Por Cristian Alarcón Ya no es sólo el tiro en la
cabeza a una mujer que se detuvo en un semáforo en rojo a principios de enero. Ahora son
tres las muertes que se le imputan a Gastón, el chico de quince años al que después de
siete meses de seguimientos logró apresar la vieja y nueva Policía Bonaerense. Adicto a
la cocaína desde los doce, miembro de una banda de chicos y grandes dedicada al robo a
mano armada, hijo de una madre que según la policía está contenta de que haya
caído porque adentro nadie lo va a matar, hermano de cuatro niños menores que él
y escurridizo como pocos, el pequeño Gastón perdió el miércoles a las
cuatro de la tarde en un aguantadero la Villa Santa Rosa, cerca de su rancho en La Cava,
la villa donde todo se pierde y se aprende antes de la pubertad. Se lo acusa de haber
matado en abril a un hombre que se había atrevido a discutirle días antes. Y se lo
imputa de ser quien, junto a dos cómplices mayores de edad, habría gatillado en un
aparente ajuste de cuentas sobre Víctor Sotelo, un chico de 17, de otra banda, que
dormía en una casilla de chapa del mismo y condenado barrio.
El tres de enero, en uno de los vértices de ese pozo de pobreza extrema que es La Cava,
un tiro sonó seco sin despabilar demasiado a los que pasaban. Dos chicos, de entre 14 y
17 años, habían intentado asaltar a una mujer que regresaba de su quinta en Escobar,
junto a su marido y su hijo de 22 años. La plata, dame la plata, alcanzó a
decir uno de los chicos. Cuando Irma Rosa Vedia de Cassino se agachó a buscar su cartera
para zafar y largarse hizo un equívoco movimiento que repercutió en el gatillo
adolescente y terminó con una bala de calibre 32 en la sien. El caso hizo estallar las
tapas de los diarios y la crónica amarilla. Los menores relanzaron la vieja y nueva
polémica de la seguridad y los que salen por una puerta y entran por otra.
Hubo cierta celeridad en la investigación y a los tres días, en medio de un operativo
cazabombarderos en la villa, fueron detenidos dos chicos de catorce años por el crimen.
Quedaron libres por falta de pruebas en menos de 20 días. Se los conoció como
Papichu, o El Chileno, y Dieguito. Las crónicas
registraron la detención de un tercer sospechoso de quince años, Gastón. Algunos
vecinos de la villa le aseguraban por la bajo a la policía que había sido él y un chico
de nombre Diego, quienes en realidad habían disparado contra Vedia.
De su detención no se tuvieron mayores noticias, y según ayer dijeron a este diario
fuentes policiales y judiciales, el chico fue a parar al Instituto de Menores Leopoldo
Lugones de Azul. De allí se fugó. Ya había debutado como tumbero, acusado
de robo, y también se había escapado. Después de esa libertad ilegal habría vuelto a
casa. Entonces se habría hecho de un nuevo enemigo, Orlando Favio Pedrozo. El hombre
se le hizo el malo, lo prepeó y él se decidió a vengarse, sostiene la
policía.
El desquite fueron dos disparos de una nueve milímetros que mataron en el acto a Pedrozo
en un pasillo de La Cava. Si bien fuentes de la Coordinadora de Jefatura policial de Tigre
que participaron de la investigación y la detención de Gastón aseguraron que se le
imputa ese asesinato, las fuentes del Tribunal de Menores 2 de San Isidro le dijeron a
Página/12 que aún no consta oficialmente la imputación.
El delito del que sí está imputado oficialmente el chico es el de homicidio
calificado por alevosía y por el concurso premeditado de por lo menos dos personas.
Fue el 5 de junio a la madrugada y se trató de un ajuste de cuentas. Víctor Hernán
Sotelo, de 17 años, dormía en una cama de la casilla 1007, en La Cava. A su lado tenía
a su hija de tres meses. En el mismo cuarto estaban sus padres y su mujer. Despertaron
pero casi no alcanzaron a moverse cuando a las patadas entró una patota. Eran varios. Dos
de ellos fueron detenidos a los pocos días: Cristian Hernán Rubio, chileno, de 25 años,
conocido en toda La Cava como Pablito Ruiz y su amigo Michel Antonio Carabajal, de 22. La
familia de Sotelo aseguró ante la Justicia que fue Gastón el que disparó a quemarropa
contra Víctor. Es con esos elementos que la jueza de menores María Cristina Piva de
Arguelles firmó la orden de detención del chico. La jueza quien reemplaza a
Néstor Camere, que instruye la causa pero está de vacaciones es la misma que en
marzo intervino como mediadora en el secuestro de una familia de Victoria protagonizado
por otros dos menores de La Cava. Gastón sería el primo de uno de ellos. Son
chicos que desde niños delinquen utilizados por los mayores que los rodean. No hay otro
destino pensado para ellos, dijo ayer a Página/12 una fuente del tribunal. En las
guerras internas de las villas donde las bandas bajan integrantes de uno y otro lado, la
sangre se paga con sangre. Por eso Gastón estuvo más escapado de los vengadores de
la muerte de Pedrozo y de Sotelo que de la cana, según la explicación básica de
un comisario de la Bonaerense.
Habría sido por eso que una de las estrategias de desaparición de Gastón fue
autointernarse en Por decir, una comunidad terapéutica de Ituizaingó. La
policía aseguraba ayer que después del 5 de junio estuvo también en la casa de su
abuela, en Entre Ríos. Hasta que regresó no al barrio, sino cerca. La casilla donde lo
encontraron está en la villa Santa Rosa, de Virreyes, a unas 25 cuadras de La Cava, donde
lo aguantaban los amigos. En uno y en otro lado, entre otros males, golpea la
pobreza extrema. La mitad de la población tiene menos de 15 años, y sólo 3 de 10
personas tienen trabajo fijo. Los tiros no asustan a nadie. La muerte, tampoco.
EL HOMBRE QUE PERDIO A SU ESPOSA
Nos sentimos solos
Nadie me informa nada. Yo voy periódicamente a los tribunales y a la comisaría y
ni la hora me dan. Roque Cassino es jubilado, padre de dos hijos y viudo desde que
el 3 de enero último, su mujer, Irma Rosa Vedia (60), fue asesinada en un intento de robo
ocurrido en la esquina de Rolón y Tomkinson, en Beccar. El chico detenido ayer sería uno
de los integrantes de la banda que aquel domingo interceptó a los Cassino. Me
arruinaron la vida, dice hoy después de ocho meses.
Volvían de un paseo. Se detuvieron en el semáforo. Faltaban quince cuadras para llegar
al domicilio donde viven hasta el presente. Hubo un tironeo y una bala que dio en el
cuerpo de Irma. Ella era como una locomotora. Hacía de todo. En los últimos
tiempos había sido mi apoyo para recuperarme de mi operación y de la depresión en que
había caído por la quiebra de nuestra fábrica, cuenta a Página/12.
Todo cambió en la vida de los Cassino desde aquella tarde de enero. A la incertidumbre y
desconcierto producto de lo ocurrido se sumó la falta de respuestas. Nunca hay
novedades. Además, en los tribunales de San Isidro, me aconsejaron que no ponga abogados
porque eran menores. Nos sentimos solos. Ni cuando recibí amenazas después de una
razzia, en la villa, me pusieron custodia en casa.
Según recuerda Cassino, la amenaza fue de muerte si no hacíamos silencio.
Desde aquel incidente no obtuvo más respuesta, en los siguientes 180 días, por parte de
policías y jueces. Todo fue silencio. Por lo que junto a su hijo mayor, Miguel Angel
(27), el menor, Ariel (23), quien padece síndrome de Dawn, y su suegra optaron por
modificar hábitos mientras espera que una quiebra decretada en su contra le remate su
casa y otras propiedades.
A la costumbre de cerrar la puerta con llave y no abrirle a ningún desconocido
sumamos, desde aquel episodio, el tener cuidado cuando volvemos de noche. Sobre todo yo,
que ahora llevo y traigo a Ariel del colegio, cuenta Cassino a quien el rumbo de la
economía le produjo cuatro by-pass, arrebató en tres años lo construido en cuarenta y
le quitó a su esposa víctima de un robo. No creo que los menores tengan
recuperación. Si van a la cárcel salen peor. Creo que lo que falla son las leyes,
afirma preocupado y agrega: Si no me deprimí y me dejé caer es porque Ariel y
Miguel Angel me necesitan. Ahora me ocupo de ellos y de la casa.
La tierra de la exclusión La villa La Cava es un monumento a la exclusión y la marginación. Separada
por un muro de ladrillo y cemento del exclusivo barrio de Las Lomas, en San Isidro,
alberga a unos 12.000 habitantes, de los cuales sólo un 30 por ciento tiene empleo fijo:
un 40 por ciento directamente carece de trabajo y otro 30 por ciento sobrevive de changas
miserables. Sobreviven con bolsas de comida que llegan al lugar por donaciones. En ese
contexto de miseria crecen los chicos. Y no son pocos. Según las estadísticas de la
Mutual de Tierras y Vivienda de La Cava, el 40 por ciento son menores de 15 años, que se
codean con la droga, la violencia y las armas en los pasillos de la villa. Saben que su
futuro está hipotecado. Las posibilidades de mejorar su calidad de vida son escasas. Para
cualquier vecino de La Cava, conseguir trabajo es muy difícil. Además de la escasez de
oferta laboral, deben enfrentar una traba extra desde el mismo momento en que dan la
dirección donde viven. Eso sólo basta para que se les niegue un empleo.
Paradójicamente, sus primeros ocupantes se asentaron allí por un empleo. Fue en 1959,
cuando la empresa Obras Sanitarias de la Nación contrató obreros del interior del país
para realizar perforaciones, que según los memoriosos del lugar nunca sirvieron para
nada. Quedaron varados en Buenos Aires y los toldos que hacían de obrador fueron las
primeras casas precarias. Como testimonio de esos años quedó un gran pozo, nunca tapado,
que le dio su nombre a la villa. |
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