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OPINION

Ambigüedades

Por J. M. Pasquini Durán

Durante décadas, la gestión de los hombres que llegaban al gobierno, por las urnas o por la fuerza, era catalogada a favor o en contra de dos referencias exclusivas y excluyentes: la oligarquía agro-ganadera o la burguesía industrial. Había partidos políticos, clubes sociales, caudillos civiles, generales y obispos, hasta diarios, con o sin "olor a bosta". Eran épocas binarias, dicotómicas, bipolares, de lemas rotundos: "imperialismo o nación", "liberación o muerte", "unidos o dominados", "capitalismo o socialismo", y así de seguido. Desde mediados de los setenta en adelante, la creciente hegemonía del capital financiero y la vertiginosa globalización de la economía y las telecomunicaciones, destruyeron esas imágenes y licuaron la mayoría de sus significados. Aparecieron las categorías de "incluidos" y "excluidos", pero es habitual que se las mencione como sinónimos de ganadores y perdedores, al mismo tiempo que se rechaza por herejía toda confrontación. La idea misma del conflicto social provoca sensaciones de incomodidad y perturbación. El siglo y el milenio terminan en pleno auge de la ambigüedad.

na02fo01.jpg (7429 bytes)Filantropía y solidaridad, por ejemplo, se confunden con facilidad, aunque una regala pescados a voluntad y la otra por obligación debería enseñar a pescar. Antiguos principios de justicia social, algunos de los cuales sobreviven en la letra constitucional, son asimilados por el pensamiento econométrico en los rubros de "costo nacional" y "riesgo país", dos abstracciones contables, sin que la condición humana sea un vector del cálculo. En la lengua castellana, vector es "toda magnitud en la que, además de la cuantía, hay que considerar el punto de aplicación, la dirección y el sentido". La ambigüedad hace estragos en la conciencia social y para comprobarlo bastará comparar mañana, domingo, los resultados electorales en Santiago del Estero con las crónicas, ya casi olvidadas, del flamígero "santiagazo". Para contribuir a la confusión general, el discurso de los candidatos presidenciales se ha empapado con una figura nueva, que llega de la mano de la ambigüedad: las llamadas "políticas de Estado", o sea un núcleo de coincidencias básicas que abarque al mayor número de representaciones legislativas. Algo así como el Pacto de Olivos que abrió paso a la reforma constitucional, pero esta vez dedicado a temas surtidos.

Desde el punto de vista práctico, hay diferentes métodos propuestos. Domingo Cavallo y Eduardo Duhalde quieren pactos previos a la elección, mientras que Fernando de la Rúa solicita que los opositores en el Congreso se comprometan ahora a votar las futuras leyes que, si gana, enviará la Casa Rosada con el sello de "fundamentales", como hicieron los congresistas de su partido con las leyes de Menem, allá a comienzos de la década. En aquellos años, el candidato a vicepresidente, Carlos Alvarez, votó en contra de la convertibilidad, pero después se arrepintió y se ve que desean ahorrarle este remordimiento futuro a sus adversarios. Cada uno tiene motivos para esos auspicios. A Cavallo, minoría electoral, lo pondría en nivel de igualdad con los depositarios de las mayorías. Duhalde disolvería las distancias con De la Rúa y el candidato de la Alianza quiere prevenirse contra las dificultades para gobernar sin mayoría propia en el Congreso, con un Senado hostil y gobernadores en provincias importantes (Córdoba, Santa Fe, Mendoza, Tucumán y otras) fuera de su control.

El establishment económico y los acreedores internacionales, igual que todos los que desean clonar al menemismo conservador, alientan con simpatía esta posibilidad, ya que un acuerdo semejante despejaría cualquier incertidumbre sobre las inclinaciones del voto popular, reducido a elegir entre collares distintos para la misma mascota. Todos rechazan, además, la posibilidad de confrontaciones o conflictos, como si este país fuera un cantón suizo en lugar de pertenecer a la región más injusta del mundo en la distribución de las riquezas. Si las cuestiones esenciales del interés común son pactadas entre dirigentes, sería más barato elegir al administrador de ese programa común mediante una encuesta nacional que instalar el cuarto oscuro. Por otra parte, las "políticas de Estado" ya existen, entendidas como los objetivos a lograr para el bien común que, por consenso, la sociedad establece para sí misma. Están clasificadas y ordenadas, la mayoría por unanimidad de las representaciones políticas, en la Constitución nacional, que fue revisada hace apenas cinco años.

¿Acaso podrían llegar mucho más lejos con los nuevos pactos? Si fuera posible, quedaría en tela de juicio la razón de existir de la pluralidad partidaria. Son distintos los partidos precisamente porque entienden de un modo diferente esos propósitos que son comunes y, en teoría, obligatorios para todos y procuran alcanzarlos por caminos propios. Para la uniformidad, bastaría con el partido único, cruzado por tendencias dispares y aun antagónicas, a la manera del movimiento peronista. En la ambigüedad, por supuesto, son innecesarias las internas, ya que no habría acuerdo más firme que entre los miembros de una misma agrupación. Existen, sin embargo, porque amplían las opciones de selección para los ciudadanos, aunque algunos encuentren en estas oportunidades el desahogo de sus bajos instintos, pistola o chequera en mano. Excepto en situaciones excepcionales, como las guerras y las catástrofes naturales, en las que se requiere la concurrencia unánime, el potencial de la democracia consiste en horizontalizar las decisiones, en lugar de alojarlas en cúspides restringidas, y valorizar los matices, en vez de uniformarlos.

¿Cuál es la emergencia nacional, sin agresiones militares externas ni huracanes devastadores? Es el meticuloso resultado de políticas públicas ejecutadas a conciencia por una coalición de partidos que hegemonizó el peronismo bajo la conducción de Carlos Menem. La mayoría de los votantes confió en ese gobierno hasta el punto de reelegirlo y aún hoy, en varias provincias importantes, caudillos locales de la misma tendencia, como Reutemann en Santa Fe y De la Sota en Córdoba, siguen imponiéndose en las urnas. Existen explicaciones puntuales para cada una de esas victorias, por supuesto, así como para el generoso tercio de intención de voto, según las encuestas actuales, que retiene el partido de gobierno a través de prominentes figuras de su gestión como Duhalde, Ruckauf y Cavallo. También es comprensible la nostalgia anticipada de los sectores minoritarios que recibieron los mayores beneficios del decenio menemista. Esos datos no niegan el profundo desprestigio popular de la gestión que está concluyendo en el ámbito nacional. Nada mejor para ejemplificarlo que la situación del ministro Roque Fernández, que ya actúa desde la semiclandestinidad porque no se anima a dar la cara, ni siquiera ante los moderados anfitriones de la Unión Industrial. Cualquier fuerza política que se proponga cambiar el rumbo tendrá que lidiar con esa realidad de luces y sombras, que no es ambigua sino muy concreta, y vencer las dificultades que presupone la adversidad de partida. Del buen gobierno en favor del interés general --que no es lo mismo que la "gobernabilidad"-- dependerá el futuro, más que de la letra muerta de acuerdos que hoy se escriben con la mano y mañana se borran con el codo.

La ambigüedad es el medio ambiente favorito de los tránsfugas, porque pueden cambiar de bando sin explicaciones ni resentimientos. Algunos han querido inscribir en esa trayectoria zigzagueante a recientes fallos de la Corte Suprema, que han sido recibidos como promisorias grietas en la disciplina cerrada de cinco de sus nueve miembros, conocidos como "la mayoría automática", que coincidían siempre con el pensamiento faccioso del Poder Ejecutivo. El rechazo del hábeas corpus presentado por el banquero Raúl Moneta, un mimado de esta década que terminó prófugo de la Justicia, y la negativa a poner bajo el amparo del tribunal el expediente por el contrabando de armas que envuelve a varios ministros de Menem, alentaron esas expectativas optimistas. Evidencias insuficientes, por cierto, para compensar los antecedentes del Supremo Tribunal, aunque propicias para los que creen en el pragmatismo oportunista de esos y otros miembros del Poder Judicial. Los que así piensan, estiman que mañana la misma obediencia debida podrá disfrutarla el nuevo gobierno, aunque implique renovar la ficción de seguridad jurídica, como en la actualidad. Para que todo no sean rosas, la Corte también falló en contra de la norma constitucional, una "política de Estado", que fija tope de edad para el retiro de los jueces federales, establecida en 1994 con un criterio similar de renovación al que se aplica a los miembros de la Iglesia católica y del Ejército. El mismo tribunal le dejó otro presente al futuro gobierno: una deuda de 4000 millones de dólares con miembros de las Fuerzas Armadas, en contra de la política de restricción presupuestaria que aplicaron tanto Alfonsín como Menem. Para los autores de estos veredictos no hay error ni hay exceso, ni tampoco ambigüedad. Los inversores que tanto se preocupan por la seguridad de sus intereses, presionando sobre los candidatos para que los conviertan ya mismo en "políticas de Estado", deberían alarmarse con estas notas de uno de los lados del triángulo institucional del poder que debería funcionar como última referencia de independencia de juicio.

La ambigüedad a veces entrecruza los roles, debido a que las ideologías mandan menos que los cálculos de oportunidad. Civiles como Carlos Ruckauf andan por las tribunas de campaña pidiendo balas y reivindicando "aniquilaciones", como si fueran comandos castrenses o policiales, mientras que el general Martín Balza elimina del reglamento militar la obediencia debida, excusa tan usada para atrocidades, y las sanciones contra homosexuales por la sola condición de serlo. Aunque a veces cuesta distinguir en la niebla donde todo da lo mismo, vale la pena hacer el esfuerzo para encontrar algún camino hacia la convivencia, sin sacrificar la pluralidad, hacia la libertad sin hambre, hacia la justicia con ética, hacia la honestidad sin vueltas ni ambigüedades.

 

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