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Por Inés Tenewicki Un burro, una gallina, un perro y una gata vienen de atravesar similares situaciones de maltrato con sus respectivos amos. Al burro lo ofendían continuamente llamándolo mula, y no le reconocían su incansable trabajo. El perro había perdido el olfato a causa de un resfrío, y su dueño lo reemplazó sin más por otro más joven, condenándolo a pasar hambre y frío. A la gallina, cuya misión en la vida era empollar y tener hijitos, le robaban sus huevos para venderlos en el pueblo. Y a la gata, acostumbrada a una vida de confort, la habían descendido bruscamente de categoría. Los cuatro se rebelan de la opresión y el trato humillante, renuncian a la vida de servidumbre y se escapan de sus hogares. En la huida, se encuentran todos en un camino y se unen en la empresa de hacer música y llegar a la ciudad. Una ciudad ideal que nunca aparece tal como la imaginaba cada integrante del grupo, porque cada uno tenía una idea de ciudad diferente, pero ninguna se acercaba a la real. Cada uno, también, tenía su propia idea de lo que iba a suceder en el futuro, cada uno trataba de asegurar su identidad. En los comienzos de la relación, primaba lo individual sobre lo grupal; esto, según se vislumbra hacia la segunda o tercera escena, es lo que va a evolucionar en el desarrollo de la obra. Así comienza la historia de Saltimbanquis, un interesante argumento adaptado del cuento alemán Los músicos de Bremen, que se tomó como eje narrativo para esta comedia musical en la que el elenco de actores es acompañado por una compañía de 14 chicos de entre 8 y 12 años. El estribillo de la canción principal, cuatro solos no son nada, cuatro juntos son un montón resume la moraleja del cuento, eso de la unión hace la fuerza. La secuencia dramática tiene buen ritmo, y es notorio el esfuerzo del grupo por explorar distintos recursos en pos de dar vida teatral al texto literario. Se usan, por ejemplo, muñecos de gran tamaño para representar a los amos-malos, y un grupo de niños hace las veces de coro a la manera de los griegos. Mientras tanto, una serie de coreografías le va dando movimiento y color a la historia. Sin embargo, la obra resulta despareja y no siempre es comprensible para el público al que se dirige. Algunas canciones, por ejemplo, se cantan demasiado rápido o no es bueno el sonido; los chicos actores, por otra parte, actúan con cierta rigidez y están vestidos como para un desfile de modelos, más que caracterizados con una función estética. Las actuaciones son medianamente buenas: la mejor es la de Jorge Maselli, que hace de perro, y la de Mariana Clusellas, la gata, que se destaca sobre las demás por el canto, aunque su personaje luce demasiado ampuloso y resulta bruscamente diferente de los demás. La escenografía es algo pobre, con sólo unos arbustos para escenificar un punto en el camino, y una casita aislada en el escenario para el desenlace. El vestuario, en cambio, se destaca por lo sugerente. Saltimbanquis es, a pesar de todo, una comedia entretenida, con música pegadiza y buen movimiento; al final, los animales encuentran una casa y deciden vivir juntos en una especie de comunidad zoológica donde cada uno tiene su función. En este momento sucede el clímax de la historia: aparecen los ex amos, y perro, gata, burro y gallina, aunque miedosos, deciden hacerles frente, siempre unidos. Este es el punto de la obra en que la platea se identifica plenamente con los protagonistas. Como es deesperar, ganan los animales, que descubren el valor de la amistad y la solidaridad. Saltimbanquis ya se presentó en teatro a principios de la década del ochenta, con Mario Martínez y Roberto Palandri como directores. Ellos estuvieron al frente de la obra durante largo tiempo, primero en el viejo Teatro Olimpia, posteriormente en el Teatro Alvear y más tarde en el Teatro Regio, a comienzos de los noventa: por este espectáculo pasaron actrices como Inés Estévez, Nelly Fontán y Flora Bloise.
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