldía fiscal,
chantajeó al resto de la población y recibió del sistema político un premio suntuoso:
una prórroga con aroma a condonación, que vencerá entre las elecciones y la asunción
del nuevo gobierno en un período que es tierra de nadie, una suerte de triángulo de las
Bermudas temporal.
El miércoles fue un día de vértigo:
El gobierno
nacional blandió la delirante espada de Damocles del estado de sitio, mientras ordenaba a
sus diputados dar curso al pedido de los transportistas insurrectos. En paralelo, el
ministro del Interior Carlos Corach pactaba con el radical porteño Arturo Mathov y el
duhaldista bonaerense León Arslanian sacarle la naftalina a la Ley de Abastecimiento, una
herramienta que bastaba y sobraba para poner fin a las presiones y a la que debió
apelarse antes.
El candidato
aliancista Fernando de la Rúa sugirió a sus diputados destrabar el
conflicto, lo que fue interpretado por Rodolfo Terragno como un acicate para pactar
en la Comisión de Presupuesto y Hacienda un despacho favorable a la reducción de la
alícuota para los rebeldes. Eso motivó discusiones subidas de tono y volumen entre
Terragno y varios de sus correligionarios diputados, entre ellos Cristina Guevara y
Andrés Delich, quienes le endilgaron incongruencia y ataque de protagonismo y
otros calificativos menos castizos.
El Frepaso se
dividió de su socio. Se opuso a la reducción y se dispuso a votar en contra en el
recinto con la solitaria excepción de la diputada Alicia Castro, que defendió la quita,
motivando más de una discusión subida de tono y volumen. Algunos de sus compañeros
acusaron a la dirigente sindical del personal aeronavegante cuando optaron por ser
castizos de privilegiar una postura corporativa a una política y de
ejercer el vandorismo de izquierda.
La Alianza
bajó al recinto otorgando libertad de conciencia a sus legisladores, un
mecanismo válido en cuestiones confesionales o de conciencia individual pero que es un
dislate cuando de políticas impositivas se trata.
El duhaldismo,
representado nada menos que por el diputado Jorge Remes Lenicov hasta ahora, número
puesto para ser ministro de Economía si el peronismo gana las elecciones, fue
corredactor del proyecto que reducía la alícuota del impuesto. Pero luego llegó una
orden del gobernador de echarse atrás. Remes se sintió desautorizado aunque no tuvo
discusiones públicas sobre el tema.
Esa orden
obligó al jefe del bloque de diputados del PJ Humberto Roggero a dar una voltereta en el
aire. Para acentuar su malestar, la directiva se la bajó, haciendo
ostentación de tener más chapa con Duhalde que él, su par de Senadores Augusto Alasino.
Roggero hasta amagó con renunciar a su puesto de conducción del bloque. Su discusión,
subida de tono y de volumen, con el Choclo Alasino casi no tuvo tramos
castizos. En eso, fue congruente con las que tenían duhaldistas y los pocos menemistas
puros que van quedando.
En definitiva,
oficialistas y opositores se unieron para consumar la prórroga hasta mediados de
agosto... luego, en lo que ya es un clásico los peronistas depusieron enconos para, de
consuno, timar a la oposición y dilatar la convocatoria hasta noviembre.
Con
posterioridad, De la Rúa y Duhalde dijeron que no estaban de acuerdo con que no se pagara
el impuesto, sin explicar cómo se compatibilizan sus dichos con lo que votaron los
diputados que les responden.
Si al lector le parece que el relato precedente transmite confusión, idas y vueltas y
contradicciones sepa advertir que no es el narrador el principal responsable.
Nadie quiere que pase nada
Los transportistas sacaron tajada de un momento político en el que, por diversos motivos,
nadie quiere hacer olas.
El presidente
Carlos Menem cada vez está más solo. En sus períodos de auge, supo contar a su lado con
tres cuadros dirigenciales que no sólo lo seguían sino que tenían, por sí, capacidad
para generar política: Domingo Cavallo, Eduardo Bauzá y Corach. A esta altura sólo le
queda el hiperquinético ministro del Interior, que fue el actor más activo y presente en
la crisis, el que amenazó con el estado de sitio, pactó la Ley de Abastecimiento y sin
decirlo en voz alta puso coto a la propuesta de estado de sitio. Corach, a diferencia de
otros miembros del gabinete, no sólo vive pidiendo al reloj que no le marque las horas:
ya tiene un lugarcito para el próximo gobierno: su banca de senador lograda a espaldas
del voto popular y en una interna salpicada de irregularidades, subproducto cabal del
Pacto de Olivos.
Tal vez por eso es el único ministro que conserva reflejos políticos: en medio del baile
se dio tiempo para llamar al presidente del Banco Central Pedro Pou y recriminarlo por sus
declaraciones sobre posibles caídas de bancos, una provocación que pinta bien a Pou y al
clima de pelea por los botes que caracteriza al Titanic menemista. El ministro Roque
Fernández, por ejemplo, siempre fue un hombre signado por la doble lealtad, al Gobierno y
a la comunidad de negocios pero a esta altura orienta todos sus gestos incluida su
amenaza de renuncia mirando sólo a ésta.
El Presidente parece bascular entre disfrutar/sufrir sus discursos de despedida de cada
semana, prestarle la oreja a segundones como el secretario Jorge Castro (que ahora le
propuso pedir la incorporación a la OTAN) y su objetivo esencial: no entregar el poder
exangüe como lo hizo Raúl Alfonsín.
Mientras, los comandos electorales de la Alianza y del PJ tienen la libido puesta en la
carrera hacia la Rosada, de ahí que hayan minimizado la crisis de los camiones hasta que
estalló y que lean su transitoria resolución desde el exclusivo prisma de su
posicionamiento en las encuestas de opinión. Los aliancistas que sin duda están al
frente en los sondeos no se hacen especial drama por haberse dividido por un rato
entre Frepaso y UCR (con sus consiguientes cortes transversales), haber sido arrastrados
de la nariz por el PJ hacia la prórroga y haber sido engañados en la fijación de su
plazo. Tampoco por carácter casi oracular esto es sujeto a doble
interpretación que tuvo De la Rúa durante el episodio: algunos como Terragno
leyeron que le dio carta blanca para apagar el incendio cediendo. Otros, como
el diputado Federico Storani, leen que aconsejó lo contrario. Pero las mieles de las
encuestas hacen digerible cualquier cosa.
Especularmente, a los duhaldistas el clima de la meseta vocablo urdido
para explicar el parate en la intención de voto que padecen desde hace más de un mes
mientras su adversario crece les viene agriando el ánimo. Duhalde trata de salir
del laberinto lanzando iniciativas no siempre meditadas. Algunas la del miércoles
en Diputados y su discurso sobre la deuda externa lo ponen de punta con una de sus
primeras espadas, Remes Lenicov. Otras, como la renuncia a su virtual reelección
presidencial, dejan atónitos aún a sus allegados que, bajoneados, menean la cabeza y
aprovechan la ocasión para pasarle algunas facturillas al jefe de campaña Julio César
Aráoz. Duhalde trató de mostrar lo que cree es su mejor perfil: el más duro, el más
gobernante enfrentando a los rebeldes pero naufragó en un voto conjunto con
el menemismo que no le dejó diferenciarse mucho.
Final infeliz
La puesta entre paréntesis de una ley que sancionaron en acuerdo los dos bloques
mayoritarios (que entonces se prodigaron aplausos y ovaciones) es un papelón que sienta
un pésimo precedente y tendrá secuelas. Puede ser letal para el próximo gobierno,
poniendo en crisis una de las pocas conquistas innegables de la presidencia Menem: la
ciudadanía fiscal. Está claro que ésta hacía agua por todos lados, básicamente por su
inequidad y por la evasión... pero al menos el delito de evasión no estaba agravado por
el chantaje ni era avalado en el Parlamento. Discutir las razones del sector transportista
mientras presionaba en una actitud ilegal carece de todo sentido. Acá privó la ley del
más fuerte y los políticos, en su conjunto, se mostraron chambones y atendiendo a otros
juegos. Una mezcla de incompetencia parlamentaria, falta de voluntad política y
prepotencia de actores económicos, hizo trastabillar el Fondo hiriendo mucho más que el
digno y enflaquecido bolsillo de los maestros. Porque ese Fondo no es un fin sino un medio
tendiente a sacar de su crisis fenomenal a la educación pública, uno de los
pocos recursos que le quedan a la sociedad argentina para empezar a combatir
la fragmentación y la desigualdad de oportunidades. Una necesidad acuciante que parece
una utopía inalcanzable a la que en estos últimos diez años y en los últimos
siete días le viene pasando un camión por encima.
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