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Por Luciano Monteagudo Los tiempos están cambiando. Durante años, incluso durante décadas, prácticamente el único cine japonés que llegaba a la Argentina era el del maestro Akira Kurosawa. Y no sin dificultades. Madadayo, su conmovedor testamento cinematográfico, tardó casi dos años en conseguir un lugar en la cartelera de Buenos Aires. Ahora, en cambio, en lo que va de la temporada 99 ya se conocieron dos ejemplos del nuevo cine proveniente de Tokio ¿Bailamos?, peculiar comedia romántica de Masayuki Suo; Flores de fuego, la obra maestra de Takeshi Beat Kitano y la semana próxima se estrena After life, de Kore-eda Hirokazu, la película ganadora del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires. El film, que aquí llevará como subtítulo La vida después de la muerte, llegó a la muestra porteña después de una importante carrera en el circuito de festivales internacionales de fin del año pasado. Se exhibió fuera de competencia en Vancouver, Toronto, Tokio y Londres y en concurso oficial en San Sebastián, donde salió premiada en una controvertida decisión del jurado El viento se llevó lo que, de Alejandro Agresti. Fue particularmente curiosa la reacción en Toronto, donde los mercaderes estadounidenses se disputaron no tanto los derechos de exhibición sino más bien la compra del guión, para hacer una remake en Hollywood. El film de Hirokazu transcurre durante una semana en una estación del limbo, donde unos atentos empleados del más allá les preguntan a quienes se acaban de morir qué único recuerdo prefieren conservar de su paso por la vida. Una vez hecha esta difícil, dolorosa elección, ese recuerdo que puede ser apenas un instante de felicidad, la evocación de una caricia, o el calor de la luz del sol sobre la piel es reconstruido por el equipo de burócratas celestiales para poder ser filmado y así perpetuarse en la memoria, como una forma de alcanzar un cielo personal. Lo singular de After life es la manera en que el film actúa sobre la memoria emotiva de cada espectador, provocando la elección de sus propios recuerdos. Toda su primera parte consiste en una larga serie de entrevistas frente a cámara, en la que cada uno de los recién llegados y allí hay mezclados actores profesionales y no profesionales va dando rienda suelta a sus evocaciones, que luego culminarán en la realización de ese sueño eterno que es el cine. Despojé deliberadamente a la película de cualquier connotación religiosa, ya sea budista o cristiana, declaró el director en un reportaje reciente en la revista especializada británica Sight & Sound. Cada vez que la gente me pregunta si mi película es religiosa, yo lo niego, pero si alguien que tiene un credo quiere verlo en la película no me molesta. En todo caso, la religión a la que parece adherir Hirokazu es la religión de este siglo: el cine. No es el único, por cierto. Nacido en Tokio en 1962, Kore-eda Hirokazu está entre los punteros del impresionante renacimiento del cine japonés, que en el último lustro ha visto no solamente el apogeo de sus grandes maestros sino también la aparición de una generación (ver recuadro) que está tomando por asalto los festivales de todo el mundo. La primera señal de que algo serio estaba sucediendo en el cine del sol naciente fue Suzaku, la opera prima de Naomi Kawase que en 1996 se llevó la Camera dOr del Festival de Cannes, un film sutil y delicado como una lámina de papel de arroz, que afortunadamente llegó a verse en el Festival de Mar del Plata, en la sección La mujer y el cine. Al año siguiente, Cannes consagró con una segunda Palma de Oro la primera había sido en 1983, por La balada de Narayama al veterano maestro Shohei Imamura, por La anguila (que tuvo su estreno comercial en Buenos Aires a fines del año pasado). Y en la Mostra de Venecia 1997, el León de Oro fue para Flores de fuego, una confirmación del inmenso talento de Kitano, que ya venía dando mucho que hablar con Escenas en el mar y Sonatine, exhibidas aquí en funciones especiales de la Sala Leopoldo Lugones. No sería raro que alguno de esos títulos llegara próximamente a la cartelera local, pero mientras tanto ya está confirmado para agosto el estreno de Doctor Akagi, la magnífica despedida del cine de Imamura, de quien también se podrá ver, para los mismos días, una retrospectiva casi completa de su obra, con una decena de títulos inéditos en Argentina, a partir de la gestión del Centro Cultural e Informativo de la Embajada de Japón. Ahora sólo falta que llegue a las pantallas grandes alguno de los tantísimos largometrajes de animación, todo un universo aparte, capaz de dar cuenta no sólo de la vitalidad del manga (la historieta japonesa) sino también de su poderosa, simbiótica relación con el cine de su país.
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