Durante
décadas, la gestión de los hombres que llegaban al gobierno, por las urnas o por la
fuerza, era catalogada a favor o en contra de dos referencias exclusivas y excluyentes: la
oligarquía agro-ganadera o la burguesía industrial. Había partidos políticos, clubes
sociales, caudillos civiles, generales y obispos, hasta diarios, con o sin "olor a
bosta". Eran épocas binarias, dicotómicas, bipolares, de lemas rotundos:
"imperialismo o nación", "liberación o muerte", "unidos o
dominados", "capitalismo o socialismo", y así de seguido. Desde mediados
de los setenta en adelante, la creciente hegemonía del capital financiero y la
vertiginosa globalización de la economía y las telecomunicaciones, destruyeron esas
imágenes y licuaron la mayoría de sus significados. Aparecieron las categorías de
"incluidos" y "excluidos", pero es habitual que se las mencione como
sinónimos de ganadores y perdedores, al mismo tiempo que se rechaza por herejía toda
confrontación. La idea misma del conflicto social provoca sensaciones de incomodidad y
perturbación. El siglo y el milenio terminan en pleno auge de la ambigüedad. Filantropía y solidaridad, por ejemplo, se confunden con facilidad, aunque
una regala pescados a voluntad y la otra por obligación debería enseñar a pescar.
Antiguos principios de justicia social, algunos de los cuales sobreviven en la letra
constitucional, son asimilados por el pensamiento econométrico en los rubros de
"costo nacional" y "riesgo país", dos abstracciones contables, sin
que la condición humana sea un vector del cálculo. En la lengua castellana, vector es
"toda magnitud en la que, además de la cuantía, hay que considerar el punto de
aplicación, la dirección y el sentido". La ambigüedad hace estragos en la
conciencia social y para comprobarlo bastará comparar mañana, domingo, los resultados
electorales en Santiago del Estero con las crónicas, ya casi olvidadas, del flamígero
"santiagazo". Para contribuir a la confusión general, el discurso de los
candidatos presidenciales se ha empapado con una figura nueva, que llega de la mano de la
ambigüedad: las llamadas "políticas de Estado", o sea un núcleo de
coincidencias básicas que abarque al mayor número de representaciones legislativas. Algo
así como el Pacto de Olivos que abrió paso a la reforma constitucional, pero esta vez
dedicado a temas surtidos.
Desde el punto de vista práctico, hay diferentes métodos
propuestos. Domingo Cavallo y Eduardo Duhalde quieren pactos previos a la elección,
mientras que Fernando de la Rúa solicita que los opositores en el Congreso se comprometan
ahora a votar las futuras leyes que, si gana, enviará la Casa Rosada con el sello de
"fundamentales", como hicieron los congresistas de su partido con las leyes de
Menem, allá a comienzos de la década. En aquellos años, el candidato a vicepresidente,
Carlos Alvarez, votó en contra de la convertibilidad, pero después se arrepintió y se
ve que desean ahorrarle este remordimiento futuro a sus adversarios. Cada uno tiene
motivos para esos auspicios. A Cavallo, minoría electoral, lo pondría en nivel de
igualdad con los depositarios de las mayorías. Duhalde disolvería las distancias con De
la Rúa y el candidato de la Alianza quiere prevenirse contra las dificultades para
gobernar sin mayoría propia en el Congreso, con un Senado hostil y gobernadores en
provincias importantes (Córdoba, Santa Fe, Mendoza, Tucumán y otras) fuera de su
control.
El establishment económico y los acreedores internacionales,
igual que todos los que desean clonar al menemismo conservador, alientan con simpatía
esta posibilidad, ya que un acuerdo semejante despejaría cualquier incertidumbre sobre
las inclinaciones del voto popular, reducido a elegir entre collares distintos para la
misma mascota. Todos rechazan, además, la posibilidad de confrontaciones o conflictos,
como si este país fuera un cantón suizo en lugar de pertenecer a la región más injusta
del mundo en la distribución de las riquezas. Si las cuestiones esenciales del interés
común son pactadas entre dirigentes, sería más barato elegir al administrador de ese
programa común mediante una encuesta nacional que instalar el cuarto oscuro. Por otra
parte, las "políticas de Estado" ya existen, entendidas como los objetivos a
lograr para el bien común que, por consenso, la sociedad establece para sí misma. Están
clasificadas y ordenadas, la mayoría por unanimidad de las representaciones políticas,
en la Constitución nacional, que fue revisada hace apenas cinco años.
¿Acaso podrían llegar mucho más lejos con los nuevos
pactos? Si fuera posible, quedaría en tela de juicio la razón de existir de la
pluralidad partidaria. Son distintos los partidos precisamente porque entienden de un modo
diferente esos propósitos que son comunes y, en teoría, obligatorios para todos y
procuran alcanzarlos por caminos propios. Para la uniformidad, bastaría con el partido
único, cruzado por tendencias dispares y aun antagónicas, a la manera del movimiento
peronista. En la ambigüedad, por supuesto, son innecesarias las internas, ya que no
habría acuerdo más firme que entre los miembros de una misma agrupación. Existen, sin
embargo, porque amplían las opciones de selección para los ciudadanos, aunque algunos
encuentren en estas oportunidades el desahogo de sus bajos instintos, pistola o chequera
en mano. Excepto en situaciones excepcionales, como las guerras y las catástrofes
naturales, en las que se requiere la concurrencia unánime, el potencial de la democracia
consiste en horizontalizar las decisiones, en lugar de alojarlas en cúspides
restringidas, y valorizar los matices, en vez de uniformarlos.
¿Cuál es la emergencia nacional, sin agresiones militares
externas ni huracanes devastadores? Es el meticuloso resultado de políticas públicas
ejecutadas a conciencia por una coalición de partidos que hegemonizó el peronismo bajo
la conducción de Carlos Menem. La mayoría de los votantes confió en ese gobierno hasta
el punto de reelegirlo y aún hoy, en varias provincias importantes, caudillos locales de
la misma tendencia, como Reutemann en Santa Fe y De la Sota en Córdoba, siguen
imponiéndose en las urnas. Existen explicaciones puntuales para cada una de esas
victorias, por supuesto, así como para el generoso tercio de intención de voto, según
las encuestas actuales, que retiene el partido de gobierno a través de prominentes
figuras de su gestión como Duhalde, Ruckauf y Cavallo. También es comprensible la
nostalgia anticipada de los sectores minoritarios que recibieron los mayores beneficios
del decenio menemista. Esos datos no niegan el profundo desprestigio popular de la
gestión que está concluyendo en el ámbito nacional. Nada mejor para ejemplificarlo que
la situación del ministro Roque Fernández, que ya actúa desde la semiclandestinidad
porque no se anima a dar la cara, ni siquiera ante los moderados anfitriones de la Unión
Industrial. Cualquier fuerza política que se proponga cambiar el rumbo tendrá que lidiar
con esa realidad de luces y sombras, que no es ambigua sino muy concreta, y vencer las
dificultades que presupone la adversidad de partida. Del buen gobierno en favor del
interés general --que no es lo mismo que la "gobernabilidad"-- dependerá el
futuro, más que de la letra muerta de acuerdos que hoy se escriben con la mano y mañana
se borran con el codo.
La ambigüedad es el medio ambiente favorito de los
tránsfugas, porque pueden cambiar de bando sin explicaciones ni resentimientos. Algunos
han querido inscribir en esa trayectoria zigzagueante a recientes fallos de la Corte
Suprema, que han sido recibidos como promisorias grietas en la disciplina cerrada de cinco
de sus nueve miembros, conocidos como "la mayoría automática", que coincidían
siempre con el pensamiento faccioso del Poder Ejecutivo. El rechazo del hábeas corpus
presentado por el banquero Raúl Moneta, un mimado de esta década que terminó prófugo
de la Justicia, y la negativa a poner bajo el amparo del tribunal el expediente por el
contrabando de armas que envuelve a varios ministros de Menem, alentaron esas expectativas
optimistas. Evidencias insuficientes, por cierto, para compensar los antecedentes del
Supremo Tribunal, aunque propicias para los que creen en el pragmatismo oportunista de
esos y otros miembros del Poder Judicial. Los que así piensan, estiman que mañana la
misma obediencia debida podrá disfrutarla el nuevo gobierno, aunque implique renovar la
ficción de seguridad jurídica, como en la actualidad. Para que todo no sean rosas, la
Corte también falló en contra de la norma constitucional, una "política de
Estado", que fija tope de edad para el retiro de los jueces federales, establecida en
1994 con un criterio similar de renovación al que se aplica a los miembros de la Iglesia
católica y del Ejército. El mismo tribunal le dejó otro presente al futuro gobierno:
una deuda de 4000 millones de dólares con miembros de las Fuerzas Armadas, en contra de
la política de restricción presupuestaria que aplicaron tanto Alfonsín como Menem. Para
los autores de estos veredictos no hay error ni hay exceso, ni tampoco ambigüedad. Los
inversores que tanto se preocupan por la seguridad de sus intereses, presionando sobre los
candidatos para que los conviertan ya mismo en "políticas de Estado", deberían
alarmarse con estas notas de uno de los lados del triángulo institucional del poder que
debería funcionar como última referencia de independencia de juicio.
La ambigüedad a veces entrecruza los roles, debido a que las
ideologías mandan menos que los cálculos de oportunidad. Civiles como Carlos Ruckauf
andan por las tribunas de campaña pidiendo balas y reivindicando
"aniquilaciones", como si fueran comandos castrenses o policiales, mientras que
el general Martín Balza elimina del reglamento militar la obediencia debida, excusa tan
usada para atrocidades, y las sanciones contra homosexuales por la sola condición de
serlo. Aunque a veces cuesta distinguir en la niebla donde todo da lo mismo, vale la pena
hacer el esfuerzo para encontrar algún camino hacia la convivencia, sin sacrificar la
pluralidad, hacia la libertad sin hambre, hacia la justicia con ética, hacia la
honestidad sin vueltas ni ambigüedades. |