Página/12 en EE.UU.
Por Mónica Flores Correa Desde Nueva York Nosotros estamos ligados
al océano. Y cuando volvemos al mar, ya sea para navegar o para contemplarlo, retornamos
al lugar de dónde vinimos, dijo una vez el presidente John Kennedy refiriéndose a
su familia. Ayer, estas palabras pronunciadas hace cuatro décadas parecieron volver a
resonar con una intensidad melancólica y peculiar, cuando los miembros de la familia
Kennedy arrojaron las cenizas de John Kennedy Jr. al mar, cumpliendo así, se dijo, con el
deseo del hijo del presidente. En la ceremonia fúnebre, a bordo del destructor
Briscoe de la marina estadounidense, las cenizas de Carolyn Bessette, esposa
de Kennedy, y Lauren Bessette, la cuñada, también fueron esparcidas en las aguas.
Guardianes celosos e insobornables de su privacidad y de la dignidad de los
muertos, los Kennedy lograron mantener las cámaras de televisión a casi dos
kilómetros del barco. Con el mismo espíritu de excluir la actividad circense desatada
por las trágicas muertes, los Kennedy asistirán hoy a una misa privada por John y
Carolyn en la iglesia Santo Tomás More de Manhattan, entre cuyos pocos invitados figuran
Bill y Hillary Clinton.
Vestidos de negro, unos quince miembros de la familia navegaron con las cenizas de los
tres ocupantes de la avioneta Piper en la mañana fresca de Nueva Inglaterra. El barco
también llevaba tres coronas de flores y tres banderas estadounidenses plegadas. El
Briscoe se detuvo aproximadamente una media hora en las aguas, costa afuera de
Marthas Vineyard, e inició luego despacio el regreso hacia Cape Cod, donde los
Kennedy poseen su complejo residencial veraniego.
Hubo especulaciones de que John Kennedy sería enterrado en el cementerio militar de
Arlington, en Washington, junto a sus padres John y Jackeline. Pero esto planteaba
problemas, ya que Kennedy no había pertenecido a las fuerzas armadas ni había servido en
ninguna fuerza. Además, el entierro en Arlington hubiese separado sus restos de los de su
mujer, Carolyn.
Por otra parte, un entierro en otro cementerio del país hubiese derivado en una notable
injerencia del público y los medios en una ceremonia que los Kennedy, secundados por los
Bessette, no deseaban abrir a extraños. Algunos observadores señalaron que el entierro
en el mar mostraba el sello de Caroline, la hermana de John, cuya aversión a cualquier
intromisión publicitaria en su vida es lo único público.
Imbuido de aristocrática sobriedad, el gesto de arrojar las cenizas al océano fue la
forma apropiada que los Kennedy encontraron para cerrar este nuevo capítulo triste de su
historia en sus propios términos, como dijo el propio John-John hace pocos
años al describir cómo su madre Jackeline había hecho prevalecer su voluntad hasta en
las decisiones que tomó respecto de su muerte. La cremación de los restos por parte de
una familia tan católica sorprendió a algunos. Sin embargo, la Iglesia Católica
norteamericana permite la cremación desde hace unos quince años.
Conscientes del riesgo de que la avidez morbosa por publicar todo, hasta aquello que el
respeto por los muertos indica que es impublicable, se descontrolase en los tabloides o en
Internet como había pasado, cuando se pusieron en la red fotos del cuerpo herido de
la princesa Diana, los Kennedy pidieron que no se sacaran fotos de los cadáveres,
según la rutina forense, cuando se realizaron las autopsias.
A esta altura, el quinto día desde que se tuvo la noticia del accidente, la congoja de la
multitud fue una mezcla de sentimiento genuino por el hijo del presidente, con leve
histeria colectiva. Así como de la noche a la mañana, Diana de Gales pasó a ser un
inmenso ejemplo, un modelo inspirador para los británicos y para
muchos otros que no habían nacido en el Reino Unido (con Diana la histeria fue
planetaria), John-John, como lagente le decía cariñosamente aunque ningún Kennedy lo
llamó jamás así, se convirtió en boca de los que desfilaron frente a su casa en
Tribeca en la encarnación de los mejores valores que tiene Estados Unidos. O
en un modelo para mis alumnos, como dijo un maestro que presentaba sus
respetos al santuario de Tribeca. Y hubo muchas adolescentes llorosas que no podían
articular muy bien por qué lloraban por John, si por sus virtudes cívicas o por su
deslumbrante apariencia física.
LOS MEDIOS NORTEAMERICANOS ODIABAN A CAROLYN
El ángel que antes era demonio
The Guardian de Gran Bretaña
Por Sharon Krum Desde Nueva York
No fue
ninguna sorpresa que la trágica muerte de Carolyn Bessette Kennedy ocupara los titulares
en los medios de todo el mundo. Era, después de todo, joven y bella y la mujer de John
Kennedy Jr., lo más cercano que los norteamericanos tenían a la realeza. Una
princesa norteamericana dijeron las revistas. Mientras las flores se apilaban en la
puerta del loft de la pareja en Tribeca, y desconocidos se fotografiaban llorando frente a
la casa, el dolor era palpable. Aunque predecible, esto fue un curioso giro de los hechos.
No era un secreto que, desde que se casó con JFK Jr., la relación de Carolyn con el
público fue áspera en el mejor de los casos. Con los medios, francamente odiosa.
Cuando ella dejó en claro que no tenía la intención de convertirse en el blanco del
celebrity show que ellos pedían, las garras salieron a relucir. Los medios se
cansaron en retratarla como adicta a la ropa, una snob, una esposa dominante. Su destino
estuvo sellado por una media docena de peleas en público, una que fue grabada en video y
pasado por la TV nacional. En el video, se la veía a Bessette gritándole a su marido. Lo
que el público no vio fue el beso apasionado con que hicieron las paces. Los medios no
tenían la intención de salvar la imagen negativa que habían creado.
Atacar a Bessette mientras estaba viva era un deporte, pero muertos todos los Kennedy
ascienden a la santidad. Durante sus tres años como esposa de Kennedy Jr., Carolyn jamás
dio una entrevista, nunca expresó sus pensamientos sobre política o sobre el culto a la
celebridad, los dos mundos a los que accedió por su matrimonio. Lo que se informaba de
ella era marginal, detalles biográficos. Lo único que se sabía por cierto es que ella
quería privacidad. Se pudo haber casado con JFK Jr., pero no tenía ningún deseo de
convertirse en una persona de la alta sociedad de perfil alto.
Bessette era publicista para Calvin Klein cuando lo conoció a Kennedy en 1994. Era de la
alta sociedad de Connecticut, desinteresada por la celebridad, vivaz, serena, sexual,
bella e inteligente. En resumen, era Jackie Kennedy Onassis otra vez. Cuando se casaron,
en 1996, los titulares decían La nueva Jackie Kennedy. Todos presumían que
ella adoptaría un perfil Kennedy, entrando al circuito y preparándose para la vida de
una esposa en Washington como estaba destinada a ser. Nada de eso ocurrió. En cambio,
dejó su trabajo y se quedó en su casa. La ofendía que su privacidad fuera violada a ese
nivel. La distancia impuso sólo más curiosidad y deseo.
Bessette nunca se dejó conocer, y por esto, el público proyectó sobre ella una serie de
sentimientos contradictorios. Le envidiaron su belleza y el haber conquistado el corazón
de JFK. Pero están enojados porque ella les negó el acceso.
Traducción:
Celita Doyhambéhère.
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