Praga anterior a la
caída del muro de Berlín era una ciudad llena de andamios. Me gustaba Praga sobre todo
cuando estaba nevada. Las iglesias, palacios y fortalezas ennegrecidas emergían de la
nieve como una carbonera que todavía conservara muchas brasas vivas que eran los santos y
obispos de oro plantados en las hornacinas. En pleno comunismo el misterio de la ciudad
consistía en que aquellos andamios de hierro corroído parecían ya más viejos que las
mismas fachadas del siglo XII que se intentaba restaurar. Entre los mecanos anquilosados
que formaban túneles en las aceras se movía la gente con un aire ortopédico. El puente
de Carlos IV siempre aparecía vacío, pero a veces podía verse apoyado en el pretil al
personaje de La condena de Kafka a punto de arrojarse al río Moldava para librarse de la
tiranía del padre. En la soledad de la niebla, al suicida sólo lo acompañaban los
retorcidos santos de antracita que adornan las barandillas, entre ellos San Vito, patrón
de los bailarines y de otros seres convulsos, y San Vicente Ferrer, campeón antisemita,
que allí encaramado parecía vigilar el gueto de Praga. Era imposible contemplar la
iglesia de Nuestra Señora de Tyn o la Torre de la Pólvora. Lo impedían los andamios
herrumbrosos de una sociedad paralizada. Cuando cayó el muro de Berlín, todo comenzó a
moverse y Kafka también tuvo que adaptarse a la nueva realidad. Los andamios que trepaban
por las fachadas de Praga hoy han sido sustituidos por una masa compacta y sudada de
jóvenes internacionales que se mueve en torno de los monumentos y cubre el puente de
Carlos IV hasta su última piedra con sus mochilas. La última vez que estuve allí
descubrí una nueva imagen de terror. Miles de turistas aposentados en los pretiles
llevaban todos la misma camiseta blanca con el rostro de Kafka estampado en el pecho. Este
rostro de Kafka con su perfil de ratón se reproducía hasta el infinito y avanzaba en
manadas por las calles de la ciudad. Ya no hay andamios corroídos por el viejo régimen.
Praga palpita ahora bajo la alegre convulsión de viajeros de todo el mundo, pero el
terror dentro de poco va a tomar otra faz en la ciudad como un avance del final de
milenio. El 11 de agosto en Praga el eclipse de sol será total. La ciudad quedará en
tinieblas y el rostro de Kafka vagará a oscuras por el laberinto de Praga estampado en la
camiseta de infinitos fantasmas.
* El autor es columnista del diario español El País. Su última novela Son de mar,
ganadora del II Premio Alfaguara de novela, acaba de distribuirse en Buenos Aires.
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