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Por Juan Gelman


t.gif (862 bytes) No sólo Borges: hace cien años nació uno de los compositores más grandes que dio Francia en este siglo. Mercurial en vida y obra, Francis Poulenc solía pasar de la depresión al entusiasmo y, en su música, del humor paródico y desenfadado a un sentimiento trágico cargado de lirismo. En 1936 no apoyaba al gobierno del Frente Popular, coalición de socialistas, radicales y comunistas de claro tinte de izquierda, pero un lustro después se enrolaba en la resistencia contra el nazismo. Ese mismo año visitó Rocamadour, localidad del sudoeste francés donde la leyenda quiere que en el siglo XII San Amadour instalara su ermita. En ese lugar de peregrinación durante la Edad Media baja, Poulenc sube los 200 escalones excavados en la roca que conducen a la cripta del santo, conoce una experiencia religiosa que lo marca profundamente, y compone entonces las conmovedoras “Letanías a la Virgen negra”. Pero en 1945 escribe “Figura humana”, una cantata basada en textos del poeta comunista Paul Eluard -impresa clandestinamente en el París ocupado por los nazis– que es nítida expresión del espíritu de resistencia. Con la misma libertad crea en 1956 una de las óperas más notables de este siglo, Diálogos de carmelitas, sobre libreto del muy católico escritor Georges Bernanos.
Contra el “emocionalismo” musical del siglo XIX, cuya cumbre aconteció en Wagner, Poulenc manejó desde temprano un humor paródico sin más freno que su arte. Es manifiesto en na40fo01.jpg (15770 bytes)“Rapsodia negra” (compuesta a los 18 de edad) y en sus “Tres movimientos perpetuos” para piano (1918), así como en la música que puso a Bestiario, de Guillaume Apollinaire, o Escarapelas, de Jean Cocteau, y 30 años más tarde, a la farsa surrealista del primero titulada Las tetas de Tiresias. Fue un rasgo que cultivó su primer maestro, Erik Satie. La relación entre ambos cesó abruptamente en 1924. El discípulo empezaba a desplegar alas propias y escribe a su amigo Paul Collaer: “Todo lo que podía obtener de los consejos espirituales de Satie lo obtuve ya. Ahora está enojado conmigo. Mejor. Uno no puede pasarse la vida diciendo ‘sí, sí, por supuesto’, ‘indudablemente’ y otros clichés que terminan por ajar la admirable figura de ese maestro”.
No es fácil para un artista medir con precisión la densidad y alcance de su obra. Poulenc tenía, además, ese talento: consideraba que sus espléndidas canciones y su música coral eran superiores a sus composiciones para orquesta y éstas, a su vez, mejores que su música de cámara. En una carta de 1922 evalúa para Darius Milhaud a los compositores que habían participado en el festival internacional de música de cámara de Salzburgo. Aplicando una escala de +20 a .20, le da a Webern el puntaje más alto, +19; siguen Milhaud y Bartok con +18; Stravinsky y Kodaly con +14; en +13 se ubica él mismo junto a Hindemith; bajo cero a Ravel (-11) y al italiano Busoni (-15). La repulsión por Ravel era otra herencia del viejo Satie. También la admiración por Stravinsky, aunque a Poulenc, siempre al tanto de los avances musicales de la época, nunca le gustaron las obras seriales que el ruso escribió en los años 50. Y tampoco el atonalismo de Schoenberg. El francés no buscaba nuevos sistemas de composición: apoyaba su carga subversiva en la tonalidad tradicional.
En una carta de octubre de 1942, Poulenc formula su propia concepción de la originalidad artística: “Sé muy bien –confía a André Schaeffner– que no soy de esos músicos que habrán innovado la armonía, como Igor (Stravinsky), Ravel o Debussy, pero pienso que hay lugar para la música nueva que se conforma con los acordes que usaron otros. O no fue el caso de Mozart, Schubert. Por lo demás, el tiempo subrayará la personalidad de mi estilo”. Esta declaración parece un eco de Ezra Pound, para quien arte original es el que renueva al viejo.
Se ha hablado de la influencia de otros músicos –Berlioz, Debussy, Satie– en la obra de Poulenc. Tal vez. Pero los que se dedican arastrearlas parecen ignorar que “las influencias no son de causas que engendran efectos, sino de efectos que iluminan causas”, como dijera Lezama Lima. Poulenc “explica” a Debussy, Berlioz, Satie, y no al revés. “Los profesores, que son los gendarmes de estos temas –agrega el gran cubano– gustan más de las cadenas causales que de las iluminaciones. La impregnación, la conjugación, la germinalidad, son formas de creación más sutiles que los desarrollos causales. Además, continuar a A no significa seguir a A, pues la historia de la sensibilidad y la cultura es una mágica continuación y no un seguimiento”.
Poulenc es autor de algunas de las canciones más bellas de este siglo. Compuso más de un centenar con textos de Apollinaire y Eluard (de quien decía “me hizo sacar afuera lo mejor de mí”). En realidad, buscaba conmover y esa idea presidió su voluntad de perfeccionamiento a lo largo de toda su obra. No podía evitar el llanto cuando interpretaba su segundo “Intermezzo” de 1934 en las interminables giras a las que se vio obligado para ganarse el pan. La crisis de 1929 lo había llevado a la pobreza y en 1930 moría prematuramente la mujer que amó y no quiso casarse con él. “En la vida conocí el placer, nunca la felicidad”, dijo. Pero su música tiene algo de prodigio, trae la felicidad.

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