Por Rodrigo Fresán Desde Barcelona Jorge Luis
Borges dijo que los sueños son una obra estética, quizá la expresión estética
más antigua y que en los sueños es cuando más nos parecemos a Dios porque a
cada hombre le está dado, con el sueño, una pequeña eternidad personal que le permite
ver su pasado cercano y su porvenir cercano. Todo esto el soñador lo ve de un solo
vistazo, de igual modo que Dios, desde su vasta eternidad, ve todo el proceso
cósmico.
Bailar los sueños es la idea. Pregunta: ¿Se pueden bailar los sueños? Bailar el sueño
de estar desnudo en público, el sueño de volar, el sueño de los dientes que se caen, el
sueño de hablar otro idioma que nadie entiende, el sueño de entender el idioma de los
animales, el sueño de volar, el sueño de caer en picada... el shakespeareano material de
los sueños del que están hechos nuestros despertares. Un verdadero greatest hits de esos
sueños que todos soñamos bailados, ahí sobre un escenario de un teatro de Barcelona que
se llama Mercat de les Flors, dentro del festival veraniego y cultural llamado Grec 99.
Hay algo de pornográfico en la idea de que un puñado de desconocidos bailen nuestros
sueños, los promiscuos sueños de todos. Y precisamente ahí radica el raro atractivo del
asunto: danza moderna construida con los materiales más primitivos de los que se
disponen, aquello que ocurre desde siempre cuando se cierran los ojos y se abre el
inconsciente.
El espectáculo en cuestión se llama In Spite of Wishing and Wanting (A pesar de
desear y querer), está dirigido por el belga Wim Vandekeybus y su grupo Ultima Vez,
tiene música especialmente compuesta por David Byrne y está basado en textos de Julio
Cortázar. Imposible precisar en cuáles textos. Inspirado levemente en textos
de Julio Cortázar, advierte el programa. Tal vez algo de Lucas, tal vez un destilado de
Cronopios y Famas, tal vez aquel cuento titulado Instrucciones para John
Howell... Tal vez Wim Vandekeybus soñó que soñaba cuentos que Cortázar (quien
alguna vez dijo haber soñado palabra por palabra el relato Casa tomada) no
escribió para nosotros pero por quererlo, por desearlo sí los escribió para
él.
La música
La música del espectáculo es de David Byrne, alguien que sabe lo que está haciendo.
Byrne no solo reformuló la coreografía del rock-star con intenciones mesiánicas dentro
de su crítico traje gigante y sus movimientos espasmódicos de psycho-killer a la altura
de Talking Heads sino que, también, ya había compuesto música original para la
magistral coreógrafa norteamericana Twyla Tharp. The Catherine Wheel se llamó aquel
trabajo de los efervescentes 80 y la flamante música para In Spite of Wishing and Wanting
(recién editada en compact-disc y fácil de conseguir desde la página web de Byrne:
www.luakabop.com) arranca en el punto exacto donde aquélla terminaba combinando,
también, elementos de My Life in the Bush of Ghosts, aquel trabajo experimental de Byrne
con Brian Eno. Lo que marca una diferencia en las canciones de In Spite of
Wishing and Wanting lo que convierte a esta música en un producto extraño y
original es, claro, la rítmica conciencia latina que Byrne asimiló a su música
desde entonces. Así, luego de asistir a los ensayos iniciales de In Spite of Wishing and
Wanting, Byrne demoró menos de una semana en despachar la música: percusiones ominosas y
esas obsesivas guitarras acústicas sampleadas hasta el infinito, secuencias de sonidos
selváticos y alaridos amazónicos de cabeza parlante que generan efectos tan asfixiantes
como liberadores. La combinación de escuchar esto viendo aquello es, por momentos,
agobiante y uno, en la butaca de ninguna parte, comienza adesear despertarse mientras
descubre que, por suerte, le resulta imposible.
Los bailarines
El gran logro de Vandekeybus es el de desmontar coreográficamente el mecanismo habitual
con que se analizan los sueños o, mejor dicho, la memoria de los sueños, lo que
recordamos de ellos y convertimos en narración más o menos lógica. Se sabe que la
memoria de los sueños poco y nada tiene que ver con los sueños per se porque en los
sueños todo sucede en el mismo instante. El tempo dramático de los sueños poco y nada
tiene que ver con el de la realidad. Tal vez por eso los olvidemos tan
velozmente.
In Spite of Wishing and Wanting aspira y consigue la representación de
sueños en directo y no el vulgar recuento de esos sueños a posteriori. Son diez
bailarines, todos ellos hombres, de físicos muy diferentes entre los que se cuenta
el propio Vandekeybus y un hombre sentado con actitud de juez que los contempla, los
castiga y acaso los sueñe. Al principio aparecen todos dentro de una puesta en
escena tan simple como impecable metamorfoseados con la gestualidad de caballos
(¿será porque, en inglés, pesadilla se dice nightmare; lo que equivale a yegua de
la noche?) y, poco a poco, se rebelan, van humanizando para ir contando y
encontrando la identidad de su historia y el sueño que cada uno representa. Es el
principio de una hora y media avasallante donde los bailarines ejecutan pasajes solitarios
y arremeten con monólogos en varios idiomas (el idioma internacional de los sueños) en
una curiosa mezcla de danza y teatro. El baile en vivo es interrumpido, en dos momentos,
por el descenso de una pantalla donde se proyecta un cortometraje (actuado por los mismos
bailarines) donde se cuenta, en italiano, la cortazariana historia trasladada a un
medievo brancaleónico de un vendedor de gritos, orgasmos, últimas palabras e
insultos que funciona como respiro didáctico y refrescante a tanto baile ardiente.
Bailar es abstracto mientras que, cuando hablas, lo que dices tiene un significado.
Me gusta combinar las dos cosas, lo inexplicable con lo que se puede contar. Y la
película insiste en el tema de que todo está inventado, robado, se ha aprendido de
alguna otra cosa, explica Vandekeybus.
Los últimos tramos de In Spite of Wishing and Wanting son los más poderosos y los
mejores: superada la declamación individual y la enumeración del sueño por sueño,
llega el momento del todos juntos ahora. Pasajes grupales de una exigencia física que
agota de solo verla. El ritmo se vuelve desenfrenado, de pesadilla y aunque parezca
mentira los bailarines vuelan sin el apoyo de ningún efecto especial. El final
llega como un bienvenido respiro y después del estruendo de aplausos resulta
fascinante ver el modo en que el público abandona la sala: en cámara lenta, como si
fueran yendo de la cama al baño a mojarse la cara diciéndose en voz baja que por suerte
nada más fue un sueño, que qué lastima que nada más fue un sueño. Es entonces
como suele ocurrir en la arbitraria textura de los sueños cuando uno se
acuerda de haber leído que uno de los bailarines del grupo Ultima Vez es ciego; es
entonces cuando uno se da cuenta que ni se dio cuenta de cuál de ellos era el que bailó
toda la noche sin ver, con los ojos abiertos, como si fuera un sonámbulo.
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