El desaliento nos dominaba a casi todos; ya
parecía un silencio definitivo. Pero, desde abajo, apareció un pastor. No hablaba de
ovejas. Después, un rabino de Hamburgo; y por último, un cura inesperadamente
heterodoxo.
Heinrich Mann, Epistolario, 1937
Al hombre esposado lo hacen entrar por el fondo: no sostiene un
gesto agresivo, tampoco resignado. Más bien exhibe un ademán de rutina y parece que va a
cumplir su horario de oficina bajo la mirada de los jueces.
Es nuestro enemigo me codea, inquieta, una periodista neoyorquina.
Algo de buey aburrido, calculo tratando de ser más preciso. Sobre todo cuando
el policía de los tribunales se demora en soltarle las manos que lleva esposadas a la
espalda. Cierto; como si lo ayudara a quitarse el perramus.
Menos mal murmura alguien desde el banco de atrás. Me doy vuelta: es un
pastor protestante que vino desde Nueva Chicago. Parecía un esclavo al que fueran a
rematar dice, y agrega silabeando Mercado, Humillación, Pese a todo es una persona.
Enemiga lo encara la periodista con su cuchicheo.
De acuerdo, señorita, de acuerdo interviene en voz muy baja un rabino sentado
a mi izquierda; pero que el tribunal lo juzgue.
¿Y usted no lo juzga? se irrita la neoyorquina.
Yo ya lo juzgué.
Y su veredicto, ¿cuál es, eh? ¿Cuál?
Culpable, señorita el rabino se acomoda el kipá; pero escandaliza ver
a una persona así, encadenada y rápidamente busca mi apoyo lateral-. ¿Usted qué
opina, Viñas?
El tribunal, voy reflexionando. En ese mismo escenario juzgaron a generales y
almirantes; todavía parece flotar una especie de niebla obscena. Los jueces allá
adelante, debajo de un Cristo y de un escudo con laureles y gorro frigio. Me
preguntan mi opinión. Sea. Pero yo me tomo mi tiempo: el Gólgota, uno de los
jueces canoso, la Revolución Francesa. El acusado se va sentando entre sus abogados
defensores. Realmente es un buey que no sabe de sobresaltos.
Verdugo me repite impaciente la periodista neoyorquina; escribe en su libreta
de notas esa misma palabra y la va rodeando, certera, con un círculo violeta.
¿Y, Viñas? me urge el rabino, ¿no nos va a decir qué piensa?
Pienso varias cosas...
Ustedes piensan demasiado la neoyorquina borronea el círculo de su libreta.
Los argumentos de la defensa me parecen idiotas digo por fin.
¡Bien, Viñas!
Irrelevantes carraspeo; y no se los traga nadie. Ninguno. Ni siquiera
los abogados que defienden a ese tipo.
Muy bien. ¿Y qué más? Dele.
Que no parecen abogados, sino cómplices.
Así me gusta que se juegue, Viñas me palmea, condescendiente, la
periodista. A ver. Un poco más. Diga ¡Diga! No se achique.
El tribunal es una escenografía; un lugar común del cine de Hollywood: desde
Paul Muni hasta Charles Laughton, por lo menos, recorrieron con su oratoria un sitio
parecido. Y ese tipo que está ahí, sentado, es un asesino.
Un verdugo, Viñas.
Los verdugos siempre tienen cara de bueyes de rutina. Como los generales y los
almirantes engominados que se sentaban en ese mismo lugar y fueron condenados.
Antes. Ahora el escenario del tribunal está rodeadode neblina; como enormes
gasas se han ido depositando sobre esos bancos de iglesia, encima de la balaustrada de
piedra y hasta alrededor de esas máquinas negras. Televisión. Gracias.
Almirantes pringosos, por lo tanto, generales, brigadieres, delatores,
espías. Necesito conjurar ese clima que me resulta alucinado:
Miserables rezongo. Y voy saliendo.
El café de Talcahuano, en la esquina, se llamaba Fuji y lo atendían unos
mozos japoneses. Previsiblemente. Desde una mesa junto al ventanal, me
reclaman el pastor y el rabino. Aquí dentro no hay bruma. Y la neoyorquina
alza una mano y sacude dos dedos abiertos: Ve, Viñas, velo, vacilo.
Un asesino me comenta, de paso, un cura apoyándose en la barra. Lo van
a condenar. Se lo merece.
¿Seguro, padre?
Segurísimo; le hago una apuesta. Y por favor, no me diga padre.
Pero, ¿usted estaba adentro?
Marcos, me llamo y se tironea de la camisa; llegué un poco tarde y me
senté en la última fila. A ése...
¿Lo vio cuando entró esposado?
Sí, Viñas, sí; eso no me gusta. Nunca me gustó. Pero ese tipo es un verdugo.
Despiadado. Como los de la ESMA. A ése no lo salva ni Dios.
El agente de la SIDE Alberto Dattoli fue condenado el 14 de julio a diez años de prisión
por haber asesinado a Sofía Fijman, de 75 años, accionando el portón de la Escuela de
Inteligencia.
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