Otra noche agitada
en el bar. Todo el mundo comenta los últimos acontecimientos políticos. La cosa está
que arde, se viene el tembladeral, lugartenientes que denuncian a sus jefes, yo soy
bueno, ellos me obligaron, fue contra mi voluntad, lo juro por lo que más quiero,
caras desencajadas de los que se habían acostumbrado a las luces y a las chicas del
centro y se ven venir el regreso al pueblito de provincia, a la gris vida hogareña y a mi
peor es nada. Los parroquianos cruzan apuestas sobre las próximas movidas y cómo
terminará la desbandada. Pepino, el viejo y querido levantador de quiniela clandestina,
organiza la timba. Lápiz y papel en mano anota las jugadas. Entre tantos candidatos a
colgar del palo de mesana, hay media docena que los parroquianos consideran intocables.
Nadie se anima a arriesgar sus chirolas en contra de ellos. Dicen: Esos son pesos
pesados, nunca les va a pasar nada. Pepino, que está más contento que santo en la
leonera, advierte que un parroquiano se le está haciendo el sota y no apostó. Ese
parroquiano es Tusitala, el tamborilero negro que supo ser chef en una tribu de
antropófagos reflexivos, en Africa, y siempre nos deleita con el relato de sus aventuras.
Don Tusitala dice Pepino, ¿no le gusta el juego?, no lo veo meter la
mano en el bolsillo, ¿tiene un cocodrilo adentro y le da miedo que se la coma?
Nada de eso y ya mismo, con una bonita historia, les voy a ilustrar las razones por
las cuales no juego.
Todos largamos lo que estamos haciendo y lo rodeamos porque se viene una narración
jugosa.
Bien empieza Tusitala, ante todo deberán saber que en una de mis
andanzas fui capturado por unos beduinos amigos de lo ajeno y muy sanguinarios. No tenían
piedad ni por la anciana madre. Su jefe era el señor Asmodeo, también conocido como
Cuatrocaras.
¿Por qué Cuatrocaras?
Porque de tan falso que era, dos caras no le alcanzaban. Yo, arrodillado en la
arena, había empezado a rezar para irme en paz de esta vida, cuando tuve un rapto de
inspiración y saqué mis credenciales de cocinero. El señor Asmodeo las revisó y
rápidamente mandó decapitar al cocinero oficial. Me destroza el corazón tener que
hacerlo dijo, era un amigo de la infancia, pero nunca le acertó ni con la sal
ni con la pimienta y lo que es peor siempre se le pasaban las papas. Así fue como
tomé el cargo. No era un trabajo sencillo alimentar a un jefe exigente como ése, a su
loro mascota y a su numerosa banda. Me esmeré como nunca: camello a la cazadora,
lagartija a la Kiev, dátiles al champagne, solomillo de perro del desierto a la
muzzarella de dromedaria. Exito total, en la cueva de los ladrones nunca se había comido
tan bien. Hasta que un amanecer nos despertaron gritos de amenazas y ruidos de armas.
Entrégate Asmodeo, vos y tus malandras, están rodeados, tronaba una voz.
¿Y estos quiénes son? preguntó el señor Asmodeo. ¿Será la
justicia, será alguna banda rival o tuvimos la desgracia de que se formara una
cooperativa de víctimas? De todos modos, tengan calma muchachos, la unión hace la
fuerza, resistiremos. Pasaron las horas, la cosa se puso cada vez más fea y Asmodeo
seleccionó a cuatro de sus hombres: Tuerto, Manco, Desorejado y vos también,
Rengo, vayan saliendo al aire libre, acabo de nombrarlos voluntarios para que esos
chiflados se tranquilicen y se manden a mudar. Un rato después los cuatro estaban
enterrados cabeza abajo en la arena, delante de la cueva. Bueno, eran cuatro cabezas
frescas, dijo Asmodeo. Siguió pasando el tiempo y el asedio arreciaba:
Entrégate, Asmodeo, vos y tus esbirros, no tienen escapatoria.
Resistiremos dijo Asmodeo. Hay que tranquilizar a estos dementes.
Y designó a otros cuatro voluntarios. Los despidió con palmadas de aliento:
Siempre los llevaré en mi corazón, por valientes y solidarios.
¿No protestaban los voluntarios?
Chillaban como marranos. Lo cierto es que al rato eran ocho los enterrados cabeza
abajo. A esta altura de las cosas, yo me busqué un lindo barril, me metí adentro, le
puse la tapa y espié por una hendija. La escena se repitió, llegó un momento en que se
acabaron los perejiles y sólo quedaron los capitanejos. Ahora sí que te quiero ver,
pensé. Resistiremos, empezó a decir una vez más el Cuatrocaras. No terminó
la frase. Sus lugartenientes lo frenaron: Jefe, no vaya a pensar que esto es una
traición, usted sabe cuánto lo queremos, siempre le hemos sido leales, pero parece que
para tranquilizar a estos loquitos lo mejor es que vaya usted como voluntario. Lo
agarraron del pescuezo y lo tiraron afuera. Pero unos minutos después, otra vez los
gritos: No es suficiente, los queremos a todos. Los lugartenientes se
empezaron a mirar entre ellos. Eran cinco. Primero fueron tres contra dos. Trompadas,
garrotazos y dos a servir de voluntarios. Después fueron dos contra uno y otro voluntario
voló hacia la luz del desierto. Los dos que quedaron se acogotaron entre ellos. Entraron
los de afuera y se los llevaron arrastrando. A continuación arrearon los cofres con el
dinero robado y finalmente vinieron a buscar a la mascota.
¿Al animalito también?
No se salvó ni el loro. ¿Se da cuenta, mi estimado Pepino, por qué no apuesto a
quienes van a perder el cuello y a quienes lo van a salvar en esta debacle que nos
circunda? Ya conozco el final de la historia. Por lo tanto, ni tengo un cocodrilo en el
bolsillo ni he perdido el amor por la timba. Simplemente he acumulado experiencia de vida.
¿Me va comprendiendo?
|