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LO QUE VA DE “ULTIMO TANGO EN PARIS” A “ROMANCE X”
Un poco de cine bien cachondo

En España, antes de su arribo a la Argentina, “El final del Edén”, de Larry Clark, y “Romance X”, de Catherine Breillat, coinciden en la cartelera con el reestreno del otrora prohibidísimo film hot de Bernardo Bertolucci.

El elocuente afiche del film de Catherine Breillat, que es el más polémico éxito del verano europeo.
En él trabaja la megastar de cine porno Rocco Siffredi, 26 centímetros de largo x 16 de ancho.

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Por Rodrigo Fresán Desde Barcelona

t.gif (862 bytes) En un principio fue la locomotora y el beso. En la oscuridad, claro: el tren llegando a esa estación y amenazando saltar desde la pantalla sobre los espectadores aterrorizados por la novedad de eso llamado cine; el beso bidimensional y ahí, en público y en blanco y negro y mudo, lo que sólo se hace en privado. Así, desde el vamos, la esencia y la naturaleza del celuloide pasa por la transgresión, por mostrarlo todo y –a diferencia de lo que ocurre con la literatura– proponer un mismo rostro para todos.
Por eso, el cine transgresor (el cine más transgresor todavía) requiere de cierto coraje y, por supuesto, inteligencia. En su libro de ensayos póstumos Sea Battles on Dry Land, el escritor Harold Brodkey señala a Marlon Brando como el genio de la inmediatez. De ahí su éxito: la inequívoca sensación de que eso está ocurriendo, de que le está ocurriendo a él, ahora mismo, junto a nosotros y con nosotros. El mejor cine transgresor es, entonces, el que mejor convierte a los espectadores en perfectos voyeurs. Para Brodkey y para casi todos la película más transgresora en la historia del asunto –por inmediata, por Brando– se llama Ultimo tango en París. Tiene razón, creo. Todas las películas transgresoras se desprenden de su fantasma.
Miedo y asco en Las Vegas. El verdadero cine transgresor tiene que ser más cine de actor que cine de autor. El actor, después de todo, pone el cuerpo. Terry Gilliam sabía a la perfección lo que hacía cuando fichó a Johnny Depp para interpretar al hiperkinético y químico Hunter S. Thompson en su adaptación cinematográfica de Miedo y asco en Las Vegas. Dicen por algunos lados que Depp es el nuevo Brando. Puede ser. Una cosa es segura: es el viejo Depp. Desmesurado, personal, pelado, fuera del sistema, perfecto transgresor para echarse sobre el hombro –con una apreciable ayuda de Benicio del Toro, coprotagonista mayúsculo– una película transgresora. Todo el film no es más que un largo trip sobre el cuerpo todavía tibio del sueño hippie. 1972, un periodista camino a cubrir una carrera de motos y una convención de narcopolicías y la valija desbordando pastillas, polvos, hierbas. Miedo y asco en Las Vegas es una película transgresora –no por ocuparse del tema de las drogas– sino porque sobre el final el fuera de ley crece a moralista con el bajón poslisérgico y descubre que (todos lo sospechábamos) la realidad es mucho más irreal que cualquier estado alterado. Y no hay sexo en el film de Gilliam: la transgresión está en su ausencia, en haber quedado muy atrás. Tal vez por eso –y más allá del fracaso crítico–, Miedo y asco en Las Vegas se mantiene en Barcelona a sala llena desde hace varios meses. Agota verla pero, también –como pasa con el mejor cine transgresor– tranquiliza saberse sobreviviente y transgresor por no haber pisado el acelerador tan a fondo, ¿no?
Al final del Edén. Así se llama aquí Another Day in Paradise, segundo largometraje de Larry Clark, director de una película transgresora llamada Kids. Aquella película –casi un documental sobre la wasteland adolescente– tenía la rara virtud de ser transgresora sin contar con un Brando o un Depp. Todos perfectos desconocidos pero –atención–, era una película sobre el “desconocido” mundo privado de los jóvenes. Verla era padecerla y, por un lado, pensar “qué suerte que yo no era así” y, por otro, decirse “pero yo era un rematado idiota que se sentía transgresor por ir a concierto de Seru Giran”. Al final del Edén es diferente. Por un lado tiene argumento –basado en un hecho real– y se presenta como una combinación de la Badlands de Terrence Malick con el Drugstore Cowboy de Gus Van Sant. Road Movie. Otra. Y por otro lado tiene actor inmediato: James Woods. Woods –como Christopher Walken– pertenece a esa raza de autores ideales para aparecer unos pocos minutos en escena y robarse toda la película. Woods acaba de hacerlo en Crimen verdadero, el thriller dirigido por Clint Eastwood. Woods en Al final del Edén es demasiado Woods. No es queja y, ya que estamos: ¿para cuándo un Oscar para Woods? Y Melanie Griffith no se queda atrás y, por una vez, deja de lado su voz de Melanie Griffith para brindar una gran actuación como la definitiva chicade-forajido. Los que se quedan atrás son los dos adolescentes de turno marca Clark. De acuerdo: se drogan, hacen el amor en cámara. Pero imposible competir con James Woods vaciando su revólver a quemarropa o con Melanie Griffith inyectándose heroína en la entrepierna y sin perder la elegancia en la desmesura. Eso sí: las películas de Clark son decididamente inmediatas y –como las de Van Sant– tienen muy buenas bandas de sonido. Bob Dylan y buen soul, en este caso.
Romance X. Con X de prohibido. De erótico. De porno. Romance X –séptima película de la francesa Catherine Breillat–, es la que más ganas tiene de convertirse en un Ultimo tango en París revisitado bailando con El imperio de los sentidos de Nagisa Oshima. Así le va. Lo que no impide que se haya convertido –por todas las razones incorrectas– en la película escándalo de este verano europeo y en un éxito de taquilla polémico en su país con problemas de censura en Italia y Reino Unido. Veamos: Marie es maestra de primario y su novio Paul –que no hace otra cosa que ver tele, comer sushi, bailar con desconocidas y leer a Charles Bukowski– hace rato que no le pone dedo encima por razones tan incomprensibles como, sí, francesas. Porque Romance X es una película francesa como pocas: mucha voz en off de la protagonista diciendo/pensando soberanas estupideces y esos diálogos a los que sólo genios como François Truffaut han podido esquivar en el cine galo. Sí, había más transgresión y erotismo en un fotograma de La mujer de la puerta de al lado que en las idas y vueltas de Marie en Romance X. Porque Marie va y vuelve. Se acuesta con desconocidos, tiene un affaire con Paolo (primer rol serio de la megastar de cine porno Rocco Siffredi, 26 centímetros de largo x 16 de ancho ahí abajo, cinco mil encamadas en mil películas con títulos como Never Say Never to Rocco) y acaba con el desopilante Robert, maestro sadomaso de las artes seductoras todavía más tonto que ella y declamador de despropósitos del tipo “el amor físico es el estertor entre lo sublime y lo banal”. Marie lo escucha con cara de estar pensando –en off– en otra cosa y a veces se masturba pero “con las piernas cerradas para sentir que se está violando a sí misma”. Chica complicada, como se verá.
Al final, Paul consiente en dejarla embarazada pero vuelve a no tocarla por lo que Marie se convierte en cobayo de estudiantes de ginecología y piensa mucho en off con las piernas abiertas. Paul –borracho a la hora del nacimiento– no la acompaña al hospital. Marie se venga: abre todas las hornallas de gas de la casa y se va a parir y a que la filmen parir. De más está decir que Marie (la actriz Caroline Doucey) es insufrible y que –durante el rodaje– consiguió lo imposible: que a Rocco no se le parara y tuvo que ser masturbado por la directora. “¡Fue uno de los momentos más excitantes de mi vida!”, se entusiasmó Rocco ante la prensa. La pregunta –y la cantinela– es la misma que se viene formulando desde Ultimo tango en París, pasando por El amante; la misma pregunta que volverá a hacerse en días cuando se abra al público la Eyes Wide Shut de Stanley Kubrick: ¿son polvos en serio o son polvos de estrellas? Respuesta: la verdad que da más o menos lo mismo por más que un especialista como Rocco asegure que el sexo falso en las películas mainstream está muerto y más les vale a los actores ponerse a hacerlo en serio. A coger que se acaba el tiempo y John Williams tiene que componer la música. Que la fuerza sea contigo y el que te Jedi. Mucha fuerza. En serio.
Para acabar. ¿Dará Kubrick –quien ya había dado la versión definitiva de juventudes desatadas en La naranja mecánica– el tiro de gracia desde el otro lado? Haber filmado su película hardcore con Tom Cruise y Nicole Kidman –pareja un tanto sospechosa en la vida real– ha sido un golpe de genio que se suma al genio que siempre tuvo. Otra vez: poner caras más que cuerpos y que la gente se escandalice más por ver a la estrella de Top Gun y Cocktail haciendo eso –¿lo hacen en serio?– que por la historia de un matrimonio de psicoanalistas perversitos.
Por estos lados acaba de reestrenarse Ultimo tango en París y –en perspectiva– muestra sus verdaderas cualidades: es una película pequeña protagonizada por un actor inmenso cometiendo la transgresión definitiva a la hora del cine: improvisar. Lo de la manteca es secundario. Brando penetra mucho más profundo que en el poco talentoso trasero de María Schneider e inventa un género por el solo placer de destruirlo: el cine anticine. Algo demasiado peligroso para durar demasiado y el resto es parodia voluntaria o no.
En los diarios se cuenta que por aquí, cuando eran los años finales del franquismo, Ultimo tango en París estaba prohibida y la gente cruzaba la frontera con Francia para ir a verla sin doblaje espantoso, con la voz de Brando actuando de voz de Brando. A un par de estos pornoturistas –la ETA–, por su actitud sospechosa y subrepticia, los pensó policías y los ultimó in situ. El caso –la muerte de dos incautos que descubrieron de la peor manera posible lo que ocurre al romper ciertos tabúes– tardó casi tres décadas en esclarecerse. Así las cosas: del polvo venimos y al polvo volvemos atropellados, siempre en la oscuridad, por un beso a toda velocidad sobre los rieles o por los labios calientes de una locomotora que se nos viene encima desde el fondo de los tiempos.

 

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