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La espera y la esperanza


Por José Pablo Feinmann

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t.gif (862 bytes) Vivimos la época de la espera. No estamos esperando al Mesías, no esperamos la Tierra Prometida, menos aún esperamos la resurrección de las almas, no esperamos el Reino de los Cielos y no esperamos la Revolución. Esperamos las elecciones de octubre. Ocurre que nuestra espera nada tiene que ver con la esperanza. De aquí su originalidad.
Siempre el hombre vivió en estado de espera. Siempre creyó que había algo mejor más allá, adelante, en el futuro, y que si algún sentido tenía el transcurrir del tiempo era porque acortaba las distancias con esa temporalidad deseada. Incluso filósofos tan serios y responsables como el Sartre de sus comienzos fenomenológicos hablaban de la conciencia como trascendencia pura. Sartre acostumbró a llamar proyecto a esa intencionalidad. La conciencia no sólo existía arrojada hacia el mundo (es decir, no había una conciencia por un lado y un “mundo” por otro, sino que la conciencia era conciencia de mundo, traslucidez, actividad de parte a parte, intencionalidad pura, no sustancial, ya que la conciencia no era, era nada, era un agujero en la plenitud del ser), sino que existía arrojada hacia el futuro. Esta pro-yección de la conciencia era lo que nos permitía hablar de una dimensión temporal que no hubiera existido sin ella. Digamos: el futuro existe porque todo acto presente lo implica. Hay futuro porque la conciencia es proyectiva. La idea de futuro es inmanente a la conciencia. Pero el futuro no es la esperanza. Abrir (como hace la fenomenología) una dimensión ontológica desde la trascendencia de la conciencia no implica que en esa dimensión se vayan a cumplir nuestros deseos. Nada está asegurado. Lo que no es tranquilizador, sino angustiante. De este modo, Kierkegaard dirá que el hombre es más hondamente humano cuanto más hondamente se angustia. Vivir el futuro como un horizonte incierto en el que pueden realizarse tanto nuestros sueños como nuestras pesadillas no es una idea edificante. Pero le entrega densidad a la condición humana. Las demás son utopías de consolación, vidrios de colores, mercancías para espíritus unidimensionales que no toleran la esencial incertidumbre del futuro.
Nuestra espera de hoy –dijimos–, esta espera argentina de estos meses que transcurren como fuera del tiempo, nada tiene que ver con la esperanza. Es más prosaica. No hay esperanzas, sólo hay espera. Se espera que esto termine, que llegue octubre, que vayamos a votar y que luego pase algo. Bueno, malo, mejor, peor, distinto, semejante, pero algo. Si quitamos la idea del Reino de Dios, constitutiva del hombre medieval, la espera argentina de estos días se parece mucho, demasiado a la espera de los mansos seres que habitaron la Edad Media. Se habla –tal vez esquemáticamente, tal vez injustamente, pero no sin motivos– de la Edad Media como “la noche de la historia”. Luego, el Renacimiento. ¿Qué ocurrió para que la noche de la Historia fuera eso, un tiempo oscuro, sin acontecimientos, sin Historia? Ocurrió la espera. Es la espera que Santo Tomás de Aquino llevó al corazón comunitario de la sociedad medieval. El hombre vive esperando la realización de la Promesa. La Promesa es la Promesa de Dios, que ha prometido Su Reino al hombre, que le ha asegurado que hacia él marchan los hechos y que sólo hay que esperar el devenir, ya que el devenir, por sí mismo, conduce al Reino. De este modo, no hay Historia posible. Si el hombre se sienta a esperar el cumplimiento de la Promesa divina, no hay historia. Porque la Historia es –siempre, inclusohoy– un producto de la voluntad humana. De una esencial inconformidad de los hombres con el devenir de las cosas. Se dirá que esta es la Historia tal como la entendió la Modernidad a partir de la Revolución Francesa. Y me permitiré decir que sí. Hasta podría decir que la Historia es un invento de la Revolución. Sin la voluntad de cambiar lo que es, el ser permanece impávido. O esperando la Promesa divina o aceptándose y, sobre todo, proponiéndose como inmodificable.
Bien, así es nuestra espera, la espera mansa de estos días. Sentimos y aceptamos que el ser es inmodificable. Que no es posible accionar sobre él. Es decir que no se puede hacer nada, que sólo resta esperar. Tenemos la quietud mansa y resignada del hombre medieval pero no tenemos el consuelo de su fe. Porque, que yo sepa, nadie cree que en octubre habrá de realizarse la Promesa divina. Así, los argentinos somos resignados siervos de la gleba. Resignados a la espera. Sólo los profesionales de la política viven días de efervescencia. No hay por qué no envidiarlos. Algo del espíritu aguerrido de la Modernidad palpita en ellos. Sin embargo, se muestran inhábiles para transmitir su entusiasmo a la comunidad. Para transformar la espera en alguna forma de esperanza. Creo que éste sería el reproche más hondo que me animaría a hacerle a la clase política argentina. Los hombres se encuentran cómodos en la espera, porque la espera está siempre dibujada por el escepticismo y la inacción. (Hasta el hombre medieval era escéptico. Lo era en este sentido: creía tanto en Dios, que había dejado de creer en sí mismo, en su poder para incidir sobre los hechos, que sólo podían devenir históricos por medio de su intervención. De lo contrario, no eran históricos, eran parte de un plan divino al que había que resignarse, esperando, meramente su realización inevitable.) Una verdadera clase política no debe embriagarse con su propio vértigo. Debe entregarle una esperanza a la comunidad. Si no lo hace, fracasa.
La esperanza suele identificarse con la utopía. Sin embargo, hoy, la palabra esperanza está menos gastada que la palabra utopía. Hubo muchas expresiones de la utopía, Platón, Tomás Moro, Campanella, Francis Bacon, Charles Fourier, Sarmiento (Argirópolis), Marx y hasta H.G. Wells o Aldous Huxley diseñaron utopías. Hay algo formidable en la utopía: siempre parte de una crítica al estado actual de las cosas. No acepta el ser tal como es, sino que siempre propone un deber ser. Se identifica, así, con un acto de la voluntad o, si se prefiere, de la imaginación moral. Hay algo definitivamente muerto en las utopías (o algo, al menos, que debe ser erradicado por completo): su componente fatalista, la certeza de su inevitabilidad. Nada está garantido. Los garantismos históricos han muerto. (En verdad, si algo ha caído con el Muro de Berlín es el garantismo en la Historia, esa idea sedativa que afirmaba que el mundo marchaba hacia el socialismo o que el capitalismo fatalmente perecería por sus “contradicciones internas”.) Pero la muerte de las utopías garantistas no debe conducir a la muerte de la esperanza. No cualquier esperanza, claro. Sino la que es posible asumir en esta etapa de la historia.
La espera es una adecuación inmovilista con el ser como entidad inmodificable. Nada es posible, no hay Historia. La existencia es sólo espera, jamás acción. La esperanza por el contrario, parte de una insatisfacción esencial, de un desacomodamiento con el ser. La esperanza es la lucidez de la crítica. Pero es también la lucidez de saber que el futuro no existe para que en él se cumpla mi esperanza. Que el futuro existe en tanto me proyecto hacia él, pero mi proyecto abre una dimensión ontológica (el ser del futuro, el futuro es por la trascendencia de mi proyecto), pero no abre una dimensión de plenitud, una dimensión que asegura la satisfacción –en ella, ahí– de mis deseos. Esta esperanza, que no es pasividad, que no es espera, que no es mansedumbre, pero que tampoco es certidumbre de nada, que no promete tramposamente una tierra de promisión, esta esperanza, digo, esta esperanza áspera, curtida, puesta aprueba por el desencanto, el fracaso, la derrota, debería modelar nuestro temple en estos días difíciles.

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