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Por Diego Fischerman Una escenografía con aciertos, un cantante excepcional y la resolución decididamente espectacular de la puesta no alcanzan para conferirle el valor de una gran obra a una de las óperas más aburridas del repertorio. Mefistofele, compuesta por Arrigo Boito en 1868, tiene como principal acierto el oponerse a las tradiciones dominantes en la lírica italiana del momento, empezando por el protagonismo delegado en la voz del bajo. También, una estructura episódica y la ausencia de alternancia entre arias y recitativos parecen acercar esta obra más al modelo wagneriano que al de los compatriotas de Boito. Que aquí el ayudante del doctor Faust se llame Wagner podría tomarse, en todo caso, si no como un homenaje por lo menos como un buen chiste. Pero donde Mefistofele fracasa, prisionera de su pretenciosidad, es ya no en la unidad dramática (Boito la evita adrede) sino en un tratamiento orquestal siempre más preocupado por el efecto que por la sustancia y, sobre todo, en la escasa inspiración que respira la trama musical. Una de las razones de la supervivencia de esta ópera (quizá la única) es brindar a una voz habitualmente secundaria como la del bajo la oportunidad de un gran protagónico. Y sus posibilidades de éxito descansan, obviamente, en que haya un gran bajo como protagonista. En ese sentido, el notable Samuel Ramey cumple con todo lo que puede esperarse de una de las grandes estrellas líricas del mundo en los últimos años. Dueño de una voz de timbre exquisito, con buen fraseo y excelente desempeño en el escenario, el cantante es, en esta nueva puesta estrenada en el Colón, una presencia excluyente. Un diablo más bien atemporal apenas una cola y unos cuernos rojos, sumados a un frac impecable, seductor y jamás desbordado, apuesta aquí con Dios con el alma del buen doctor como prenda. Y el doctor, a pesar de tentarse con las mieles de la juventud y de una felicidad que el saber no pudo otorgarle, dará marcha atrás en el último momento. Algo así como un empate en el que, sin embargo, el arte de Ramey dejará la idea de un triunfador claro. Cristina Gallardo Domas, de timbre cálido aunque con algunas imprecisiones en la afinación como una Margherita convincente, Fabio Armiliato con un rendimiento vocal que va de menor a mayor y una correcta Elena compuesta por Graciela de Gyldenfeldt en el cuadro griego en el que Faust conoce la forma ideal (idealización bien romántica y poco clasicista, por otra parte), secundan a Ramey con dignidad pero sin demasiado brillo. La Orquesta Estable, con la dirección de Györiványi Ráth, se mostró potente y efectiva. Efecto o efectismo que fue evidente en la espectacularidad del prólogo, con los coros ubicados en palcos y un buen aprovechamiento de la espacialidad. La puesta, original de la English National Opera, se apoya en una concepción escenográfica interesante, con una rampa inclinada que sugiere falsas perspectivas, y una iluminación sugerente y funcional. Pero el abuso de recursos (acróbatas, bailarines),los lugares comunes en los movimientos de masas y cierta fascinación inocultable hacia el lado más exterior de los conflictos, no ayudan a plasmar una idea suficientemente contundente. Y, sobre todo, no logran hacer más llevaderas las largas horas de música rimbombante y vacía.
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