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El pasado que no se puede enterrar

Un fantasma –o bien, una momia– recorre Rusia: el cadáver de Lenin es el centro de una intriga difícil entre nacionalistas, comunistas y gobernantes corruptos.

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The Guardian de Gran Bretaña
Por David Hearst Desde Moscú

t.gif (862 bytes) La cola se extendía a todo lo largo de uno de los lados de la Plaza Roja y daba la vuelta a la esquina para terminar en los jardines Alexandrovski, exactamente como en los malos viejos tiempos. Marina, la mujer que estaba detrás nuestro, se había venido desde Ucrania oriental con su hija y su sobrina para posar su mirada sobre la frente de huesos cuadrados de Vladimir Ilich Lenin por última vez: “Los niños deben verlo, porque pronto van a enterrarlo”. Su sobrino se había negado a separarse de su Gameboy: “¿Qué sentido tiene ir a mirar un fiambre?”.
El sobrino ausente estaba en lo cierto. Lenin luce demacrado. Cuatro años atrás, tenía un color respetable color amarillento, aunque bilioso. Desde entonces, ha desarrollado un preocupante matiz ocre que ha llevado a muchos de los que siguen su caso de cerca a la conclusión de que el padre de la Revolución Rusa ya ha sido retirado del lugar, convirtiendo el mausoleo en nada más que un museo de cera comunista. A medida que la cola avanzaba, descendiendo los negros escalones de mármol de un mausoleo de los años 30 construido en la forma de una tumba azteca, algo había cambiado. Los guardias del Kremlin en sus botas altas habían desaparecido. En su lugar había indolentes policías sin más armas que un par de detectores de metales. La muchedumbre se detenía a mirar brevemente al hombre al que por tanto tiempo de sus vidas adultas había conocido como el “Abuelo Lenin”. Los policías chasqueaban los dedos a los visitantes para mantenerlos en movimiento.
Como símbolo de la historia rusa, el valor de los restos momificados ha sido devaluado. No más un icono, se han vuelto una curiosidad de los últimos momentos del siglo XX. El tema de su entierro se ha vuelto una cuestión de intenso y amargo debate.
En 1961, los restos momificados del dictador soviético Joseph Stalin, que habían yacido por ocho años junto a los de Lenin, desaparecieron entre gallos y medianoche a través de un túnel secreto. Se lo hizo por orden de Kruschev. No quedó huella de Stalin. Incluso removieron el nombre que adornaba la entrada.
Todo el mundo teme ahora que pase lo mismo con el cuerpo de Lenin, y los comunistas han permanecido cerca de la capital, sólo por las dudas. Pero los nubarrones arrecian. El último líder del Kremlin que se pronunció sobre el entierro fue Mijail Gorbachov, que pasó muchas de las horas de su vida de pie ante la tumba de Lenin. “Estoy absolutamente a favor de enterrar el cuerpo de Lenin si se lo hace de un modo humano y cristiano”, dijo la semana pasada. Pero no es tan fácil como suena. “¿Qué quiere decir cristiano?”, pregunta el pariente más próximo de Lenin que sobrevive, su sobrina Olga Ulyanova, de 78 años. Lenin está enterrado tres metros bajo el nivel del suelo, en un sarcófago, cumpliendo con las tradiciones de la ortodoxia rusa.
¿Pero para qué seguir manteniendo a la plaza más famosa de Moscú y de Rusia (“rojo” en Rusia también significa hermoso) como un cementerio? Nadie lo sabe a ciencia cierta, porque existen fosas comunes de la guerra civil, pero yaciendo al lado de la tumba de Lenin hay como 400 cuerpos más, enterrados al pie del muro, que incluyen a cada líder soviético -exceptuando a Kruschev–; los más grandes generales rusos, incluyendo a Georgi Zukhov, y a su mayor cosmonauta, Yuri Gagarin. Si se entierra a Lenin, y se deja vacío el mausoleo, ¿qué hay que hacer con los otros? Para una Rusia nacionalista tratando de desenredarse de su pasado comunista, ésta no es una empresa fácil. Los héroes de guerra rusos, tan importantes para la psiquis nacionalista, fueron también héroes del Ejército Rojo. Yeltsin erigió una pomposa estatua ecuestre a Zukhov, a sólo metros de donde yacen sus restos. La estatua pertenece a la Rusia moderna, la tumba a la Unión Soviética. Incluso entre aquellos que reconocen que hay algo profundamente bizantino en la exhibición pública de un cadáver, existe una profunda resistencia a que Boris Yeltsin sea el hombre que lo entierre. No se ha olvidado que él fue el apparatchik comunista que hizo derribar la Casa Itapiev, la residencia en Yekaterinburgo donde los Romanov fueron ejecutados, cumpliendo órdenes del Comité Central. Olga Ulyanova cita a Yeltsin, en una previa encarnación democrática, con delectación. Yeltsin dijo en 1991: “No podemos olvidar lo que él hizo (Lenin). Esta es una gran figura, un genio. Tenemos que saldar nuestras cuentas con él, pero estoy en contra de sacarlo del mausoleo”. Hoy es el mismo hombre que dice: “Va a ser enterrado, la pregunta es cuándo”.
Yeltsin, su familia y los oligarcas que los respaldan están muy preocupados por su sucesión. De ella dependen demasiadas de sus cuentas suizas y propiedades en Alemania y en el sur de Francia. Con elecciones parlamentarias acechando en diciembre y elecciones presidenciales el año que viene, toda una variedad de coaliciones amenazantes parece posible. La papeleta política más caliente en el lugar es Yevgeny Primakov, el primer ministro que Yeltsin echó apenas meses atrás. Los comunistas, que admiten que por sí solos ellos nunca podrán ganar otra elección en Rusia, estarán ansiosos de pegarse a un candidato nacionalista o de centroizquierda. Y si quieren construir coaliciones con otros partidos, lo último que necesitan son manifestaciones de masas.
La semana pasada, el líder comunista Gennady Ziuganov advirtió que pasaría a la acción si el cuerpo era trasladado: “Tenemos un plan, Inmediatamente adoptaríamos medidas de emergencia”, dijo. Pero la triste verdad es que Ziuganov es el último en desear que le desafíen su bluff. Es más apropiada una oposición inactiva. Para enredar las cosas aún más, han aparecido místicos en ambos campos. El presentador televisivo y dramaturgo Eduard Radzinsky dice a sus televidentes cada mes que “hay un dicho. La guerra no ha terminado hasta que se ha enterrado al último soldado. Nuestra revolución y nuestras desgracias no terminarán hasta que se entierre a Lenin”. Del lado opuesto, la sobrina de Lenin también usa argumentos místicos. Olvidando todo su adoctrinamiento marxista-leninista, ha advertido que si Lenin es removido de su tumba el hecho puede causar “temblores impredecibles” en el país.
Los científicos del Centro de Investigación Científica de Estructuras Biológicas también están muy resueltos a mantener el experimento de momificación que iniciaron en abril de 1924. En ese momento, pensaron que duraría sólo 20 años. Han sido 75. Ho-Chi Minh, Georgi Dimtrov, líder del Partido Comunista búlgaro, y Agostinho Neto de Angola son otros usuarios satisfechos. ¿Para qué destruir algo que es una innovación de la ciencia rusa?
También se debate con ardor lo que el propio Lenin habría dicho sobre su suerte en 1999. Nadie ha encontrado prueba escrita alguna de que quisiera ser enterrado junto a su madre en San Petersburgo.
Su fantasma sigue hechizando la moderna vida política rusa. Borrar el pasado es una práctica que llega con naturalidad a cada nuevo ocupante del Kremlin. Arreglárselas con él requiere una madurez política que nadie parece capaz de demostrar.

 

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