Viéndolos, es muy
difícil creer que puedan decirse que se aman. De verdad que resulta difícil creer que
puedan tomarse muy románticamente la mano cuando van al cine, si es que van, o que en la
comida ella, primorosamente, le acerque el tenedor con algún raviol o champiñón o
pedacito de salmón, relamiéndose juguetona, y le susurre: Probá esto, está tan
exquisito como lo que te espera después....
Y no es que el punto de observación sea disimuladamente tendencioso o apriorísticamente
negativo, no, de ninguna manera. Es muy difícil creerlos humanos porque hay algo
embrollado que los caracteriza, algo misterioso, un áurea más cerca de la amarillez de
la ictericia que del amarillo-pus; pero también puede ser que influya ese control de
hierro que ejercen sobre aquellos que se les acercan sin segundas intenciones, pero que
ellos igual previenen con miradas no repelentes pero sí falsas como orín de lagartija.
Seguramente y dicho de una mala vez, lo que hace que se crean, más que muchos, elegidos
por la providencia y cercanos al parnaso yupilandesco, estando en realidad, ya, en una
cacimba de mierda, debe ser el modo de sonreír...
Este detalle siempre ha sido fundamental en la historia de la humanidad. Baste recordar el
parpadeo metafísico de Judas sopesando sus treinta moneditas cuando ortibeó a Jesús.
O los fiscales atropellando a Flaubert cuando éste con un guiño dental les dijo que sí,
que tenían razón, que Madame Bovary era él, qué joder.
O la pícara-pura-primorosa-prieta-principal-pringosa sonrisa de Shirley Temple apoyando a
Walt Disney cuando éste garantizó la finalización de la guerra de Vietnam siempre y
cuando se arrojaran bombas atómicas como la que se había arrojado en Hiroshima.
O la sonrisa cachazuda y ahora a rajar del milico que le colocó la banda
presidencial a Alfonsín.
O la subiguela sonrisa de Pericles al bajarle el dedo a Tucídides condenándolo al
ostracismo.
O la imperdible del que-te-jedi dictándonos, sin que se le arrugue el jopo, cátedra de
ética.
O la menesterosa de André Gide cuando le fue a pedir perdón a Proust.
O la ahora éste me viene a romper las bolas sonrisa de Proust indicándole la
silla a Gide para que se acomode.
Ni hablar de la ¿me-dolerá-o-no-me-dolerá? clásica medio sonrisa de la
Gioconda. O del Giocondo; en estos tiempos que corren uno tiene que ser amplio, vaya que
sí, no sea que el gremio se encolerice y se tire encima.
O la sonrisa de balcón de aquel que está muy bien donde está, a pesar de que aún sigue
jodiendo.
¡Y la sonrisa de bandoneón del que está en el bronce como esperando al dueño del cielo
para cantarle Vida cruel y cobarde, traicionera y feroz, mes has basureado el alma y
dicen que ¡hay dios!.
O la canosa sonrisa de pescado del mafioso number one de este ispa que no se puede creer.
Sonrisas... Sonrisas... Millones de sonrisas hay... Aseguran que Perogrullo destacó que
las peores son las que vienen acompañadas de una palmada en el hombro...
Pero en definitiva y para ser concluyente, no hay nada mejor que caer en el lugar común
para definir con exactitud la sonrisa de hienas que ostentan con admirable desenfado estos
dos poligrillos de papel mashé, adobados en peluquerías y gimnasios al tono.
Sonrisas que, en verdad, no sonríen, escupen. Como me escupe la corajuda sonrisa de esta
chiquita desdentada, que me pide limosna sin que se le ahuequen los cachetes. Y yo, buen
patriota, agradecido por la escupida,los voto, y meto la mano en el bolsillo y saco una
moneda, de las que me faltan, y se la doy.
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