Por Martín Pérez El carguero a duras penas si
sobrevive al tifón. Lejos de toda ruta comercial, y remolcando una fortuna no declarada
en madera y acero, al Sea Star no le queda mucha vida. Eso es lo que piensan
todos sus tripulantes, si es que tienen tiempo para pensar claro mientras
hacen todo lo posible por seguir a flote. Esto está mal, dice uno de ellos.
Definí: mal, lo urge el otro. Nos estamos hundiendo es el
diagnóstico. Mientras ve cómo su carga se pierde en el mar, el desequilibrado capitán
Everton (Donald Sutherland) decide suicidarse. Se encierra en su camarote, se despide de
la foto de su hijo y se mete el caño de una pistola en la boca. Es entonces cuando
golpean a su puerta. Estoy ocupado, se queja Everton. Pero igual se acerca al
puente. Hundiéndose y sin su carga, el Sea Star ha alcanzado el calmo mar del
ojo de la tormenta. Una calma que comparten con un inmenso barco fantasma, cuya silueta
promete tantas emociones Clase B como todo el trágico prólogo con las desventuras del
capitán Everton y su Sea Star.
Desprejuiciado producto gore, sin otras ambiciones que desarrollar su historia antes de
que se le acabe la energía para contarla, Virus es la ópera prima del especialista en
efectos especiales John Bruno. Y se nota. Porque con el correr de su metraje, queda claro
que semejante despliegue de monstruos, ideas y actores bien merecía una mano algo más
firme detrás. Y más teniendo en cuenta que inmediatamente después de la codicia de los
casi náufragos del Sea Star ocupando el buque fantasma ruso Vladislav
Volkov pensando en una futura recompensa, descansa un Encuentro Cercano del Tercer
Tipo como nunca hubiera imaginado Steven Spielberg.
El Virus al que se refiere el nombre del film de Bruno es un virus informático, que llega
del espacio para instalarse en el buque ruso abandonado, descubierto por los marineros del
Sea Star. Una forma de vida totalmente distinta de las conocidas, que apenas
vuelva a ser enchufada por la tropa del capitán Everton luchará por su supervivencia,
tratando de sacarse de encima ese otro virus humano que infecta su barco.
Luciendo los efectos especiales más asquerosos y efectivos de los últimos
años, Virus es apenas un par de ideas, unos monstruos y Jamie Lee Curtis que vuelve a
gritar, esta vez amenazada por un peligro espacial y no de Noche de brujas. La película
luce llena de diálogos previsibles, terribles explosiones y un despliegue de bricolage
humano más que interesante, que bien podría haber tenido otro destino si detrás de su
andamiaje hubiera habido un John Carpenter, por ejemplo. En lugar, hay apenas un experto
en efectos especiales.
AFTER LIFE, DEL JAPONES HIROKAZU
KORE-EDA
La realidad de la irrealidad
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After
life, la vida después de la muerte es una revelación.
El film ganó el Festival Internacional de Cine Independiente. |
Por Horacio Bernades
El año pasado fue La
anguila, del veterano maestro Shohei Imamura. Hace un par de meses, esa obra maestra
llamada Flores de fuego, del gran Takeshi Kitano. A comienzos de agosto, en la sala
Lugones, será el turno de una colosal retrospectiva dedicada al propio Imamura, en la que
desfilará su obra casi completa. Ahora, al público local le llegó la hora de descubrir
el cine de Hirokazu Kore-Eda, con After Life, que se estrena con el subtítulo de La vida
después de la muerte. Y que viene precedida de premios en varios festivales
internacionales, incluido el de Mejor Película y Mejor Guión en el reciente Buenos Aires
Festival Internacional de Cine Independiente. El cine japonés está demostrando que hay
vida después de Kurosawa. Por suerte, los distribuidores locales parecen haberse dado por
enterados.
Cuatro años atrás, Kore-Eda (n. 1932) había dado el primer aviso sobre la emergencia de
una nueva generación de grandes cineastas japoneses, cuando presentó al mundo su ópera
prima, Maborosi. Allí, la protagonista vivía atormentada por la idea de que su sola
presencia traía la muerte a los seres queridos, y el film fue toda una revelación para
Occidente. La muerte vuelve a ser el tema de After Life, pero ahora Kore-Eda da un paso
más y la observa desde un más allá que no tiene nada de esotérico. El guión del
propio Hirokazu (quien también se hizo cargo del montaje) presupone la existencia de una
instancia inmediatamente posterior a la muerte, donde a aquellos que acaban de perder la
vida se les ofrece la posibilidad de retener un único, preciado recuerdo, que los
acompañará por el resto de la eternidad. Atendidos por un equipo de anfitriones que los
ayudan a hurgar en la memoria, son los propios huéspedes quienes elegirán el mejor de
sus recuerdos. Todo parecería servido para una verdadera melaza New Age, llena de
ángeles, redenciones y falsas sabidurías de bolsillo, y no extraña que Hollywood ya le
haya echado el ojo a este guión, con ganas de meterle las manos encima. Allá ellos.
After Life, la película de Hirokazu Kore-Eda, va por caminos bien distintos.
Ese sitio al que van a parar los muertos no se emplaza entre nubes rosadas, iluminado con
fuertes luces de fondo y filtros flou, ni atendido por seres sabios y angelicales. Muy por
el contrario, Kore-Eda lo muestra como el perfecto equivalente de una oficina pública,
con empleados que se quejan por la falta de calefacción y trabajan esforzadamente, no
siempre a gusto. En una única escena (After Life es una de esas películas en la que un
solo momento basta para pintar lo esencial) se ve lo que rodea el edificio: la más
terrenal de las ciudades, puras luces de neón y videogames. Además, el realizador
descarta de plano cualquier connotación místico-berreta para esa instancia más allá de
la muerte. Entonces, aquí no es cuestión de bien y mal, de cielo o infierno,
dice uno de los recién llegados, como para que la cosa quede bien clara. El tiempo corre
allí de la más terrenal de las maneras, y Kore-Eda hace del tiempo su materia,
señalando la sucesión de los días mediante carteles que se superponen a la imagen. Como
en todo trabajo, la cíclica rutina de estos servidores públicos empieza un lunes, y para
el viernes siguiente deberá estar resuelta, cuando un nuevo piquete de recién llegados
esté arribando. El realizador le da a esta premisa propia del cine fantástico el más
realista de los tratamientos. Su cámara se muestra atenta a los más pequeños detalles y
particularidades de cada uno de los recién venidos, filmándolos de frente, como en un
típico documental de entrevista. Algo que no debe extrañar: el documental es
el género en el que Kore-Eda se formó. Muchos de los actores no son siquiera
profesionales, y eso le da al film una espontaneidad, una sensación de realidad, que
sólo los mejores documentales saben alcanzar. A esos no-actores, la cámara de Hirokazu
los observa sin apuros ni urgencias, siempre desde una respetuosa distancia, con lo que
podría denominarse una cálida contención. Y que no excluye la más genuina
y empática emoción, producto de esos íntimos recuerdos. Que van cayendo de a uno,
lentos, queridos y profundos. Ciertos olores y perfumes, la brisa de verano a través de
una ventana, el roce con un regazo, un momento junto a la persona amada, son los momentos
que los protagonistas de After Life eligen para siempre. Y que finalmente serán
reconstruidos y filmados. En última instancia, la de Hirokazu Kore-Eda es una película
que sigue creyendo en el cine como terreno privilegiado de las emociones. Y demuestra en
los hechos que el cine puede seguir siendo eso.
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