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OPINION
La religión de la escritura
Por Guillermo Saccomanno

A Walter Benjamin le llamó la atención una foto de Franz Kafka niño: “Pocas veces la pobre, breve infancia, se ha traducido en forma más aguda”, observa. Con seguridad, la foto fue tomada en uno de esos estudios del siglo pasado, con decorados, arabescos, caballetes. A Benjamin la puesta en escena le hace pensar en un ambiente que vacila entre la sala de un palacio y una cámara de torturas. Con un trajecito apretado, el niño se recorta contra un cielo de palmeras. A Benjamin le llama la atención la mirada del pequeño Franz: “Esos ojos infinitamente tristes se sobreponen al paisaje que les estuvo destinado y la cavidad de una gran oreja aparece escuchando”. El pequeño Franz está como perdido, mira a un costado, asustado. En esa foto, según Benjamin, Kafka tiene seis años. Más preciso, Klaus Wagenbach, especialista en la iconografía kafkiana, sostiene que el niño tiene cuatro. Comprobar que tiene menos edad vuelve más kafkiana la situación. Pero ¿qué quiere decir que algo es kafkiano? La definición complementa lo grotesco con lo siniestro, y siniestro, siguiendo a Sigmund Freud, es algo que comparte lo familiar y lo extraño. Wagenbach reunió en un libro tan riguroso como inquietante las fotos del escritor y su tiempo. Paisajes, manuscritos, edificios, aparatos, certificados, ediciones, mapas. Hombres, mujeres, chicos. El tiempo se encargó de enrarecer las páginas de este libro admirable. Se experimenta melancolía. Y después, impotencia. Varios de los personajes fotografiados –parientes, conocidos de Kafka– terminaron en los campos de concentración.
Hay una pregunta que anda picando entre quienes interpretan a Kafka y quienes, poniéndose ortodoxos, con razones, se niegan a hacerlo. La pregunta es ¿si este siglo no hubiera sido lo que fue, lo que todavía no termina de ser –exterminio, capitalismo salvaje, alienación, etcétera, etcétera–, se leería a Kafka interpretándolo como el autor atormentado por excelencia? Daría la impresión de que fue la historia la que se ocupó de sellar un modo “interpretativo” –casi mecánico y lineal– en la lectura de Kafka. A un lado, pareciera, quedan otras zonas por explorar. Por ejemplo, su incansable sentido del humor, en el que conviven con picardía las tradiciones cuentísticas orientales con las parábolas que aluden a episodios religiosos. A propósito, este Kakfa humorista pudo haberse entusiasmado con una hipótesis de Adorno, que vincula las desventuras de K. con las de otro célebre perseguido por la Justicia, Carlitos Chaplin.
Otra zona a explorar es la relación entre el gusto de Kafka por los folletines policiales y la intriga de El proceso. Otra más: su atracción por el teatro, cierta atmósfera circense del teatro, que explicaría por qué sus criaturas se definen cristalizadas en un gesto, una expresión que los distingue de una vez y fija para siempre sus destinos. Conviene resaltar una anotación en su diario –quizá su máxima novela–, en la que no pasa inadvertido un clamor: “Psicología, nunca más”. ¿Hacia dónde apunta este clamor? Kafka era devoto de Flaubert, para quien eran más importantes sus personajes que él, el autor. En Kafka, como en su admirado Flaubert, se trata de la neutralización absoluta del yo del artista, ese sujeto “romántico”, en función del placer de la literatura. Asociar a Kafka con placer puede irritar a muchos. Pero, veamos qué dice Kafka en sus diarios con respecto de las emociones que lo asaltan al escribir. “Un sentimiento de felicidad”, escribe Kafka. “Algo realmente efervescente”, escribe. “Me colma totalmente con livianos y agradables estremecimientos”, confiesa.
Entonces, si se recorta a Kafka de ese humus trágico, casi siempre tirando a lo patético, se puede encontrar no sólo un escritor que consideraba la escritura como su propia religión. También, un tipo que, a pesar de sus dificultades, afilaba la ironía. De esta forma, surge otro Kafka, un Kafka político y revolucionario, como dicen Deleuze y Guattari. A la vez, en simultaneidad, se irá descubriendo la potencia de una “literatura menor”, judía checa en alemán, tan fuerte como la irlandesa o la latinoamericana. Una literatura como de Tercer Mundo, rebelándose contra las normas impuestas por una lengua dominante. Porque Kafka es también eso, una visión radicalizada y política y no el fetiche victimizado para conmover espíritus biempensantes.

 

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