Juicio en Nuremberg es
una película en que la palabra tiene una primacía fundamental. Es cine con diálogos,
con largos diálogos y dramáticos monólogos. Son tres horas y diez minutos de palabras
que expresan el horror, el odio, la duda, el dolor, los vaivenes de la política, las
preguntas fundamentales acerca de la condición humana. Se estrenó en 1961. Cuando, en
ese año, la vi, estaba muy lejos de saber que, trágicamente, habría de
transformarse en la temática de mi país. Las atrocidades que el film mostraba y
discutía habían ocurrido en otro lugar, tiempo atrás, eran cosas de alemanes, de los
nazis alemanes, que tan perversos habían sido, tan perversos e irrepetibles. Era asistir
al espectáculo del horror con la simultánea certeza de que siempre habría
de ser eso para nosotros: un escenario ajeno. Algo que les había pasado a los otros y que
nunca pasaría aquí. Yo era un adolescente cuando vi la película y ser joven es (o era)
pensar que las peores cosas no habrán de pasarnos. Hoy, ver Juicio en Nuremberg estremece
porque habla, todo el tiempo, del horror, y ya no es posible hablar del horror sin
soslayarnos a nosotros, los argentinos, y nuestras tenebrosas contribuciones a esa
temática.
En Nuremberg, en 1948, en los comienzos de la Guerra Fría, se reúne un tribunal para
juzgar a cuatro jueces alemanes, cuatro jueces que administraron justicia durante la
dictadura hitleriana. El juez norteamericano Dan Haywood (Spencer Tracy) preside el
tribunal y el brillante abogado alemán Hans Rolfe (Maximilian Schell) tiene a su cargo la
defensa de los acusados. El fiscal es un coronel que entró en los campos de
concentración en tanto se desmoronaba el régimen nazi y liberó a los desechos humanos
que aún pervivían en Dachau. Tiene varios films sobre los horrores de los campos, que
utilizará cuando necesite llevar su acusación al extremo. Este fiscal no es totalmente
confiable para los norteamericanos. Alguien (alguien cercano al juez Haywood) lo define
como un young radical. (En la terminología política norteamericana esto
define a un hombre situado del centro a la izquierda, más que a la izquierda incluso; tal
vez, para muchos, alguien cercano al extremismo.) Así, el coronel Lawson (Richard
Widmark) incomoda a quienes desean no humillar a los alemanes porque son necesarios
en esta nueva etapa.
Días después, en el tribunal, uno de los acusados, Ernst Janning (Burt Lancaster), un
jurista eminente que contribuyó a redactar la Constituciónde la República de Weimar,
dirá: Si no sabíamos era porque no queríamos saber. ¿O no escuchábamos los
gritos en la noche?. En una reunión, con algunas copas de más que le despiertan la
osadía, el coronel Lawson, el incómodo radical, le dice al Juez Haywood:
¿Sabe qué ocurrió en Alemania? Nadie tiene la culpa de nada. Los alemanes son
inocentes. Ocurrió que vinieron los esquimales y se hicieron cargo de todo. La culpa es
de ellos. La culpa es de los malditos esquimales. Hans Rolfe visita a Janning en la
prisión y dice: No se deje quebrar. Si Lawson muestra las películas de los campos
yo puedo mostrar peores imágenes de Hiroshima y Nagasaki. Los norteamericanos no pueden
juzgarnos. Nadie puede juzgarnos. Si Alemania es culpable, el mundo entero lo es.
Lawson muestra las películas de los campos. Uno de los jueces nazis en el comedor
de la cárcel le pregunta a un SS también encarcelado: ¿Es verdad eso? ¿Son
verdaderas las películas que mostró Lawson? ¿Cómo puede ser eso posible? ¿Cómo puede
ser posible matar a millones de personas?. El SS, sin dejar de comer, sereno, casi
indiferente o aburrido, dice: Es posible. Lo difícil no es la matanza. Lo difícil
es deshacerse de los cadáveres. La aristocrática señora Bertholt (Marlene
Dietrich), viuda de un general del ejército, le explica a Haywood que su marido era un
militar de la nobleza, que desdeñaba a Hitler, que lo consideraba un burgués, que ellos
no sabían nada de ese asunto de los campos. ¿Qué clase de monstruos cree que
somos? Eso lo hicieron Hitler, Goebbels, Himmler. No lo hizo Alemania. Un general
norteamericano se acerca a Lawson (quien le está subordinado) y le dice que no se
extralimite: Necesitamos a los alemanes. No podemos humillarlos. Ernst Janning
hace una voluntaria y desgarrada declaración en la que se señala como
culpable. ¿Qué importaba limpiar a los comunistas, o a las minorías
raciales como los judíos y los gitanos, si era por la paz y la grandeza de Alemania? Eran
medidas momentáneas. El mismo Hitler era momentáneo. Lo único que permanecería era
Alemania. Uno de los jueces acusados le grita: ¡Traidor! ¡Traidor!. Y
Hans Rolfe el joven, brillante defensor de los jueces nacionalsocialistas y, sobre
todo, de Ernst Janning a quien admira pide la palabra y dice que son muchos los
culpables si Ernst Janning lo es. ¿No sabía el mundo entero quién era Hitler en
1933? ¿Nadie había leído Mi lucha? El Vaticano reconoció a Hitler y le dio prestigio.
¿Es culpable el Vaticano? Winston Churchill dijo en 1938, ¡en 1938!, que Hitler era un
baluarte en la defensa de Occidente. ¿Es Winston Churchill culpable? Rusia firmó un
acuerdo con Hitler y le permitió iniciar la guerra. ¿Es Rusia culpable? Los industriales
norteamericanos vendieron acero a Hitler. ¿Son culpables los industriales
norteamericanos? El Juez Haywood, alejándose de la realpolitik, condena a los
acusados a cadena perpetua. El general norteamericano dice: No entendió. No
entendió. El coronel Lawson, satisfecho, dice: Sí, entendió. Hans
Rolfe, al día siguiente, visita al Juez Haywood y le dice: Sabe, juez, puedo
asegurarle que, en menos de cinco años, los hombres que usted ayer condenó a cadena
perpetua... estarán libres. Esa es la lógica de los tiempos. El Juez Haywood dice:
Sí, es posible que ésa sea la lógica de los tiempos. Pero nunca será la
justicia.
El pasaje más estremecedor de Juicio en Nuremberg (sobre todo en la época en que se
estrenó) es el de los films que exhiben los cadáveres de los campos de exterminio. A los
argentinos se nos ahorró esa visión. No hay films de los campos de exterminio de la
dictadura argentina. O no han salido a luz. Nuestro pueblo, nosotros, puede preguntarse
(cosa que raramente ocurre) sobre su culpabilidad histórica sin que la pregunta vaya
acompañada por imágenes que sin duda habrán sido atroces. Tan atroces como las que el
coronel Lawson muestra de Dachau: porque nada diferencia cinco mil cadáveres de un
millón o dos. Nada diferencia los gritos en la noche que escuchaban los alemanes de los
gritos en la noche que escuchábamosnosotros. Nada diferencia a las multitudes que vivaban
a Hitler de las que vivaban a Videla ahí, en la Plaza de Mayo, luego del triunfo del
Mundial.
El tema de la culpabilidad de los pueblos es arduo y delicado. Todos, luego de un
genocidio, dicen: No sabíamos nada. Sin embargo, son muchas las causas que
posibilitan a un Hitler o a un Videla. El brillante Hans Rolfe explicita las que
posibilitaron a Hitler: El Vaticano, la diplomacia estalinista, los industriales
norteamericanos. Y muchas más. Nos resta a nosotros explicitar las que
posibilitaron a Videla. Para hacerlo, habrá que ir más allá del estamento militar como
único culpable. Decir obstinadamente fueron los militares es permanecer en el mismo y
superficial nivel de esos alemanes que dicen: Fueron Hitler y los suyos. A
ellos, el Juez Haywood les pregunta: ¿Sólo Hitler y los suyos?. Nosotros, a
nosotros mismos, deberíamos preguntarnos: ¿Sólo Videla y los militares? En
1961, cuando vi Juicio en Nuremberg, estaba lejos de sospechar que estaba viendo,
desdichadamente, una película argentina.
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