Cavar en el agua Por J. M. Pasquini Durán |
Sobre Malvinas, lo peor son los acreedores. Durante años, Margaret Thatcher anduvo diciendo por ahí que los argentinos le debían la democracia porque sus tropas derrotaron a la dictadura. Ahora, habrá vuelos del continente a las islas porque los chilenos se resintieron con los británicos a causa del tirano preso. En la cola de los que reclaman gratitud están, además, el presidente Carlos Menem con "el broche de oro" en la mano y el canciller Guido Di Tella, riéndose último. También están felices los excéntricos con plata que buscan lugares exóticos para pasar la última noche del año, de la década, del siglo y del milenio. Podrán anclar sus cruceros frente a Port Stanley que, en la nueva cartografía unificada, tal vez se llame Puerto Stanley, porque los isleños alguna concesión tendrán que hacer. Aunque el tratado no lo especifica --"todo lo que no está prohibido, está permitido", aclaró el Presidente--, el ministro Di Tella advirtió que la concesión podría cancelarse si los argentinos que viajen a las islas pintan "graffitti" en los baños, si son de casas particulares peor aún, o dan vueltas olímpicas como los estudiantes del Colegio Nacional de Buenos Aires. Imaginando el futuro, algún político entrevistado ya pronosticó matrimonios e hijos anglo-argentinos. Si la pareja decide santificar la unión en la Iglesia Católica, tendrán la bendición del padre Anton Agreiter, nacido italiano y de lengua materna alemana, miembro de la Sociedad Misionera de San José de Mill Hill y representante del Vaticano en las islas, declaradas "prefectura apostólica" (ni argentina ni británica, vaticana) desde el 10 de enero de 1952. Como los argentinos no tienen por qué ceder en todo, en la nueva cartografía esta misión debería denominarse Saint Joseph de la Colina del Molino. Sin necesidad de contraer matrimonio o tener hijos, los nacionales podrán seducir a los isleños con la realidad misma. Invitarlos, por ejemplo, a educar a sus hijos en escuelas rurales de la Patagonia, a curarse en los hospitales públicos, a recibir subsidios del plan "Trabajar" si no tienen empleo o a cambiar su jubilación por la mínima local que se paga a tasa de cambio fijo (1 peso = 1 dólar). Como productores agropecuarios les cabe la oportunidad de compartir la suerte de los asociados de las tres entidades del campo que van a realizar la próxima semana otra marcha de protesta o de vincularse a los pescadores de Mar del Plata. El Gobierno podría enviar a jueces como Hernán Bernasconi o a comandos reciclados como Aldo Rico a dar conferencias magistrales sobre sus tareas en democracia. Un mundo, en fin, de aventuras inimaginables para las monótonas vidas de esos argentinos cipayos que insisten en considerarse británicos. Si no fuera por el doloroso recuerdo de los que perdieron la vida en la guerra del Atlántico Sur, hace diecisiete años, o por la todavía frustrada aspiración de soberanía que atesora el sentimiento nacional desde hace tanto tiempo, todo el debate político acerca de los acuerdos firmados por el Gobierno en Londres sonaría a hueco, reducido a lo único cierto por el momento: un intento oficial para conseguir algo de prestigio a su patético final. No hay comparaciones posibles con precedentes asiáticos o panameños. Malvinas no es Hong-Kong, Argentina no es China ni Cook-Di Tella son Carter-Torrijos. Aún hay que referirse a Borges: "Les tocó en suerte una época extraña", escribió de "Juan López y John Ward". "Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel. / Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen. / El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender". Hoy en día ese tiempo pasado es mejor conocido para muchos, incluso para algunos cuantos que se negaban a entenderlo. No lo suficiente, sin embargo, porque la verdad y la justicia sobre los peores sucesos siguen insatisfechas. En las islas, docenas de López y Ward descansan en paz, mientras que aquí, en el continente, hay miles de tumbas y de enigmas que siguen abiertos por imposición de los verdugos y de sus favorecedores. No todas las respuestas ignoradas proceden de la época de aquella dictadura, hay otras que se han ido sumando en tiempos más recientes. Para citar una: se cumplen cinco años del atentado contra la AMIA que costó 86 vidas. El quinquenio transcurrido alcanzó para reemplazar los escombros por un nuevo edificio, "inteligente" según sus constructores, pero faltó inteligencia y eficacia, voluntad también según las denuncias de los damnificados directos, para desentrañar la tragedia en ese mismo plazo. El pasado, hasta el más reciente, y el futuro, hasta el más cercano, se escapan como arena entre los dedos, acosados por un presente perpetuo que sirve para disimular las verdades, quebrar las ilusiones y, más de una vez, para construir mistificaciones que pretenden excusar turbias conductas. Ese presente perpetuo, inconmovible en apariencia, ha sido instalado por la voluntad de los poderes que se benefician con su repetición, pero también porque la confianza absoluta en el destino inevitable murió atragantada por los imprevistos y las defraudaciones. Las quejas y las protestas son el sonido nacional más identificable. La mayoría, por no decir todas, están justificadas por una recesión que sólo augura más de lo mismo, o sea peor. Ningún funcionario ya se atreve a negar que la batalla contra el desempleo, objetivo prioritario del segundo mandato de Menem, ha sido perdida en toda la línea. Las estadísticas, por desorbitadas que parezcan, son superadas cada mes por la simple acumulación de las crónicas cotidianas. El Gobierno es un mostrador que recibe a diario quejas y reclamos de todo tipo pero sin fuerza ni decisión para satisfacer a ninguna. La modesta alegría oficial por la movida diplomática de Di Tella resuena como la imprudente carcajada en un funeral. La ominosa sombra del banquero Raúl Moneta, un favorito del régimen, resulta más emblemática del final que todos los aplausos del gabinete. Ningún discurso de campaña levanta expectativas o alegrías en el electorado, achatado por la pesadumbre dominante. Ni los movimientos de Eduardo Duhalde por la deuda externa ni las promesas de honestidad de Fernando de la Rúa, consiguen alinear las voluntades. Cada semana los consultores intentan desentrañar el significado de las encuestas sobre intención de voto sin conseguir firme convicción de victoria en los porcentajes que suben y bajan. El penoso trámite del impuesto para el fondo docente emerge como un recordatorio de una sensación de impotencia que afecta a todos, oficialistas y opositores, incapacitados para darle al país la certeza de alguna salida satisfactoria. Ninguno de los candidatos ha sido capaz hasta ahora de hacer un compromiso en firme con los docentes para que el próximo verano no siga en pie la Carpa Blanca. En los programas que se anuncian, o en los que se presienten a través de la propaganda, no hay un camino directo hacia la recuperación de lo que perdió el sector del trabajo en el reparto de las riquezas durante la última década. Tal vez este sea el peor momento de una larga transición, que no termina, desde una dictadura que mató sin piedad a una democracia que debería celebrar la vida. Dichosos los que logran empinarse desde sus dificultades en busca de un destino mejor. De ellos, debería ser el futuro.
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