Por Enrique Vila-Matas Decía Oscar Wilde que hay
algo infinitamente vulgar en las tragedias de los demás. La suya, desde luego, de vulgar
no tuvo nada. Es una tragedia tan grande como una vida y ha engendrado muchísimas
biografías. La más completa sin duda es la publicada por el gran Richard Ellmann en
Londres en 1987. Para todos los wildeanos y wildeanistas, la segunda en importancia es
Vida y confesiones de Oscar Wilde, escrita por uno de sus grandes amigos, Frank Harris, y
publicada en Nueva York en 1916. Prologada y traducida (e incluso ampliada con textos de
André Gide) por Ricardo Baeza, esta biografía de Harris fue editada en castellano por
primera vez en 1928 por Biblioteca Nueva. Una editorial madrileña, que lleva ese mismo
nombre, acaba de ponerla de vuelta a disposición del público, en una bella edición de
casi 400 páginas.
Se dice que esta biografía es clave porque Harris no es un historiador sino un
contemporáneo de lo que cuenta, y de tal modo presenta a un Wilde en vivo y en directo.
Lo hace, además, con una escritura no exenta de cierta genialidad, pues Harris no fue
precisamente un cualquiera. Fue un hombre que carecía de prejuicios morales anticuados
tal como advierte Luis Antonio de Villena en su certero prólogo, un hombre
libre y moderno que amaba la literatura y el sexo y fue el autor de un clásico del
erotismo contemporáneo, el relato de las hazañas de un gran amigo de las mujeres, Mi
vida y mis amores. Por el propio Wilde se conoce esta orientadora anécdota de la vida del
que sería su biógrafo: Una vez la editorial americana Harper le pidió a Harris
que escribiera un libro de cien mil palabras por unos 5000 dólares pagados por
adelantado. Les escribió diciendo que no podía encargarse del trabajo porque en inglés
no había cien mil palabras.
Decía el autor de De profundis que la auténtica vida de alguien es muy a menudo la vida
que uno no lleva. Pero a Wilde está claro que no se le puede aplicar esa aguda frase,
pues la historia de su ascensión y la de su infernal caída son lo suficientemente
apasionantes como para no tener que leer una vida diferente a la que vivió. Tanto en el
éxito como en la tragedia de los días finales (conocí íntimamente a Wilde
durante 20 años y desde el principio al fin lo quise como nosotros, pobres mortales,
queremos, con intervalos de vana cólera y alejamiento momentáneo, pero, en general, con
una admiración entusiasta, señala su biógrafo), Harris estuvo al lado del
escritor. La admiración entusiasta de Harris por su amigo distingue como si hubiera
interpretado literalmente aquello de he puesto todo mi genio en vivir y sólo el
talento en mis obras entre el hombre y sus escritos, prefiriendo al hombre
cuando dice que, a su juicio, Wilde fue más grande como conversador que como escritor.
Pero este error -Harris se consideraba literariamente superior a su amigo no empaña
el conocimiento de primera mano que posee del biografiado y que lo lleva a escribir
magníficas páginas de recuerdos, como cuando cuenta ese almuerzo en el Café Royal en el
que, estando presente también Bernard Shaw, le profetizó a Wilde su futura tragedia y le
aconsejó sin éxito que dejara Londres antes de que lo encarcelaran.
Las páginas finales, que describen el trágico exilio de Wilde tras su paso por Reading,
son de una rara intensidad, puntuada por las notas cómicas que acompañan a toda
tragedia. Wilde dedicándose, por ejemplo, a hacerle continuos sablazos a su amigo Harris,
que había estrenado con éxito en Londres una obra de teatro basada en una idea que
Wilde, sumido en una pereza cósmica el trabajo es la maldición de las clases
bebedoras, le había regalado a su amigo.
Una escena más, la última, y habré terminado, afirma Harris. La tragedia va
más allá del entierro de Wilde en Bagneux. Robert Ross, el incondicional amigo, había
colocado en la tumba el cuerpo de Wilde en un lecho de cal viva, con la intención de que
la cal devorara la carnedejando los huesos intactos, de modo que el esqueleto pudiera ser
transportado fácilmente el día en que fuera posible trasladar a Wilde al cementerio de
Père Lachaise. Pero, cuando nueve años después de la muerte del escritor se abrió la
tumba, Ross, con gran horror suyo, se encontró con que la cal había conservado las
carnes en vez de destruirlas. El rostro de Wilde estaba reconocible, con la particularidad
de que los cabellos y la barba le habían crecido. Para evitar el trabajo de los que
empuñaban las palas, Ross descendió a la tumba y él mismo, con sus manos temblorosas,
abrazado al cadáver, transportó el cuerpo al nuevo féretro.
La importancia de llamarse así Después de haber sufrido cárcel y humillaciones en los últimos años de su
vida, Oscar Wilde murió el 30 de noviembre de 1900. Tenía 46 años, y había escrito
varias de las páginas más maravillosas que haya dado la lengua inglesa. Pero en 1895
había vivido su mejor y su peor momento. Se estrenó en Londres La importancia de
llamarse Ernesto, y cuatro meses más tarde la justicia victoriana lo condenó a dos años
de trabajos forzados por sodomía e indecencia grave. Mucho se ha hablado
sobre la homosexualidad del autor de El retrato de Dorian Grey, y lo cierto es que la
historia confirma su bisexualidad: además de haber estado casado con Constance Lloyd y de
haber tenido dos hijos, fue amante de prostitutas cuando era joven y se enamoró
perdidamente de una adolescente irlandesa que finalmente se quedó con Bram Stoker, el
autor de Drácula. |
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