OPINION
La Iglesia y sus
contradicciones
Por Washington Uranga |
Hace
dos años la Iglesia Católica se propuso iniciar un proceso destinado a aumentar el grado
de responsabilidad de sus fieles en el propio financiamiento y, al mismo tiempo, darle la
mayor transparencia al manejo de sus fondos. El arzobispo de Resistencia, Carmelo
Giaquinta, presidente del Consejo de Asuntos Económicos de la Conferencia Episcopal, se
puso a la cabeza de esta tarea y, junto a un grupo de obispos y técnicos, implementó los
objetivos antes mencionados a través de un llamado Plan Compartir.
Giaquinta fue muy claro en decir que, si bien puede ser una meta a mediano plazo, por el
momento no existe la intención de renunciar al aporte que el Estado hace para el
mantenimiento del culto católico e informó con precisión cuánto recibe la institución
eclesiástica por esa vía. Hay fondos destinados a la asistencia social que también se
canalizan a través de la Iglesia mediante convenios especiales. Pero no son los únicos.
Ni el propio Giaquinta ni sus colaboradores han podido, a pesar de sus múltiples
intentos, acceder a toda la información sobre los aportes que las diócesis reciben del
Estado por otros conceptos. Lo cierto es que en la mayoría de los casos estos últimos
subsidios se gestionan sobre la base de la amistad o las vinculaciones políticas entre
ciertos obispos y los hombres que manejan el poder y los presupuestos oficiales.
Giaquinta asegura hoy que es enorme lo caminado desde setiembre de 1997 para
alcanzar el objetivo fijado y que ello impulsa (a la misma Iglesia) a descubrir más
profundamente la fuerza y la belleza de la comunión, incluido el plano económico.
No obstante, persisten algunas situaciones que no han podido ser aclaradas y que se
constituyen en motivo de contradicción dentro de la propia institución eclesiástica.
Ni el Espíritu Santo conoce con certeza cuánto dinero se transfiere desde las
arcas del Estado a ciertos obispados confió una fuente eclesiástica cercana al
Programa Compartir, aludiendo a que ni la propia comisión episcopal encargada de ordenar
las finanzas eclesiales ha podido blanquear las cuentas de todos los obispados. Para
entenderlo es necesario tomar en cuenta que cada obispo es la máxima autoridad en su
propia diócesis y la Conferencia Episcopal no tiene jurisdicción ni poder sobre ese
territorio eclesiástico. Cada obispo sólo debe rendirle cuentas al Papa. Tampoco hay un
presupuesto centralizado para toda la Iglesia, sino que cada obispado tiene sus propias
cuentas.
Tal como lo denunció tiempo atrás la revista católica Criterio, hay obispos que reciben
dinero por debajo de la mesa. El hecho es conocido en el ámbito de la Iglesia
y ha suscitado duros debates entre los propios obispos en el seno de la Conferencia
Episcopal. Los subsidios se consiguen sobre la base de los contactos, la buena relación
y, no es ilógico suponer, los mutuos favores entre un grupo de obispos y los funcionarios
dispuestos a ganar bendiciones.
En el caso de los ATN (Aportes del Tesoro Nacional) canalizados a través de la provincia
de Buenos Aires, se respetó el procedimiento legal para asignar los fondos, pero es
cuestionable el criterio de prioridad utilizado y, en algunos casos, la transparencia en
el uso de las partidas. Porque, tratándose de dinero que proviene de las arcas públicas,
es deseable que se destine a cubrir necesidades básicas y que se informe del fin que se
da a esos fondos. Por un lado el Gobierno castiga a los obispos y a las
instituciones de Iglesia que critican el modelo económico y denuncian el aumento de la
pobreza. Rafael Rey, Caritas, Reconstruir con Esperanza, entre otros, han sido víctimas
de esta política. Pero por otro, se ganan adhesiones a través de aportes con los que se
favorece a los obispos amigos. Si de contradicciones se trata, la Iglesia tampoco está
exenta. |
|