El
triunfo de Reutemann, en menor medida el del intendente rosarino y a todas luces la
permanencia, al tope de las encuestas, de Fernando de la Rúa, activaron el debate (la
seguridad, más bien) acerca de las condiciones que se necesitan, hoy, para ser un ganador
de la política. Ser "aburrido", por
ejemplo. En tanto se entienda por ello no la carencia permanente de buen humor o la
invisibilidad pública de todo rasgo de alegría, sarcasmo y hasta exabruptos, sino el
"tino" de: a) no producir, casi nunca, una definición contundente respecto de
nada; b) evitar las tribunas --y por tanto las manifestaciones altisonantes-- y
privilegiar el contacto "personalizado" con la opinión pública (recorrer
pueblitos en el auto propio, saludar en caravanas, tomar café en un bar para la foto); c)
no entrar en polémicas a menos que resulte imprescindible; d) hablar siempre desde el
"sentido común" y gambetear todo concepto de carga ideológica; e) mostrar
costumbres austeras; f) su ruta.
En ese listado aparecen dos símbolos. Por un lado, el
rechazo popular --debidamente explotado por los candidatos "ganadores"-- a las
afirmaciones que conllevan politización entendida como tal. Se retroalimentan así el
hastío social por la "gran política" que no le mejora la vida a la gente y los
políticos que despolitizan cuanto hacen, y dicen, para no perder votos. Es la forma
perfecta para que la política siga quedando en manos de quienes se sirven de ella,
gracias a una sociedad despolitizada. Y por otra parte, aunque ligado en profundidad con
la anterior, aquello del tuerto rey en el país de los ciegos. No está mal apreciar la
honestidad individual de Reutemann, Binner, De la Rúa o quien sea.
Pero elevar esa consideración al papel de suficiente --ora
para ganar votos, ora para lograr credibilidad-- habla de lo paupérrimo que es el nivel
no ya de las campañas electorales, sino de la dirigencia política en general. Tanto como
de las expectativas anímicas y, admítaselo, del grado de desideologización del conjunto
popular.
Hay una evidente analogía entre esa aceptación del
"aburrido pero aunque sea honesto" con la del "duro pero necesario". Y
a ambos perfiles los unen, a su vez, numerosos antecedentes que revelan lo corto y
frívolo que es esperar de la sola honestidad y de la mera dureza la resolución de
problemas estructurales. A una figura del tamaño de Alfonsín no le alcanzó su imagen de
manos limpias para eludir un fin de gobierno cuasi bochornoso, en medio de un descrédito
popular del que recién se recupera ahora. En el otro polo, un criminal como Bussi se
está yendo por la puerta de atrás y lo que ya le ocurre al ferretero Rico es lo que le
espera al electricista Patti. El signo de estos tiempos podrá ser que alcanza con
poquito. Puede ser cierto para gobernar por un rato, pero nunca para alcanzar grandes
objetivos. |