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Por Juan Sasturain El deporte sirve para cualquier cosa, sobre todo si de intereses geopolíticos o político-económicos se trata. Hay ejemplos a patadas (o a paletazos). Así, cuando a comienzos de los setenta los yanquis intentaban el acercamiento a una China que todavía tenía recuerdos en su diafragma excitado del obstinado Mao y de La Larga Marcha, el impresentable Richard Nixon desplegó junto al ubicuo gordo Henry Kissinger la llamada estrategia del ping pong: después de décadas de bancar el invento de Taiwan como la vera China se decidieron por arrimarle la pelotita a los millones de continentales para ver si los amarillos se la devolvían redonda o se la devolvían por lo menos. Y así fue: la mesa de ping pong fue antesala de la mesa de negociación mucho antes del reconocimiento en la ONU y de la silla en el Consejo de Seguridad. Poner un chino y un yanqui a cada lado de la red bajita y esperar que uno de los dos llegara a 21, siempre fue más fácil que controlar la frontera coreana o el cielo sobre Hong Kong. Con semejantes antecedentes, el partido que ayer disputaron dos rejuntados de kelpers y argies en Malvinas es por lo menos una entusiasta caricatura clase be de aquellas publicitadas jugadas de Primer Mundo. Di Tella tan amargo que prefería que hicieran un picadito y el incombustible Lamont pueden sentirse serenos y realizados: no hubo lesionados, no hubo incidentes, no hubo expulsados, no hubo insultos desde las tribunas, no hubo corridas a la salida, no hubo rotura del alambre olímpico, no hubo goles con la mano, no hubo ni siquiera fútbol ni mucho menos jugadores propiamente dichos, incluso y el detalle es maravilloso y revelador no hubo referí. Ni directores técnicos, Oh God... ¿Qué hubo entonces? Por lo que vimos, hubo un partido de falkball (pronúnciese fókbol), juego de salón que es una especie de metegol pero a lo bestia, a escala humana, el equivalente de un ajedrez viviente, para entendernos. El falkball se juega a dos períodos de veinte minutos en hermética cancha de madera, sin laterales la pelota no sale jamás, como en el paddle con una pelota semiviva que no es de madera forrada con cuero porque dolería (más). Son cuatro de cada lado y el arco como el de metegol es petiso y ancho. También, como en el metegol, se hacen muchos goles: ayer, 16 a 12 para los locales, sin contar los de molinete. Lo único que no se alcanzó a ver en la fragmentaria transmisión fue a los que manejaban los fierros (perdonando la palabra y el recuerdo). Incluso, saludablemente, parece que a estos muñequitos de ayer que se prodigaban toscamente al falkball, no los manejaba nadie. El partido, más allá de cualquier consideración todas positivas, saludables plantea empíricamente cuestiones de representatividad: además de ser quienes eran, ¿a quién representaban esos ocho de pantalón corto? Los muchachos de Malvinas jugaron como parroquianos con su esponsor en el pecho: The Globe Cavern, el pub de Julie Clarke, la mamá del pibe que se está probando en Boca; los argentinos eran como muchas veces en estos casos periodistas, más Jota Jota Ize, un empresario cervecero al que lo mandaron previsiblemente al arco y anduvo bien, dicen, pese a los dieciséis. Lo notable es la humorada de la representatividad que asumieron los criollos: Resto de la Argentina. Buenísimo. Una manera indirecta de meter a los rivales en el mapa cuando ellos no querían ni siquiera salir del bar... Los números malvineros son tan chicos que resulta inevitable la tentación de hacer algunas cuentas simples, al voleo. De los dos mil y pico que viven en las islas, no hay más de 1500 kelpers en la capital. Supongamos que 700 son mujeres y el resto supuestos masculinos: sacando pibes y veteranos ¿cuántos puede haber que tengan entre 14 y 35 digamos- como para correr tras la pelota y darle con cierta propiedad cuando la alcanzan? Poquitos, muy poquitos. Como en Andorra, que juega eliminatorias para el Mundial juntando once con los mozos de los hoteles y losinstructores de esquí... En Malvinas hay, sin embargo, equipos varios, campeonato y todo, como en un pueblito chico. De ahí salió el Martyn Clarke, presunto maradonita a escala; en ese aire fresco corre con la camiseta de Boca el hijo del goleador de ayer, James Peck, un pintor que expone en Buenos Aires y al que amigos porteños ya le inocularon la azulioro en vena. Me gusta pensar que este Peck que embocó media docena y aquel Ize que la fue a buscar adentro tantas veces son representativos. Más que Galtieri, que Thatcher, que siguen las firmas.
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