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Salsa golf
Por Rodrigo Fresán Desde Barcelona

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UNO Hablemos de cualquier cosa, hablemos de golf. Hablemos del golf como uno de los mejores deportes para ver por televisión. Una forma de hipnosis en cámara lenta, una especie de sueño verde. El golf es un viaje de ida y, enseguida, uno está ido. Hay algo en el acto de ver golf por y en televisión que equivale a recitar un mantra un millón de veces hasta alcanzar el Nirvana. Y lo bueno es que todo el trabajo lo hace el otro, el que está jugando ahí adentro, lejos.

DOS Todo esto para decir el otro día vi por televisión la última jornada del torneo de la PGA, iniciales que no tengo la menor idea de a qué corresponden. Experiencia interesante. Me dolía la espalda. Nunca jugué al golf y es más que probable que nunca lo juegue. La anécdota de Mirtha Legrand con la mujer de De Vicenzo nunca me causó mucha gracia, jamás jugué al jueguito de golf que vino con mi computadora y mi experiencia más cercana al tema fue vivir varios años junto a un campo de golf en Venezuela, pasar algunas semanas junto a un campo de golf en Guadalajara y asistir completamente borracho al torneo de Saint Andrews en Escocia. No me acuerdo de nada (los verdaderos fanáticos del golf que conozco me odian por mi falta de respeto al santuario donde todo comenzó) pero me acuerdo que la pasé muy bien. Seguía a un jugador cuyo nombre nunca supe y aplaudía en todos los momentos equivocados. El tipo no demoró en odiarme a mí y a mi sonrisa etílica. Aun así, entonces, poco y nada me costó comprender que el golf –junto con el baseball, deporte del que sí sé bastante por más que algunos (los mismos que se van a reír leyendo todo esto) no me crean demasiado– es el más zen de los deportes. Pero donde el baseball es puro límite y contención, el golf es espacio abierto y el placer primal y nómade de poner un pie detrás del otro y darle para adelante. Por eso es lindo de ver golf por televisión y no es casual que sea el deporte que más se beneficia de la transmisión en video: mucho verde y solcito, ver de cerca lo lejano y la gratificación primal de pegarle a una pelota con un palo; de apuntar y dar en el blanco. Los dos son deportes caminantes –por más que el baseball postule el espejismo de un equipo– y asquerosamente individualistas. Y el golf probablemente sea el deporte más parecido a la literatura: parece fácil pero es complejo. Y cuesta mucho. Y cansa. Pero, ah, el placer de escribir un gran cuento de un solo golpe sin entender muy bien cómo hicimos para que entrara tan limpiamente en ese hoyo tan pequeño.

TRES Todo esto para decir que por aquí –en Barcelona y en España– se habla, se habla y no se para de hablar de El Niño. Sergio García. Diecinueve años y la nueva esperanza blanca del golf que pone nervioso a Tiger Woods, la nueva certeza negra del golf. En la última jornada del torneo de la PGA hay un momento encantador que tiene que ver con el satori y la epifanía: El Niño saca una pelota imposible a la altura del hoyo 16 y la persigue corriendo y corre y da un saltito sacudiendo las piernas en el aire mientras todos los norteamericanos blancos, anglosajones y protestantes aprenden a pronunciar la letra ñ coreando “El Niño... El Niño...” como si le arrojaran flores a uno de esos toreros ridículos que aprendieron a apreciar con Hemingway las siempre insoportables versiones de Sangre y arena. Como dije, lo vi por televisión y entonces comprendí por qué “Todo Golf” supo ser el programa favorito del teleadicto noctámbulo Andrés Calamaro por los tiempos en que nadie salía vivo de allí. El golf distrae, hace pensar en cualquier cosa sin por eso dejar de prestarle atención. Me dolía la espalda pero, cuando vi la repetición del salto de júbilo de El Niño, no pude evitar una sonrisita de felicidad enserio: el tipo de felicidad que uno no sabe de dónde viene y no se espera y, por eso, bienvenida sea. El golf cura.

CUATRO Después, enseguida, las interesantes repeticiones en cámara lenta y las innumerables entrevistas a El Niño y, siempre, sus declaraciones con una sencillez de Buda. “Me la pasé bomba”, “Ha sido la semana más bonita de mi vida”, dijo muy feliz y muy lejos de todas esas parrafadas existencialistas y psicologistas a la que nos tienen acostumbrados nuestros jugadores de fútbol, el deporte menos zen que existe, salvo cuando –como en ese segundo gol de Maradona a los ingleses– el fútbol se golfiza, el gol se hace golf.

CINCO En su libro de ensayos Golf Dreams, John Updike recuerda que El sonido y la furia de William Faulkner empieza con un idiota contemplando un partido de golf. Así, hasta un idiota –o hasta alguien con dolor de espalda, alguien que nunca jugó al golf, que difícilmente lo juegue alguna vez y que también difícilmente vuelva a escribir alguna vez sobre el asunto– puede disfrutar del golf y puede comprender que todos esos muchos que entienden al golf como ejercicio clasista pensando que, por eso, son diferentes, mejores o que han llegado a alguna parte, no entienden nada ni van a entenderlo. Nunca van a pasarlo bomba durante la semana más bonita de sus vidas y nunca despertarán una incomprensible sonrisa en alguien que los mira por televisión sin entender qué pasa pero, aun así, entendiendo que –muchas gracias, de verdad– algo pasó.

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