No están listos, no están maduros,
tendrán que hablar en público de cuestiones privadas, no están
preparados para tomar decisiones. Son algunos de los argumentos que se escucharon el
martes en la Legislatura porteña en boca de padres que habían ido a apoyar el proyecto
de la minoría que presentó el legislador de Nueva Dirigencia José Luis de Imaz, quien,
al defender su reacción al proyecto que finalmente fue aprobado y en virtud del cual se
crearán los Consejos de Convivencia en todas las escuelas públicas de la Capital,
observó que los adolescentes nos están pidiendo límites. Estaba citando al
filósofo Jaime Barylko, opinador dilecto de las revistas de editorial Atlántida.
Curiosamente, la perspectiva que defiende Barylko sobre este y otros temas que involucran
a padres e hijos, podría llevar como título aquella tapa de Gente que inauguró su apoyo
a la dictadura militar y dispensaba a la revista de haber disimulado con demasiada
cortesía su proclividad a los tanques en la calle y a los operativos que seguirían:
Nos equivocamos. En ese nicho de pensamiento neoconservador que ve en
cualquier desborde adolescente el fruto de padres-amigos que no se portan como padres sino
como vecinos de consorcio alcoholizados, cabe una corriente en vías de extinción, al
menos en cuestión de votos en la Legislatura porteña lo que equivale a decir: en
cuestión de votos en las urnas, que se ataja, como siempre, ante el libertinaje,
palabra preciada si las hay entre estas huestes defensoras de las hebillitas en el pelo y
las nucas al ras.
Para la misma época que Gente admitía que se había equivocado, Franco moría en España
y España se ablandaba. Joan Manuel Serrat, intentando explicar por ese entonces en alguna
entrevista el frenesí que recorría a su patria, decía: Cuando te sacas la faja,
las carnes salen paafuera. Quedaba cómoda en la Argentina de Videla la
exhibición obscena del presunto libertinaje español. Era más obscena la reproducción
de lo que sucedía en España que lo que realmente pasaba por allí, porque los militares
pusieron todo aquello afuera de su escena original, dejando germinar esa semilla en las
mentes de muchos argentinos: se necesitan padres para todos y para toda la vida: nadie,
tampoco un pueblo, puede decidir por sí mismo qué le conviene. Los años han apenas
borrado aquel efecto de contraste que repetían los medios de ese entonces: sin la tutela
del dictador, los españoles se rendían a sus bajos instintos, aparecían el porno, las
travestis, las drogas, los excesos, todo ese jaleo inspirador de generaciones que iban a
tener que descubrir por sí mismas qué querían hacer, qué no, hasta dónde tenían
ganas de ir y cuándo volver. Aquí, en cambio, no había necesidad de elegir nada,
éramos todos niños pero niños de esos que no están listos para elegir.
Desde entonces, la reacción ha blandido su estandarte en esta palabreja con esa jota
despectiva, libertinaje, que siempre usa para dar a entender que no se opone a la
libertad, sino a su prima degenerada. Un eufemismo que estas últimas décadas deberían
haber al menos desenmascarado, ya que la libertad no puede por definición tener otro
límite que el que surja desde su propio fondo. En estos largos años de democracia hemos
presenciado el arribo de esa reacción a la mesa de cada uno de los debates en los que se
ponía en juego nada menos que cómo vivir nuestras vidas.
El miedo a los jóvenes es un viejo fantasma. Ni siquiera es autóctono, pero en este
país, que generó su propia peste para eliminar de cuajo a una generación entera, no es
cualquier tema. El miedo a los jóvenes, a lo que ellos puedan decidir, a lo que elijan
hacer, a sus mentes frescas, a esarara sabiduría que no brota del dolor o de los golpes
recibidos -aparentemente, la fuente esencial de sabiduría después de los cuarenta-sino
del puro deseo de estar aquí y de estar ahora, sigue dando argumentos según los cuales
los chicos no están listos, no están maduros, no pueden decidir. Argumentos según los
cuales los jóvenes son fariseos que no saben lo que hacen.
|