Feliz cumpleaños/1
En 1989, París
festejó, con una gran exposición internacional, el primer siglo de la Revolución
Francesa.
Argentina envió una variada muestra de productos del país. Entre otras cosas, mandó una
familia de indios de la Tierra del Fuego. Eran once indios onas, ejemplares raros, una
especie en extinción: los últimos onas estaban siendo aniquilados, en esos años, a
tiros de Winchester.
De los once onas enviados, dos murieron en el viaje. Los sobrevivientes fueron exhibidos
en una jaula de hierro. Antropófagos sudamericanos, advertía un cartel. Durante una
semana, no les dieron nada de comer. Entonces, cuando ya los indios estaban aullando de
hambre, les arrojaron algunos pedazos de carne cruda. El público, que había pagado
entrada, se agolpaba en torno de la jaula. Nadie quería perderse aquel espectáculo
impresionante.
Así fueron celebrados los primeros cien años de la Declaración de los Derechos del
Hombre.
Feliz cumpleaños/2
Portugal celebró, con bombos y platillos, los quinientos años del
desembarco de Bartolomé Días en las costas del sur de Africa. Fue una fiesta de la
nostalgia imperial: el osado navegante había llegado al Cabo de Buena Esperanza en 1487,
en una época de alta gloria, cuando Dios había regalado a Portugal la mitad del mundo.
Una copia exacta del antiguo navío se hizo a la mar, poblada de actores vestidos al modo
de los tiempos, sedas y terciopelos, finas espadas, sombreros de mucho plumaje, y puso
proa al Africa. En la playa sudafricana, estaba previsto, habría una multitud de negros,
saltando de alegría y de gratitud ante el navío que había venido, cinco siglos antes,
para hacerles el favor de descubrirlos.
Pero esa playa era, en 1987, exclusiva para blancos. Los negros tenían prohibida la
entrada, por esas cosas del apartheid.
Una multitud de blancos, pintados de negro, recibió a los portugueses con una cerrada
ovación.
El progreso
De la noche a la mañana, ocurrió: unos palos con tres ojos brotaron
en las esquinas de la calle principal. Nunca se había visto nada semejante en el pueblo
de Quaraí, ni en toda esa región de la frontera.
De a caballo, venidos de lejos, acudían los curiosos. Ataban los caballos en las afueras,
por no molestar el tránsito, y se sentaban a contemplar la novedad. Mate en mano, el
termo bajo el brazo, esperaban la noche, porque en la noche las luces eran más luces, y
daba gusto quedarse y mirar, como quien mira las estrellas naciendo en el cielo. Las luces
se encendían y se apagaban, luz roja, amarilla, verde, siempre al mismo ritmo; pero
aquellos hombres de campo, indiferentes al paso de los automóviles y de la gente, no se
aburrían del espectáculo.
El de aquella esquina es más lindo aconsejaba uno.
Este de aquí demora más opinaba otro.
Que se sepa, ninguno preguntó para qué servían esos ojos mágicos, que parpadeaban sin
cansarse nunca.
Los orígenes
Dios y el Diablo nos están convidando:
Vengan a ver cómo hicimos el mundo.
Está cayendo la tarde, desde las cumbres de nieve que se alzan por encima de las nubes, y
todas las edades de la Creación están a la vista.
Cordillera arriba, las montañas lloran hilos de humedad que se deslizan sobre la piedra
negra; y la piedra, mojada, se ilumina y revela sus colores escondidos. La memoria de la
piedra ofrece los colores del paso de los tiempos, pintados por Dios con helada maestría.
Cordillera abajo, humean las ciénagas. La humareda viene de los abismos donde el Diablo
fuma. En esas profundidades de la selva, el mundo muere en un parpadeo y en un parpadeo se
pudre y renace.
El eclipse
Cuando la luna se come al sol, los indios kayapó disparan flechas de
fuego hacia el cielo, para devolverle al sol la luz perdida. Los barí suenan tambores,
para que el sol regrese. Los aymarás lloran, y a gritos suplican al sol que no los
abandone.
A fines del 94, hubo pánico en Potosí. Cayó la noche en plena mañana y quedó el
cielo súbitamente negro y con estrellas. En aquel mundo helado de muerte, mundo del fin
del tiempo, lloraron los indios, aullaron los perros, se escondieron los pájaros y se
marchitaron las flores.
Helena estaba allí. Cuando el eclipse acabó y todos celebraron el fin del mundo, ella
sintió que algo le faltaba en la oreja. Un arete, un solcito de plata, se le había
caído. Ella buscó al pequeño sol por los suelos, durante largo rato, aunque sabía que
no iba a encontrarlo jamás.
Los escultores
El cerro Piltriquitrón tiene la cabeza en las nubes. Hasta hace poco,
la cabeza era bosque quemado; ahora, es bosque tallado.
Unos cuantos artistas escultores, venidos de aquí y de allá, subieron hasta esa cumbre,
donde yacían las lencas, altos árboles arrasados por el incendio feroz, y se pusieron a
trabajar los troncos que el fuego había volteado o mutilado. Los árboles, ¿estaban
muertos, o se hacían los muertos? Durante una semana, día tras día, los escultores
hicieron su tarea; y por gracia y magia de sus manos, los cadáveres se han echado a
andar.
La función comienza cuando usted llega. El cementerio se ha convertido en teatro. Un
tronco gigantesco es ahora un arlequín, despatarrado, con un solo sombrero y dos cabezas:
el arlequín da la bienvenida al respetable público, que entra y pasea, de árbol en
árbol, a lo largo de los cuerpos de madera que brotan de las ruinas y bailando vuelan.
La voz
No son más de mil los indios ishir que sobreviven en el Chaco.
Wylky, legalmente llamado Gregorio Arce, habla por todos en las ceremonias sagradas. Hace
años, una peste mató a su gente más querida. Entonces, él se hundió en el bosque, y
allí cantó y cantó, y siguió cantando cuando la sangre le brotó de la boca. Con la
garganta rota, mucho después, emergió de la fronda.
Es casi nada la voz que le queda, un susurro quebrado, pero Wylky es un señor de la
palabra. Está hecho de silencio, y de pocas palabras secretas y luminosas, el sendero que
conduce a la casa de los dioses.
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