Por James Neilson |
Decía Keynes que si uno debe cien libras a un banco estará en problemas, pero si se tratara de un millón era antes de la inflación de los años setenta y ochenta el problema será del banco. Algo muy similar ocurre con el crimen en sociedades como la argentina, donde el imperio de la ley jamás se ha consolidado por completo. El chico cordobés que roba un peso irá directo a la cárcel para que no queden dudas sobre la severidad ejemplar de la Justicia, pero el sujeto que delinque en escala espectacular, organizando el asesinato de miles de personas o la colocación de una bomba en un edificio céntrico, matando a 86 e hiriendo a centenares, no tendrá motivos para preocuparse porque todos comprenderán que es tan peligroso que sería mejor dejarlo en paz. Puede que el presidente Carlos Menem y sus allegados realmente querrían saber quiénes fueron los responsables de destruir la sede de la AMIA y se sentirían muy contentos si se pudrieran en la cárcel, pero a esta altura muy pocos lo creerán. Los más dan por descontado que lo que espera el Gobierno es que el asunto pierda actualidad lo antes posible para convertirse en uno de aquellos misterios históricos que sólo interesan a los estudiosos que, tal vez, concordarán en que las autoridades cumplieron con su deber pero que, por desgracia, no pudieron con el terrorismo internacional aunque sí consiguieron acercarse a la conexión local. Parecería que en esta ocasión como en tantas otras el Gobierno, y en consecuencia la Justicia también, están trabajando con tristeza. ¿Por qué actuarían así? No será por complicidad sino porque, lo mismo que tantos otros, los funcionarios entienden muy bien que en la Argentina tal como es la investigación vigorosa de un crimen tan atroz podría destapar demasiados pozos negros. Como sucedió cuando era cuestión de identificar al autor intelectual del asesinato de José Luis Cabezas, lo que en un primer momento pudo haber parecido un crimen cualquiera, igual a muchos otros, no tardó en crecer hasta que rozar a la mismísima Casa Rosada. Aquí, las pesquisas suelen agotarse muy rápido por falta de pruebas si hay motivos para sospechar que están involucrados pesos pesado mafiosos, militares, lo que sea, que desde luego incluirán entre sus amigos a políticos importantes. No es necesario que nadie dé una orden: hasta el policía más bisoño entenderá por instinto cuándo debería esforzarse por eliminar los indicios que ¿quién sabe? podrían conducir a la caída de alguien que estaría en condiciones de vengarse.
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