PANORAMA POLITICO
Maldición
Por J. M. Pasquini Durán |
Pasaron
el eclipse de sol y el día fatal, pero el mundo sigue girando. La profecía incumplida
del fin del mundo se suma a otros finales anunciados que tampoco llegaron. El fin de la
historia después de la implosión del comunismo europeo, el fin de las ideas a causa de
la regencia mundial del pensamiento único de los conservadores, el fin de la
pobreza porque la copa de los ricos rebasaría hasta empapar a los desguarnecidos, son
algunos de los desenlaces presagiados en vano. Queda en pie, sin embargo, una conocida
maldición china: Que tu vida transcurra en una época interesante. Desde hace
más de medio siglo Argentina sufre de épocas interesantes, sin que ningún agüero, ni
siquiera la próxima renovación presidencial, aliente esperanzas en bendiciones
compensatorias inminentes.
Al contrario, la realidad ofrece a diario una avalancha de datos desalentadores que
desafían al más optimista de los discursos de campaña. Ayer nomás había protestas
callejeras en Tucumán, Formosa, Corrientes, Neuquén y Tierra del Fuego, la mayoría en
legítima demanda de salarios impagos, sin contar que las proyecciones estadísticas
auguran en el corto plazo más calamidades de todo tipo. En las calles, gases, palos,
piedras y balas de goma; en los salones políticos sintiendo o fingiendo euforias con los
brazos en alto. Basta comparar esas dos imágenes para comprender que acechan nuevas
épocas interesantes.
Se dice fácil que la tasa de desempleo pasará del 14,5 por ciento en mayo al 17 por
ciento en octubre, pero el detalle es sobrecogedor. En la construcción, una de las
beneficiarias del auge crediticio, durante el último año cuatro de cada diez operarios
perdieron el empleo. En el área metropolitana (Capital y dieciocho partidos del Gran
Buenos Aires), donde más de medio millón de hogares están sostenidos por mujeres, la
mitad de las mujeres solas con hijos no puede costear una canasta básica de 160 pesos
mensuales y una de cada cuatro ni siquiera llega a consumir dos pesos por día. ¡Dos
pesos por día!: lo mismo que acaban de cobrar de aumento los maestros, pero eso sí,
incluidos feriados y fines de semana. ¿Qué más quieren los pobres?, como diría la
Su: ¿el Sheraton?
No alcanza la econometría para medir la soledad y la desesperación de tantos, que se
arreglarían con tan poco. Sin dirección conocida para depositar el asco y la bronca,
más de una vez los desesperados confunden a los responsables y pelean entre ellos,
agregando rencor a la injusticia. Así, los taxistas quieren desaparecer a los remiseros,
los fanáticos de Racing por poco linchan al rematador de la sede del club, un desgraciado
asesina de un balazo, a sangre fría, a una mujer que atendía un pobre kiosco, instalado
para suplir en algo el salario que ya no cobra el marido sin trabajo. Un ovejero alemán,
conocido como perro policía, salva a su dueño de un asalto, y lo celebran el
barrio y la tele más que a un humano policía, aunque algunos de ellos mueran en la
línea del deber. Hasta en esto la contabilidad resulta patética: en el primer semestre
del año los policías caídos en tiroteos son 17 por ciento más que el año pasado, pero
los civiles, presuntos delincuentes, aumentaron 63 por ciento.
El sentido común se vuelve perverso. De eso escribió Hannah Arendt a su amiga Mary
McCarthy hace 45 años, pero en esta época de retrocesos sus conceptos mantienen
vigencia: La vida de un hombre común y corriente evoluciona en un mundo dado por
los sentidos y controlado y guiado por el sentido común. Si este sentido común se
pierde, no hay más mundo común. No sirve, dice Arendt, la lógica de dos más dos
son cuatro, aunque todas la compartan, porque es incapaz de guiarnos y así
llegamos a una situación en la que cada uno es a-normal y necesita
recurrir a un psicoanalista, o sabe Dios a qué otra cosa, para llegar a ser como
todo el mundo, es decir, como alguien que no es nadie en el sentido más
literal de la palabra. En esa realidad virtual sin sentido común, detodo el
mundo porque no se aceptan diferencias ni conflictos de intereses, con ideas únicas
pero sin mundo común, los/as sufrientes se vuelven invisibles, condenados/as a la eterna
soledad sin derecho de apelación.
En ese contexto, valdría la pena reflexionar otra vez sobre la situación de los ochenta
y cinco alumnos sancionados en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Han sido acusados, con
razón, por dañar instalaciones de la escuela, pero también es cierto que la mayor parte
de su vida vieron cómo el patrimonio público era tratado con desdén y rematado con
arbitrariedad, corrupción y avaricia. Han desafiado a la autoridad, es cierto, pero no
tanto como los jefes y soldados de la guerrilla de los años 70 que salieron de sus aulas.
¿Que los propósitos de aquéllos eran generosos de redención? En todo caso, la
trivialidad de éstos es una característica de época, con video-política, clientelismo
electoral, indultos e impunidad.
¿Cómo distinguir la justicia en la sanción punitiva, si a diario lo que se anota en los
más encumbrados tribunales es la injusticia cortesana? Basta repasar la desaprensión
facciosa con que se trata al derecho constitucional de la libertad de expresión, de la
que este diario ha sido víctima en proporción equivalente a la credibilidad que le
otorgan sus lectores y colegas, para comprender que ningún consenso democrático podría
afirmarse con la mera opción formal de justos y réprobos.
El castigo y la prohibición no alcanzan para que los claustros de esa comunidad
educativa, y el resto de la sociedad, puedan aceptar que otras reglas de convivencia son
posibles. Para volver a Arendt, habría que lograr que todos consientan en forjar un
mundo común, en lugar de imponer que sean como todo el mundo. Es
saludable que el rector del Buenos Aires haya iniciado un debate con padres y alumnos,
ojalá lo extienda hasta donde sea posible, para convertir el caso en una nueva
oportunidad para muchos.
En la tarea de formar conciencias más lúcidas y plenas, ningún asunto es demasiado
chico ni grande. El mismo canciller, que exige buena conducta a los argentinos que visiten
las Malvinas, permanece en silencio cuando la Fuerza Aérea reivindica la inevitabilidad
de la guerra de 1982. Los que callaron hace un año cuando corporaciones norteamericanas
calificaron al Mercosur como un escollo para el despliegue de sus negocios en la región,
los que se desvelan pensando en cómo seducir a esos mismos capitales, los que abrieron la
boca como lo acaba de recordar Lula para maldecir la suerte de la integración
si la izquierda ganaba las elecciones en Brasil, los que se negaron a escuchar que el
modelo es contrario a la cooperación internacional, los que festejaron la
sustitución del Estado por las leyes del mercado, ahora asisten desconcertados al
derrumbe y piden protección estatal a los gritos.
La recesión corroe sin piedad los círculos concéntricos de la producción nacional. Sus
efectos letales, sin embargo, no son por completo azarosos ni estacionales, sino los
resultados inevitables de políticas premeditadas que se aplicaron sin precaución ni
piedad. Los que aspiran a develar el rostro humano del mismo modelo cometen el error
equivalente a los que, en su tiempo, justificaban las maldades del modelo soviético en
nombre de propósitos superiores y a la espera de una corrección espontánea de los
daños ocasionados, hasta que no pudo más. La espera de un futuro milagro importado es
tan inútil como los pasados anuncios del bienestar que vendría de la mano de los
inversores, sin hacer nada para merecer a uno y a otro, excepto sacrificar a los incautos
y a los débiles.
Eduardo Duhalde parece creer que sus chances dependen de los consultores o de los nombres
incorporados a su lista de candidatos, porque no quiere aceptar que la credibilidad del
menemismo está carcomida por el orín de su propia obra. Es lógico que se revuelva
buscando la ruta mejor, porque nunca hay que aceptar la derrota antes de que llegue y,
además, porque yaes un rasgo sobresaliente que conserve un tercio de los votos, después
de una década tan interesante, para decirlo en la acepción china del calificativo. Lo
está venciendo la imperiosa necesidad social de aburrimiento satisfecho, esto es, de
vivir una sociedad tranquila, sin los sobresaltos, la zozobra ni la desesperación, con la
sencilla rutina de la vida digna, del trabajo, la honestidad y la justicia. Hay que dar
vuelta al país como un guante, nada menos. Dicen que Fernando de la Rúa es aburrido y
tal vez ese sea su principal mérito. Ojalá que, si gana, no caiga en la fácil
tentación de hacer otra época tan interesante como la que está terminando. Para
conjurar la maldición, no hay que repetirse. |
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