Por Luciano Monteagudo Hay una intensidad, un rigor,
una belleza en Madre e hijo que hacen de este film una experiencia extrema, singular como
pocas. El director ruso Aleksandr Sokurov (un heredero del cine de Andrei Tarkovski, a
quien el propio Tarkovski admiraba) se impuso apenas dos personajes y un paisaje: un hijo
y su madre agonizante, en una campiña desierta. Casi no hay palabras en los abrumadores
73 minutos del film, sino unos escasos susurros, unos recuerdos tan fugaces como el
murmullo del viento que barre los campos y las nubes oscuras que atraviesan serenamente el
cielo. Lo que busca Sokurov entre esa madre y su hijo no es por cierto un análisis
psicológico nada más lejos de su cine sino las raíces atávicas, la esencia
de ese vínculo en una instancia límite como es la de la muerte. Para ello, se despoja de
todo aquello que le pueda significar un lastre, una desviación en su camino. Nada hay en
su film de accesorio, de decorativo. Todo es sustancial, imprescindible, inmanente.
Si Madre e hijo contiene en su proyecto estético un regreso al romanticismo alemán
particularmente a la pintura de Caspar David Friedrich, como lo ha reconocido el
mismo Sokurov no se trata de una cita cultural sino en todo caso de una forma de
intentar acceder a lo invisible a través de la exacerbación de lo real, una manera de
recuperar la espiritualidad del arte contra la tiranía actual de la imagen reducida a la
escala del diseño. Utilizando lentes especiales durante el rodaje (no hubo tratamiento
posterior de laboratorio), Sokurov se propuso devolverle su bidimensionalidad a la
pantalla y hacer de ella lo que finalmente es: un lienzo, una tela sobre la cual extiende
los colores graves de su paleta, privilegiando siempre la textura, como si se pudieran
casi palpar las luces y sombras que va trazando su pincel.
Cierra tus ojos físicos para que veas primero tu cuadro con los ojos del espíritu.
Luego, haz que aparezca en el día lo que has visto en tu noche, para que su acción se
ejerza a su vez sobre otros seres, del exterior hacia el interior.... Estos
postulados escritos en 1830 por Caspar David Friedrich parecen el motor que mueve todo el
concepto plástico de Madre e hijo. El paisaje del film es, a la manera romántica, un
paisaje del alma, un estado de ánimo, que diluye toda noción realista del espacio y del
tiempo. Y es notable cómo ante su film se tiene la sensación de que Sokurov consigue lo
que muy pocos cineastas (quizá sólo Tarkovski, en el prólogo de Andrei Rubliov, con un
hombre elevándose perplejo hacia el cielo, o en el final de El sacrificio, con el
incendio iluminador) han logrado: que el espíritu se desprenda un poco de la máquina
humana, que se abra una grieta en el palacio del mundo.
En Madre e hijo el cine como la poesía es entendido como una forma de
conocimiento mágico, misterioso, que relaciona estrechamente lo circundante con la vida
interior, como una revelación. Las largas caminatas que emprende el hijo, primero con su
madre a cuestas, para que ella pueda recorrer por última vez la tierra que ha habitado, y
finalmente solo, preparándose para el momento definitivo de la muerte de quien le dio la
vida, parecen tener la función de disolver a los personajes en el universo, de alcanzar
una oscura armonía con la naturaleza. El camino es sinuoso, serpenteante; la llanura
accidentada; los árboles pareceninclinarse y abrazarlos a su paso, como si participaran
de esa ceremonia del adiós. Un tren a vapor, lejano, indiferente, surca el cuadro. Su
sonido se confunde con algún borroso pasaje musical, como si esa difusa locomotora
humeante y esos pocos vagones representaran de pronto la fugacidad de una vida que pasa.
En El alma romántica y el sueño, Albert Béguin, en su análisis de la obra de
Friedrich, habla del tormento del pintor por los irreconciliables dualismos que
desgarran a la naturaleza humana y de la manera en que trataba de superarlos, de
conquistar una unidad, expresada a la vez por su piedad y por la concepción que
tenía de su arte. Algo similar podría decirse de Sokurov. Ese hijo cargando en
andas a su madre agónica es evidentemente una suerte de pietà invertida, pero lo
excepcional de Madre e hijo es que se pueda percibir un acento religioso, una inspiración
mística, aunque no haya un símbolo concreto que lo precise. En cualquier caso, el film
todo, en su monolítica entidad, parece asumirse como un acto de compasión.
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