Por Cristian Alarcón El viernes por la mañana
llegué a Mar del Plata. Pasé ese día y el siguiente buscando nuevos datos, investigando
al supuesto grupo de choque formado por ex servicios de inteligencia que desalojó a un
grupo de desocupados de la Catedral local. También quería saber cómo se planeó el
incidente y qué relación tuvo con un sector de la iglesia. El mismo viernes, por la
noche recibí un llamado con tono amistoso, donde se me previno de ciertos
riesgos. Era la misma voz telefónica que el miercoles, todavía en la
redacción de Página/12, me había pasado datos precisos sobre la pertenencia del
feligrés Ricardo Oliveros a los servicios del Ejército.
La voz me advertía ahora que no hiciera llamadas desde mi habitación del hotel Iruña,
que estaba rodeado de los muchachos, que no caminara solo porque podían
robarme, que destruya mis papeles con información y números de teléfono porque podían
entrar en mi cuarto. Finalmente dijo: Vos te estás metiendo con tipos muy jodidos.
Oliveros no hizo un secuestro. Hizo cien. Y los demás también. Torturaban. Ayer a
las 18.30, cuando iba al aeropuerto en un remis, fui seguido por dos hombres en una
camioneta blanca a 120 kilómetros por hora. El chofer los eludió durante cinco minutos.
En una esquina, se salió del camino, dobló en contramano, con semáforo en rojo. Pero al
volver a tomar, después de un rodeo, la ruta 2, la camioneta nos esperaban. Hicimos
tiempo esperando un móvil policial que nunca llegó. Perdí el vuelo.
El miércoles llamó al diario reiteradas veces una persona interesada en brindar más
información sobre la nota aparecida ese día, en la que se relataban los hechos ocurridos
en la Catedral de Mar de Plata. Dijo ser un amigo que conocía perfectamente a
Oliveros, la persona que había aparecido en ese artículo como uno de los supuestos
feligreses que expulsaron del templo a un grupo de desocupados. En conversación con dos
fuentes el día anterior me habían dicho que entre los atacantes había servicios de
inteligencia. Esta persona me aseguró que Oliveros pertenecía a la inteligencia del
Batallón 601, GADA, y que había tenido actuación como jefe de grupo de tareas durante
la última dictadura. Quise saber detalles y propuse una cita. Se negó. No quiso darme un
teléfono. Convenimos que llamaría nuevamente el viernes a las 16.
Consultado por la periodista de Página/12 Nora Veiras, un vocero castrense no negó la
información, que parcialmente fue publicada en la nota parecida el día jueves. Esa tarde
fuentes judiciales me dijeron que no era uno, sino varios los agentes involucrados, no ya
en una gresca entre fieles ricos y pobres, o feligreses y desocupados, sino un operativo
planificado por un grupo de choque. El viernes a las nueve volaba a Mar del Plata en el
mismo avión que los personajes del caso que habían estado la noche anterior en el
programa Hora Clave. Al llegar, le propuse una entrevista a Oliveros, que estaba
acompañado por una especie de guardaespaldas de clásica vestimenta y lentes espejados.
El proto servicio me preguntó por qué había hablado en Aeroparque con los
representantes del Movimiento Teresa Rodríguez. Expliqué mi inocencia. Se
tranquilizaron e hicimos la nota.
El viernes a las 16 el informante llamó a la redacción. Habló con mi editor y como al
pasar, antes de que le contaran, dijo que yo estaba en el Iruña. ¿Cómo
sabía? Los muchachos ya están allá. Y agregó: Lástima que fue a ese
lugar, porque los gallegos los dueños son buenos tipos pero está lleno de
servicios. Ya de noche me llamó al hotel. Me dió algunos detalles, algunos
apellidos y me pidió descripciones sobre los hombres que aparecen en la fotografías o
videos de los disturbios. Fui parco en esa conversación. Pasaron alrededor de dos horas.
Estaba escribiendo en la habitación 311 la nota publicada ayer, donde informamos que se
pidió la detención de Oliveros y tres personas más por ser sospechosos de pertenecer a
la patota. Sonó el teléfono. No hables, me dijo. Te llamo porque la
cosa no está muy bien. Los muchachos efectivamente están allá. Tené cuidado. Escuchá.
Levantá todos los números de teléfono importantes. Mis datos memorizálos. A mi no me
conocés. No vuelvas a llamar desde el hotel porque vas a escrachar a esos y también los
van a pinchar. Si salís no dejes documentación. Van a entrar a la pieza. Y en la calle
no andes solo. No creo que te den pero pueden simular un robo para sacarte los
datos. Entre el stress típico del cierre, y el mal humor de recibir semejante
consejo, lo paré. Hice una broma sobre películas de espías. Intenté desdramatizar.
Pendejo. Cuidáte. Vos te estás metiendo con tipos muy jodidos. Muy jodidos.
Oliveros no hizo un secuestro. Hizo cien. Y los demás también. Torturaban. Tené
cuidado. Y cortó.
Cerca de la medianoche me visitó una amiga que vive en la ciudad, le conté lo que pasó.
Intentamos disipar la paranoia. Pero antes de salir ordené los papeles. Me llevé un
pequeño papel con números. Fuimos a un restaurant y luego a un bar en auto. Me dejó en
el hotel a las pocas horas. Mi pasaje había quedado en el escritorio. El sábado trabajé
desde temprano. Regresé a las 17.30. Habían ordenado mi habitación. Tenía poco tiempo
para alcanzar el vuelo de las 18.55. Nunca pude encontrar el pasaje. Tampoco algunas de
las fotocopias con información que había conseguido hablando con fuentes locales.
Subí corriendo al remise. Estaba nervioso. Como tratando de calmarme le conté parte de
la historia al chofer. Le pedí por favor que acelere porque no quería perder por nada el
avión. A los dos minutos el hombre dio vuelta la cara y dijo ¿no nos estarán
siguiendo?. No, no creo. Entonces, él me señaló una van blanca que me
pareció ser Mercedes Benz y lucía un gran cartel, Open Plaza. Que enseguida
se nos pegó. Arriba iban dos hombres. El que manejaba era un morocho de cara gorda y pelo
largo, que miró fijo al remisero y después a mí. Yo no le di mayor importancia, pero el
remisero sí. Continuaron a nuestro costado. Después volvieron a atrás. El remisero
insistió en que nos seguían. Ellos volvieron a ponerse a la par. Miraron con la misma
simpatía. Esperé que digan algo o hagan algo. Disculpáme, pero ¿esto es un
seguimiento?, pregunté en broma al remisero. Que nos siguen, nos
siguen, me contestó. Puso las trabas. Apretó el acelerador y no volvió a bajarlo.
Ellos tampoco.
El chofer llegó a 120. Demostró habilidad, esquivó varios autos. Pero no pudo zafar de
la compañía. A la cuarta maniobra, cuando nos acercábamos a un semáforo, el chofer me
dijo: flaco, yo tengo hijos. Yo no los había visto, pero ellos según él
hacían señas con las luces altas. Entonces el hombre decidió escapar.
Doblo. La calle lateral a la ruta dos era angosta y contramano. El semáforo
que nos frenó en la esquina estaba en rojo. Los amigos de la van hicieron una maniobra
para acercase desde otro carril. El chofer dobló en infracción, hizo una media U
acelerando otra vez. La camioneta lo intentó. Nos siguen, repitió el chofer.
Ellos hicieron otra vez señas, pusieron las balizas, intentaron doblar, pero el tráfico
de la ruta los frenó. Me di cuenta entonces de la estupidez nerviosa de no haber anotado
la chapa. El chofer dio una vuelta a la manzana. Entramos otra vez a la ruta 2. El
remisero los vio: nos esperan adelante. Habían frenado la marcha, iban a paso
de hombre 150 metros adelante. El chofer llamó a la policía por radio. Desesperado.
Pidió que un móvil nos acompañe la aeropuerto. La conversación parecía de película.
El chofer decía: esto es muy peludo, es grave y reclamaba, a paso de hombre,
con los amigos adelante, que manden el móvil. Lo hizo a lo largo de varias cuadras. Como
no llegaba nos dijeron que esperemos en una estación de servicio. Pasaron entre cinco y
siete minutos eternos. Convencí al chofer de retomar la ruta para llegar al avión. No
volvimos a ver la camioneta. Perdimos el vuelo, pero llegamos a la seguridad del
aeropuerto.
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