Por David Viñas "Soy un fui y un será y un es cansado" |
Los tres emergentes mayores de mi generación fueron asesinados por el poder represivo: Ernesto Guevara, Rodolfo Walsh Y Rodolfo Ortega Peña. El primero, notoriamente, en Bolivia, por su mayor apuesta guerrillera; Walsh, en un suburbio bonaerense por su faena periodística y Ortega, en una calle de Buenos Aires por lo que ya insinuaba en su acción parlamentaria. De Walsh y de Guevara, los comentarios críticos se han ocupado saludablemente atenuando ciertos excesos apologéticos. Incluso, el rigor de esos comentarios han cuestionado con sutileza las reticencias o deformaciones que han surgido, de manera previsible, en los aparatos ideológicos de los sistemas de turno. En el caso de Ortega Peña, su evaluación y su rescate quizá puedan empezarse a partir, precisamente, de lo que parece un decisivo denominador común de lo que ha sido llamado la generación del Che: la presencia invicta de la política y de la escritura. Y como arista de ese par de superficies, aludiendo filosamente al íntimo vaivén entre una y otra, una ética sin moralismos como denuncia de los dobles mensajes. El Che en Ñancahuazú y su Diario; Walsh con sus nexos sindicales y su Operación Masacre; y Ortega mediante la historiografía y la oratoria. Y en los tres casos la muerte, ordenada desde el poder canónico, corrobora la significación dramáticamente crítica y heterodoxa que estaban construyendo estos tres argentinos. No es fácil en este momento de predominio generalizado del escepticismo astuto, de las complicidades más o menos cínicas frente a todo lo que suena a utopía, el rescate de un intelectual-político como Ortega Peña. Es más bien una hipótesis insolente. Porque así como hasta el gran aparataje del neoliberalismo triunfalista y de las diversas inflexiones de los llamados posmodernismos, han tenido que reconocer la trascendencia de Guevara y de Walsh, se verán en la alternativa de acatar los valores de Rodolfo Ortega Peña. Es que los tres, hoy, en el envés de las piedras de sus epitafios marcan --paradójicamente-- los límites más categóricos del supuesto "fin de la historia" y de los demorados proyectos del hombre nuevo.
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