Desde hace un tiempo observo desde mi ventana los movimientos de
la dama que vive en el edificio de enfrente, en el piso diez. Debajo de ella, en el piso
nueve, vive un caballero. El departamento del caballero tiene balcón. El de la dama,
solamente ventanas. El piso de la dama es el último del edificio.
De tanto mirar llegué a un par de conclusiones: a la dama del décimo le interesa el
caballero del noveno, al caballero del noveno le interesa la dama del décimo.
Lo deduzco porque he visto al caballero salir al balcón con inusitada frecuencia y, como
quien no quiere la cosa, revolear los ojos hacia arriba y buscar las ventanas de la dama
(el caballero anda demasiado elegante para alguien que está en casa, es evidente que se
viste para ella).
La dama, por su parte, va y viene sin parar por el departamento, se asoma a cada rato y
antes de hacerlo siempre se detiene frente a un espejo y se arregla el pelo.
Pese a la atracción evidente, hay algo de lo que estoy seguro: la dama y el caballero
jamás se hablaron. Me refiero a hablar de verdad, presentarse, llamarse por sus nombres,
mantener una conversación. Imagino encuentros fugaces en la vereda, en la panadería, en
el mercadito. Imagino miradas, gentilezas, pestañeos, mínimos gestos de agradecimiento
al cerrar o al abrir la puerta del edificio o del ascensor. Pero hablar, lo que se dice
hablar, nada de nada.
Y pasan los días. Y yo sigo observando a la dama y al caballero espiar para abajo y para
arriba, adivino suspiros, impaciencias, planes, frases largamente elaboradas en el desvelo
nocturno, y todo hace suponer que la cosa no da para más, que en cualquier momento va a
producirse la ruptura del hielo, el pretexto mínimo, luminoso, que permita el contacto.
Yo espero. Ya viene, me digo, ya está llegando.
Y ocurre que cierta tarde la dama coloca una prenda sobre el respaldo de una silla ubicada
peligrosamente cerca de una de las ventanas. Y he aquí que una corriente de aire, un
golpe de viento venido vaya a saber de dónde, arrebata la liviana prenda (se trata de una
prenda íntima femenina) y la empuja, la arrastra hacia la abertura y la prenda cae y va a
depositarse abierta como una pálida flor sobre las baldosas del balcón del caballero del
noveno.
Veo esto y veo también la aparición de la dama que inmediatamente advierte la
desaparición de la prenda íntima. Hay una afanosa búsqueda por el piso de la
habitación y luego la dama se asoma, tímida, cuidadosa, temerosa. Comprueba que la
prenda íntima reposa allá abajo y su mano derecha sube hasta cubrir los labios para
contener un grito de horror. La dama se aparta de la ventana y permanece inmóvil en la
penumbra de la habitación.
Minutos después aparece el caballero. Sorprendido, se acerca a la prenda íntima, se
agacha, la levanta, la contempla durante unos minutos, la estruja entre los dedos y se
retira.
La dama del décimo está espiando y acaba de ver todo.
A partir de esta tarde el caballero sale al balcón con más frecuencia que antes y
siempre busca una excusa que le permita mirar para arriba: sigue largamente el vuelo de un
pájaro, abre una mano para comprobar sillueve y estudia el cielo. Por su parte, la dama,
apenas ve al caballero, se retira rápidamente.
Es obvio que el caballero jamás cometerá la torpeza, la grosería inmensa de presentarse
en el piso diez e intentar devolver la prenda íntima. Es obvio que la dama jamás se
atreverá a reclamársela.
La conclusión es una sola y es triste: el pequeño incidente de la prenda íntima, en
lugar de acelerar un encuentro que sin duda ya estaba a punto de concretarse, sólo logró
interponer una traba nueva entre el caballero del noveno y la dama del décimo.
A mí esto me preocupa. Me rompo la cabeza tratando de encontrarle una solución a esta
historia. Pero por más vueltas que le dé al asunto no se me ocurre ninguna salida.
¿Qué se podría hacer?
REP
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