Las
civilizaciones modernas asumen sin chistar que el sol saldrá mañana. Viven con esa
seguridad instalada por la física, la astrofísica, la astronomía, las matemáticas y el
sentido común. Nadie sospecha de esa verdad científica que erradicó el pánico
ancestral de las comunidades primitivas ante cada puesta de sol. Ellos temían por la
repetición diaria, impecable, de un mecanismo que consumía las fuerzas más portentosas
del universo.
Para los mayas, el regreso del sol todas las mañanas era un fenómeno que dependía del
juego de pelota. La fatalidad se resumía en el vuelo de una bola de cuero impulsada por
la destreza de los jugadores. Cada voltereta de la pelota era una línea que se dibujaba
en sus destinos. Como si el sol y la tierra fueran pelotas lanzadas por los dioses en un
juego que abarcaba el infinito.
En los centros ceremoniales de sus ciudades, diseminadas en la península de Yucatán y en
las selvas montañosas de Guatemala, construían palacios, templos y la cancha de pelota.
Y los jugadores, en realidad, interpretaban a los dioses. Era como si en el campeonato de
primera, en Argentina, jugaran Dios y el Diablo, Krishna y Kali, San Gabriel y el Dragón,
Buda, Jehová y Alá, Shangó y Oxalá. Las canchas eran rectángulos de dimensiones
similares a las de la actualidad, con escalones a modo de tribunas construidas en la roca.
Los arcos eran dos aros que sobresalían de las paredes, en los extremos. Estaban tallados
en piedra con la forma de la serpiente que se come la cola que representaba el ciclo del
día y de la vida: el sol y la luna, lo que empieza y termina, para volver a comenzar.
Como no había medios de comunicación radio, televisión ni diarios los
ciudadanos asistían en masa a cada juego y seguían la trayectoria de esa pelota divina
con el alma en la mano. En el juego se les iba la vida. Y, con semejantes jugadores, cada
partido era un clásico.
A muchos argentinos les hubiera gustado vivir en la época de los mayas. Y tal vez muchos
llevan un maya dentro sin saberlo, lo cual podría ser una explicación cuando se critica
esa pasión por el juego que moviliza naciones enteras. Es posible que haya un instinto
ancestral que guía a esas multitudes que van a la cancha o discuten con el mismo fervor
que pondrían si tuvieran que empujar el sol para que amanezca todos los días.
Carlos Marx vino después de los físicos y astrónomos que hicieron una rutina de la
salida del sol. Dijo que, en realidad, la economía era el factor determinante en la
historia de la humanidad. Después de mucho discutir, con salvedades y agregados, la idea
fue aceptada por la mayoría de los científicos sociales modernos.
Marx planteaba que las personas podían intervenir en los procesos económicos para
aprovecharlos a su favor. Sus oponentes duplicaron la apuesta: aceptaron que la economía
era determinante pero establecieron que las fuerzas que la motorizan son tan inmutables
como el reloj del universo.
Es decir, cuando el sol dejó de ser un problema de todos los días, la gente ya empezaba
a pensar en el salario de todos los meses. Es un problema parecido al que representaba la
serpiente que se come la cola, los ciclos de la vida. El salario de cada mes tiene que
renovarse para volver a vivir. Y cada principio de mes se espera con la misma ansiedad con
que los primitivos esperaban los primeros rayos de sol.
La teoría de lo inmutable establece que las leyes del mercado son como las del universo.
Todavía no se terminó la discusión sobre quién creó el universo cuando hay que
empezar a discutir lo mismo sobre el mercado. Esta tesis impuesta en los últimos diez
años en el país asegura que la energía que se requiere para intervenir en la economía
es tanta como la que se necesita para cambiar la trayectoria del sol.
Por suerte estaba el juego de pelota. O sea, la parte maya de los argentinos. Y como la
trayectoria del sol y la marcha de la economía sonimposibles de cambiar, parte de la
pasión que antes se invertía en la política se sumó a la que siempre se tuvo por el
juego de pelota. Dioses como Riquelme o Pablito Aimar pueden escribir, con una cucharita
en el área o una filigrana en el campo contrario, esa cuota de felicidad en las líneas
del destino.
Tan a pecho se tomaban estos juegos los mayas que muchas veces sacrificaban a los
jugadores y los enterraban bajo las canchas. Los enviaban así a jugar con los dioses de
verdad. Casualmente, este impulso suele aparecer también en los foros populares
argentinos como bares, cafés y sobremesas. Y no solamente hacia los jugadores que
influyen en la marcha del sol, como pensaban los mayas, sino también hacia los
economistas que influyen en la marcha de los salarios. Resulta sorprendente las cosas que
tenemos en común con los mayas.
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