Juancito... es de
Alberto Vacarezza, |
Por Cecilia Hopkins En los últimos tiempos, el prolífico autor de sainetes que fue Alberto Vacarezza ha venido despertando un interés especial entre algunos directores que, en algunos casos, buscan recuperar junto a su bullicioso estilo una imagen mítica de Buenos Aires. El aggiornamiento del lenguaje propio del género representa otra posibilidad: encontrar las coincidencias posibles entre los primeros y los últimos años de este siglo fue el punto de partida del director Lorenzo Quinteros para su puesta de Los escrushantes. Ahora es el turno de Juancito de la ribera, texto escrito por Vacarezza hacia 1927, cuando el mundo sentimental e ingenuo propio del sainete ya no despertaba el interés masivo de sus épocas de gloria. El director Carlos Alvarenga buscó reflejar un mundo de fantasía que ya no existe, pero que pervive en todos nosotros como signo de identidad, memoria y ensoñación ciudadana, según escribe en el programa de mano. Asimismo, comunica su intención de exaltar los sentimientos y dignificar las pasiones, sustentando ideales en el grupo social. Nobles objetivos, sin duda, si no fuera que los sentimientos y pasiones que expone Vacarezza en esta obra hoy lucen primitivos y decadentes. Ya verás lo que te espera a la lunga del camino, amenaza a Juancito el padre de la mujer que abandonó para calaverear a sus anchas. A pesar de la advertencia, la justicia poética (una de las características del género) no actúa en este caso con demasiado rigor. Si bien debe abandonar el canto, el soberbio Juancito es perdonado sin reservas por la mujer que horas antes había sido .-literalmente hablando tratada como un pucho que se tira a la calle y que nadie se dignaría levantar. Para estas mujeres de Vacarezza, el hecho de perdonar al hombre que las abandona es un acto desesperado: si se les niega la restitución de la honra perdida, fuera del matrimonio sólo les espera entregarse a la mala vida. A ellas les cabe, de todas formas, una existencia subordinada al varón de turno. Así lo demuestran Juancito y Luiyín, midiendo su hombría y fama según la belleza de la mujer que llevan prendida del brazo, cuyas virtudes evalúa el jurado que se establece a tal efecto. El único rasgo que se salva de este texto es el del humor, la gracia porteña de ciertos donaires y entreveros, la alegría festiva de la milonga. Y es precisamente esto lo único destacable de la versión que se muestra en Andamio, en la que los actores de mayor edad tienen a su cargo las actuaciones más destacadas del conjunto.
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