Por Vicente Verdú * La palabra Kennedy ha
representado lo más selecto e íntimo de Estados Unidos contemporáneo. ¿La maldición
de los Kennedy significará también, ahora, la maldición de América? El pueblo
norteamericano ha soslayado esta cuestión cada vez que la familia ha sido asaltada por
otra nueva desgracia. Pero ahora, sin embargo, es demasiado. O, para decirlo de un golpe:
ahora es el fin. A John F. Kennedy Jr. ya no lo sucederá nadie en la redención de su
muerte y acaso tampoco en la vindicación de su apellido. No hay descendencia que pueda
superar su muerte, no hay siquiera una esposa de luto y afligida donde orientar la
solidaridad y el mar de lágrimas. Con la inmersión del Piper Saratoga en algún punto
indefinido de la costa del Atlántico se hunde la presencia de los Kennedy en el mundo
real y acaba inesperadamente el gran relato. La parentela que sigue viva es ya residual o
irrelevante en la continuación de la mitología. Desaparecido John-John entre el
estruendo del océano no pervive figura alguna por liquidar, ya no queda en la doble
acepción un Kennedy con cabeza.
Sobre un país de granjeros, los Kennedy lograron el estatuto de una familia
aristocrática, dentro de lo más americano de su presente y lo mejor de su pasado
europeo. Cualquier cosa de lo que sucedía en el seno de esa familia ha ocupado a los
norteamericanos de forma parecida a como han interesado los avatares de la familia Windsor
a los británicos. La dinastía de Massachussets ha procurado al país razones de orgullo
y de zozobra en una larga secuencia de tragedias y heroísmos con cuya identificación se
ha conmovido una y otra vez el pueblo de Estados Unidos.
No ha habido presidente a lo largo del siglo que haya logrado mayor existencia en el
territorio mediático que John Fitzgerald Kennedy. Más allá de la generación de los
baby boomers, supervivientes del 68, los jóvenes o los adolescentes norteamericanos
de hoy que visitan la Casa Blanca se detienen ante el retrato de su presidente asesinado
como ante la estampa de un héroe, un salvador, un santo. De tal sustancia gloriosa la
reliquia fue un niño de tres años que saludaba el paso del ataúd donde yacía su padre.
A partir de aquel 25 de noviembre de 1963 el pueblo norteamericano acogió en su corazón
a John-John con un sentimiento duplicado. De una parte era el nuevo fragmento inocente y
desamparado de la patria. De la otra, era la insignia de un futuro presidente que
prolongaría la vivencia del Kennedy obsesivamente muerto y libraría al país de su
pecado. Poco importó, más tarde, que el chico creciera sin vocación política: su
familia lo educó con la orientación y el esmero que se reserva para los candidatos a
gobernar la nación.
Nunca, a pesar de que diera fundadas razones para suponerlo medianamente dotado (no lo
aceptaron en Harvard, suspendió por dos veces el examen de ingreso en el Colegio de
Abogados de Nueva York) o demostradamente trivial, se lo descartó para aspirar a la
presidencia. ¿Sería el candidato ideal del año 2004, cuando hubiera logrado la edad en
la que en Estados Unidos se acepta a un presidente?
Más que los valores intrínsecos lo que en la vida mediática cuenta es la entrevista y
John F. Kennedy había aprendido a ser brillante ante la prensa. Era, además,
fotogénico, televisivo, encantador, apuesto. Lo poseía todo para encantar a mujeres de
cualquier clase social y para convencer a cualquier votante cuya decisiva relación con el
candidato es la relación con su imagen. Lo que la sociedad de Estados Unidos ha perdido,
por tanto, con la disolución de este galán es un patrimonio de primera clase. Ha perdido
el enlace auténtico con la herencia del alma norteamericana rica y culta. Ha perdido la
estela de un mito y, sobre todo, el porvenir de cualquier fantasía aristocrática con
capacidad de persuasión. Si algo se parece hoy, en tiempos de la comunicación global, a
la muerte de John-John es la muerte de Lady Di. Pero si algo los distingue es que si con
Diana moría un personaje de nuestro tiempo, con la muertedel Kennedy Junior muere, para
los norteamericanos, una época. El siglo mismo.
* Publicado en el diario español El País.
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