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Se enciende una luz de esperanza

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Winnipeg ‘99 demostró que los deportistas argentinos siguen enseñándoles a los dirigentes cómo hacer las cosas.


Por Diego Bonadeo
t.gif (862 bytes)  Cuando se decidió la participación argentina en los Juegos Panamericanos de Winnipeg, una de las preocupaciones pareció ser no contar con los fondos suficientes para proveer a los deportistas argentinos de la indumentaria para participar “correctamente” en el desfile inaugural.
A partir de este dato, que seguramente preocupaba mucho a ciertas culturas más emparentadas con desfilar que con competir –debe recordarse que el presidente del Comité Olímpico Argentino es el interminable coronel Antonio Rodríguez, en funciones desde que el gobierno de la dictadura lo colocó en el cargo–, no parecían demasiado auspiciosas las perspectivas de éxitos deportivos de la delegación nacional. No porque faltara la ropa para desfilar, sino porque que faltara la ropa haya sido casi una preocupación prioritaria.
Si pensamos que el deporte argentino no tiene medallas doradas olímpicas desde hace cuarenta y siete años –la última la ganaron Tranquilo Capozzo y Eduardo Guerrero en remo, en Helsinki 1952, y en Melbourne, cuatro años después Humberto Selvetti igualó el primer lugar en el levantamiento de pesas en la categoría mayor, pero perdió el desempate en la balanza por ser más pesado que su adversario–, queda claro que la avidez por los logros superaba el hecho de que Panamericanos y Olímpicos no son ni muchos menos lo mismo, en función de ir recuperando de a poco el terreno perdido en los medalleros.
Mirando el país devastado o poco menos, en especial para la mayoría de los argentinos del común, hasta podía suponerse una contradicción el hecho de una participación con aporte de dineros públicos, no importa en qué porcentaje, habida cuenta del aporte de los privados, en cuentas que inexorable y minuciosamente deberán rendirse a la sociedad.
De todos modos, el cuarto lugar que la delegación nacional parece haberse asegurado en el cómputo de medallas, debe, una vez más llamar a la reflexión. Porque es casi un milagro que así sea.
Los deportistas argentinos, de los que tan poco se habla, escribe y muestra, consiguieron lo que consiguieron a pesar de las estructuras. Salvo quizá alguna excepción. No se trata de personalizar, ni de puntualizar para evitar injusticias en la valoración. Se trata sí de reflexionar globalmente sobre el estado de situación de cada uno de los estamentos que componen el deporte argentino con participación sudamericana, panamericana y olímpica. Y uno llega a la conclusión de que difícilmente podrá haber políticas deportivas, si casi no hay políticas.
Las estructuras dirigenciales siguen arrastrando los vicios generalizados de siempre, inclusive exacerbando algunos. ¿De qué políticas deportivas puede hablarse si hubo denuncias generalizadas contra dirigentes deportivos que engrosaban sus bolsillos con parte de los dineros asignados a los becarios de su especialidad? ¿De qué políticas deportivas puede hablarse cuando proliferan los dirigentes-azafatas que ocupan plazas para deportistas viajando a congresos inconducentes para participar de cócteles frívolos o para lucir escudos o corbatas e intercambiar escuditos o souvenirs?
Una vez más la lucecita de la esperanza se encendió en Canadá, porque una vez más la gente de a pie –en este caso los deportistas, que son los que importan– le demostró al poder –en este caso los integrantes de las estructuras, que son los que deberían ayudar y no pretender protagonizar– cómo deben hacerse las cosas.

 

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