Las esperanzas Por J. M. Pasquini Durán |
A las 8.16 del 6 de agosto de 1945, la primera bomba atómica, llamada Muchachito (Little Boy), explotó sobre Hiroshima, matando en el acto a cien mil personas. Tres días después, la segunda, Gordo (Fat Man), arrasó Nagasaki, con más de treinta y seis mil muertes instantáneas. Por primera vez en el siglo, la ilusión humana del progreso entró en controversia con la evolución científica. Para reconciliarse y fundar nuevas esperanzas tuvieron que esperar hasta el 21 de julio de 1969, cuando la ciencia consiguió la energía suficiente para transportar al hombre a la Luna. Hoy en día, treinta años después, de nuevo parecen haberse divorciado. Mientras la revolución científico-tecnológica va en busca de horizontes que escapan a la imaginación, una enorme porción de la humanidad no sabe en qué o en quién confiar sus desconcertadas esperanzas de progreso y bienestar. La ilusión en el futuro, sin embargo, es una condición esencial de la condición humana. Sin ella, ni las ciencias más duras podrían avanzar. Por eso, cuando una persona pierde toda expectativa en el porvenir, también pierde el sentido de la vida propia y de la ajena. Los que matan y a veces mueren por nada, como se dice, sobre todo entre los más jóvenes, aunque no habiten la miseria suelen ser desesperanzados extremos. Según los expertos en desarrollo humano, hay menos suicidios en América latina que en otras regiones del mundo debido al estigma que implica para la cultura católica. La gente prefiere hundirse en el alcoholismo, o en algún otro vicio, antes que suicidarse, aseguran. La influencia religiosa es grande, sin duda, tanto como la confiabilidad pública en los sacerdotes desde que la Iglesia hizo opción por los pobres con múltiples actos concretos de solidaridad social. Los políticos, hambrientos de credibilidad, buscan contagiarse de prestigio recurriendo a las bendiciones eclesiales y tratando de reclutar obispos y curas, así como hasta finales de los años 70 muchos de ellos se conformaban con hacer amigos entre los militares. Esas relaciones, en aquellos años, no impidieron los golpes de Estado y las nuevas no mejorarán por sí solas la calidad de los gobernantes. Ni siquiera en los países donde los partidos religiosos tienen directa participación en los asuntos del Estado. La fuente verdadera y última de la democracia no está en la cruz, en la espada o en el becerro de oro, sino en la pluralidad ciudadana activa, en el pueblo como se decía antes, en la gente como se dice ahora. Para mayor precisión: el futuro depende de la capacidad popular para decidir sobre el destino colectivo. Eso sí: hace falta algún compromiso mayor que la asistencia puntual en las elecciones. Son tareas más frecuentes y más fatigosas que el acto de votar. A veces, lo más difícil es hacerse un lugar para participar o ubicar un espacio de continencia. Estas dificultades son explicables: en general los que tienen el poder, por pequeño que sea, centrifugan a la competencia, aún a la del propio bando. Son bastantes los que ya han vencido esas barreras y muchos más los que no quieren ser invisibles. Hace falta mirar el conjunto para apreciar las dimensiones. En este mes, no más, el 6 de julio la CTA movilizó a sus afiliados y simpatizantes en todo el país con la esperanza puesta en recuperar la dignidad del trabajo. Menos de dos semanas después, el domingo 18, frente a la sede de la AMIA miles de voces se alzaron para denunciar a los asesinos y sus encubridores. Nos dan asco, nos dan asco, nos dan asco, clamaron una y otra vez, estremeciendo al país hastiado, con la esperanza puesta en conseguir justicia y mantener viva la memoria. No se habían apagado los ecos, el miércoles 21, cuando retumbaron nuevas consignas, esta vez de los productores rurales que avanzaron sobre la Plaza de Mayo, por segunda vez en diez años porque la decadencia no termina, con la esperanza de ser escuchados por estos o por los que vendrán a gobernar, pero sobre todo por sus conciudadanos. Al día siguiente, jueves 22, estaban en la calle, juntos, empresarios y trabajadores metalúrgicos con la esperanza de parar la sangría de la industria nacional. Y no serán los últimos. Cada día, miles de personas mantienen el fuego encendido en los comedores populares para atender a más de un millón de desamparados; cada semana los jubilados acuden a su cita, las Madres a su ronda y las Abuelas a sus búsquedas. Con brillantes colores, los miembros de Greenpeace esta semana señalaron nuevos crímenes contra la naturaleza e individualizaron a sus autores, mientras otras 40 mil organizaciones no gubernamentales, en las que trabajan centenares de miles de ciudadanos en todo el país, hacían sus deberes voluntarios. No son pocas las fatigas de tanta gente, pero son más las esperanzas que los comprometen. ¿Qué pasaría si una energía semejante se aplicara a enderezar a los partidos, a recuperar a la política como instrumento de cambio? Para vivir en democracia es una misión ineludible, porque son los partidos y sus dirigentes los que administran el Estado, legislan y, en la palabra constitucional, promueven el bienestar general. En estos tiempos, ya no hay posibilidad de organizar partidos universales, que representen a toda la sociedad o a su abrumadora mayoría. Para comprenderlo basta repasar los resultados electorales de los últimos quince años y las encuestas actuales. Allí aparece muy claro que es una minoría ciudadana, entre el 10 y el 20 por ciento del padrón, la que inclina la balanza en las urnas. Hay más gente afuera que adentro de los partidos. Por lo tanto, sus líderes y la sociedad organizada tendrán que encontrar los mejores métodos para tender puentes de ida y vuelta, para sostener el diálogo con mutuo respeto y buscar los acuerdos necesarios. Si, en cambio, los políticos persisten en imponerse con la fuerza de aparatos o de números en las instituciones, la democracia seguirá siendo impotente para resolver las cuestiones que interesan a la mayoría. Tampoco los ciudadanos pueden hacer caso omiso de los partidos, como si pudieran hacerlos a un lado, sin meterse en callejones sin salida. Las propuestas al estilo del intendente Patti de Escobar, armar ciudadanos en lugar de exigir fuerzas de seguridad eficientes, son pura demagogia o residuos de autoritarismo. La seguridad urbana es una preocupación internacional, por lo que es bastante fácil encontrar opiniones válidas comparativas. En Milán (Italia), hubo treinta y dos asesinatos desde principios de año y sus pobladores reclaman, igual que aquí, el derecho a la seguridad porque así no se puede vivir. Más de una vez, vecinos de alguna de las víctimas estuvieron a punto de linchar al agresor. Pero es necesario repetir otra vez que la demanda de seguridad escribe un experto en La Repubblica, uno de los más prestigiosos matutinos italianos, no es una demanda de derecha o de izquierda sino un derecho democrático que tiene que garantizar el Estado a los ciudadanos, lo mismo que el trabajo, la educación, la salud y las tan discutidas jubilaciones [...] Es un derecho que se garantiza destinando más recursos, más personal, más inteligencia, más profesionalidad y también más humanidad, sobre todo en la administración de justicia. Los tribunales no pueden estar atestados de expedientes que se resuelven a las corridas o no se resuelven nunca, en los que víctimas y delincuentes se despersonalizan y más de una vez se confunden. La economía, concebida como prioridad absoluta, es incapaz de resolver estos problemas. Hace 55 años, el 22 de julio de 1944, la conferencia de Bretton Woods creó el Fondo Monetario Internacional (FMI) para que facilite el comercio, impida las variaciones excesivas de las cotizaciones de divisas y promueva la inversión para mejorar la situación de las naciones con economías poco desarrolladas. Hay que mirar el mapa del mundo y verlos resultados. ¿Cómo podrían sus personeros garantizar la seguridad urbana, la educación, la salud o la justicia? Podrán debatir los especialistas durante un año entero sobre qué importa más, si la deuda externa o la distribución de las riquezas (lo más probable que ambas, porque en el tiempo la deuda desangra a las naciones y la injusticia distributiva a la mayoría de los nacionales), pero la respuesta nunca saldrá de la pura estadística o de la estrecha consideración económica o financiera sino de la política. Y la política requiere humanidad para volverse esperanza. Lo demás es simulacro o perversión por ambiciones de poder o de dinero, o de ambos. El viaje de Duhalde al Vaticano, la visita de De la Rúa a monseñor Karlic, las demagogias autoritarias sobre la seguridad, las críticas interesadas por los pagos de la deuda, la indiferencia ante los problemas que sufren los productores y trabajadores de la ciudad y el campo, el trámite vergonzoso del impuesto docente, el desempleo de tantos, el hambre y la marginalidad de millones, son movimientos mezquinos de humanidad. No es sólo un defecto de la política. Ni un solo niño muerto de hambre o de una enfermedad evitable ocupó el espacio y el tiempo en este país que demandó el accidente de John Kennedy, por mera portación de apellido. ¿Cuántos recuerdan aunque sea media docena de nombres de las 86 víctimas de la AMIA? Es la diferencia entre fama y humanidad, entre escepticismo y esperanza.
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