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Gudrun Geyer y Aleksei Ananischnov, las dos únicas siluetas que atraviesan “Madre e hijo”.
Utilizando lentes especiales, Sokurov le devuelve su bidimensionalidad a la pantalla.

“MADRE E HIJO”, OBRA MAESTRA DEL RUSO ALEKSANDR SOKUROV
Dos figuras en el paisaje del alma

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Por Luciano Monteagudo

t.gif (862 bytes) Hay una intensidad, un rigor, una belleza en Madre e hijo que hacen de este film una experiencia extrema, singular como pocas. El director ruso Aleksandr Sokurov (un heredero del cine de Andrei Tarkovski, a quien el propio Tarkovski admiraba) se impuso apenas dos personajes y un paisaje: un hijo y su madre agonizante, en una campiña desierta. Casi no hay palabras en los abrumadores 73 minutos del film, sino unos escasos susurros, unos recuerdos tan fugaces como el murmullo del viento que barre los campos y las nubes oscuras que atraviesan serenamente el cielo. Lo que busca Sokurov entre esa madre y su hijo no es por cierto un análisis psicológico –nada más lejos de su cine– sino las raíces atávicas, la esencia de ese vínculo en una instancia límite como es la de la muerte. Para ello, se despoja de todo aquello que le pueda significar un lastre, una desviación en su camino. Nada hay en su film de accesorio, de decorativo. Todo es sustancial, imprescindible, inmanente.
Si Madre e hijo contiene en su proyecto estético un regreso al romanticismo alemán –particularmente a la pintura de Caspar David Friedrich, como lo ha reconocido el mismo Sokurov– no se trata de una cita cultural sino en todo caso de una forma de intentar acceder a lo invisible a través de la exacerbación de lo real, una manera de recuperar la espiritualidad del arte contra la tiranía actual de la imagen reducida a la escala del diseño. Utilizando lentes especiales durante el rodaje (no hubo tratamiento posterior de laboratorio), Sokurov se propuso devolverle su bidimensionalidad a la pantalla y hacer de ella lo que finalmente es: un lienzo, una tela sobre la cual extiende los colores graves de su paleta, privilegiando siempre la textura, como si se pudieran casi palpar las luces y sombras que va trazando su pincel.
“Cierra tus ojos físicos para que veas primero tu cuadro con los ojos del espíritu. Luego, haz que aparezca en el día lo que has visto en tu noche, para que su acción se ejerza a su vez sobre otros seres, del exterior hacia el interior...”. Estos postulados escritos en 1830 por Caspar David Friedrich parecen el motor que mueve todo el concepto plástico de Madre e hijo. El paisaje del film es, a la manera romántica, un paisaje del alma, un estado de ánimo, que diluye toda noción realista del espacio y del tiempo. Y es notable cómo ante su film se tiene la sensación de que Sokurov consigue lo que muy pocos cineastas (quizá sólo Tarkovski, en el prólogo de Andrei Rubliov, con un hombre elevándose perplejo hacia el cielo, o en el final de El sacrificio, con el incendio iluminador) han logrado: que el espíritu se desprenda un poco de la máquina humana, que se abra una grieta en el palacio del mundo.
En Madre e hijo el cine –como la poesía– es entendido como una forma de conocimiento mágico, misterioso, que relaciona estrechamente lo circundante con la vida interior, como una revelación. Las largas caminatas que emprende el hijo, primero con su madre a cuestas, para que ella pueda recorrer por última vez la tierra que ha habitado, y finalmente solo, preparándose para el momento definitivo de la muerte de quien le dio la vida, parecen tener la función de disolver a los personajes en el universo, de alcanzar una oscura armonía con la naturaleza. El camino es sinuoso, serpenteante; la llanura accidentada; los árboles pareceninclinarse y abrazarlos a su paso, como si participaran de esa ceremonia del adiós. Un tren a vapor, lejano, indiferente, surca el cuadro. Su sonido se confunde con algún borroso pasaje musical, como si esa difusa locomotora humeante y esos pocos vagones representaran de pronto la fugacidad de una vida que pasa.
En El alma romántica y el sueño, Albert Béguin, en su análisis de la obra de Friedrich, habla del tormento del pintor por “los irreconciliables dualismos que desgarran a la naturaleza humana” y de la manera en que trataba de superarlos, de conquistar una unidad, “expresada a la vez por su piedad y por la concepción que tenía de su arte”. Algo similar podría decirse de Sokurov. Ese hijo cargando en andas a su madre agónica es evidentemente una suerte de pietà invertida, pero lo excepcional de Madre e hijo es que se pueda percibir un acento religioso, una inspiración mística, aunque no haya un símbolo concreto que lo precise. En cualquier caso, el film todo, en su monolítica entidad, parece asumirse como un acto de compasión.

 

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