OPINION
De fetiche a verdugo
Por Julio Nudler |
El
folleto lleva un nombre tan poco inspirador como Apéndice Estadístico Mensual, y es
compilado por la consultora MVMacroeconomía. El anteúltimo de los 16 cuadros que
contiene se llama Tipo Real de Cambio y Poder de Compra del Dólar. En la columna
correspondiente, llena de numeritos, figura un índice con base 1980-89 igual a 100. El
valor actual de esa serie es 32,1. Esto significa que hoy con dólares pueden adquirirse
menos de un tercio de los productos argentinos que podían comprarse, en promedio, durante
aquel decenio. O, puesto a la inversa, que los productos argentinos son ahora el triple de
caros para quien tiene dólares (es decir, todos los países del área de esta moneda
patrón), o, más exactamente, que se encarecieron en un 211,5 por ciento. Para los
importadores de países cuyas monedas se depreciaron en términos reales respecto del
dólar, el encarecimiento argentino resulta aún mayor. A la luz de estos números, es
absolutamente normal que la gran discusión argentina del momento sea qué hacer con el
tipo de cambio.
La mayoría se opone a devaluar porque, como afirma Juan Pablo Dicovskiy, economista jefe
de la consultora mencionada, una devaluación provocaría terribles costos y
beneficios azarosos. Con matices, los partidarios de mantener la convertibilidad y
el uno-a-uno plantean la misma fórmula: ajuste fiscal extremo y reducción de costos
allí donde estén, para infundirles así confianza en el país a los prestamistas y
administradores de fondos internacionales. Para una economía tan dependiente del ingreso
de capitales, sería la única manera de reiniciar un círculo virtuoso de crecimiento en
la actividad, aumento en la recaudación y retroceso del riesgo-país. Lo incorrecto
sería aplicar políticas keynesianas, de estímulo fiscal para combatir la recesión,
porque sólo lograrían agravarla al minar la confianza.
Sin embargo, la cuestión que desde ese análisis no se consigue responder es si esa
afluencia de fondos alimentaría una corriente de inversiones productivas, orientadas a la
exportación. Manifiestamente, con el actual tipo de cambio no se ve a la Argentina como
un país donde resulta rentable industrializar para exportar, menos aun cuando el real
brasileño flota en declinación franca. Si los capitales no entran para eso sino para
sostener y convalidar la demanda de importaciones, y el consiguiente déficit comercial
(que reaparecerá tan pronto como haya reactivación), lo único que se reproducirá es el
mismo mecanismo que operó durante esta década, conduciendo a un endeudamiento externo
creciente y a periódicos y violentos procesos recesivos.
Como alternativa moralmente superior a la devaluación se postula la deflación (en lugar
de subir el precio en pesos del dólar, bajar el resto de los precios en pesos, empezando
por los salarios), obtenible por las malas, a fuerza de recesión, o por las buenas,
mediante drásticas mejoras de productividad de la economía. Este es el discurso que
viene reiterándose desde hace años, pareciéndose cada vez más a un inútil
voluntarismo. O la Argentina tanto gubernamental como privada no está a la
altura de ese desafío, o tampoco los demás países lo están, y por eso devalúan cuando
enfrentan problemas similares. En todo caso, hoy hay desgaste y fatiga en el sermón
neoliberal, y decreciente convicción en muchos de los que lo recitan.
Que la devaluación puede ser desastrosa en un país dolarizado como la Argentina no
significa que el desastre sea evitable. Sí, tal vez, que ningún gobernante decidirá
devaluar voluntariamente. Si alguien devalúa, ése será el mercado, que de fetiche
pasará a ser verdugo. |
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