Por Luis Bruschtein Desde el momento que
llegué al penal de Rawson, ya se estaba preparando la fuga recuerda el jujeño
Celedonio Carrizo, que en ese momento tenía 21 años. La preparación llevó muchos
meses, pero desde el principio se tenía en claro que teníamos que liberar a los
compañeros, señala Jorge Lewinger, que participaba en los preparativos desde el
exterior. El objetivo político era demostrar que los militares no eran invencibles,
que se les podía ganar, subraya Marcos Martin, otro de los presos conjurados. El
lugar era el penal de máxima seguridad de Rawson, en el desierto patagónico, hace 27
años, agosto de 1972, último año de la dictadura militar que había iniciado Juan
Carlos Onganía y que continuaba bajo el liderazgo del general Alejandro Lanusse.
La fuga se realizó el 15 de agosto. El penal fue copado y un grupo de seis jefes de ERP,
FAR y Montoneros logró escapar en un avión de Austral, copado por otro comando, primero
hacia Chile y luego hacia Cuba. Roberto Santucho, Enrique Gorriarán Merlo y Domingo Mena,
del ERP; Roberto Quieto y Marcos Osatinsky, de las FAR, y Fernando Vaca Narvaja, de
Montoneros, integraban ese grupo. Otros 19 quedaron en el aeropuerto de Trelew, se
entregaron a las autoridades militares y fueron fusilados el 22 de agosto en la base naval
Almirante Zar.
A mí me llevan a Rawson después de la fuga de 15 compañeros del peronismo
revolucionario y del ERP de Villa Urquiza, en Tucumán, explica Celedonio Carrizo,
que integraba las FAR. Había tres planes de fuga -agrega Marcos Martin, que había
llegado junto con Santucho y otros 31 presos del ERP uno para 25 compañeros, otro
para 50 y el tercero para 114.
Lewinger, que en ese momento tenía 26 años e integraba las FAR, relata que habían
comprado un viejo avión en Panamá que no pudo salir porque no tenía bien los papeles.
Fui a Uruguay a entrevistarme con los Tupamaros, porque ellos tenían un piloto y
podíamos usar una avioneta en la fuga. Incluso hicimos un reconocimiento aéreo del
penal, con un piloto que era amigo de Diana Alac, pero cuando se enteró para qué era, no
quiso saber nada.
La primera idea fue un túnel, pero era muy difícil porque el suelo era casi de
piedra. Cortamos las baldosas con fierritos y cubrimos las juntas con plastilina.
Habíamos cocido unas bolsas por dentro de los pantalones, atadas abajo con un moño. Las
llenábamos de tierra y en el patio la soltábamos con disimulo, pero no avanzábamos casi
nada. Al final decidimos usarlo como escondite. No lo descubrieron hasta muchos años
después, cuenta Martin. Otra idea era sembrar el desierto patagónico con refugios
subterráneos, tatuceras, adonde los fugitivos pudieran esconderse varios
días.
FAR y ERP son las dos organizaciones que deciden la fuga. Descamisados la apoya con
logística y de Montoneros sólo participan los presos. El comité de fuga lo integran
Santucho, Quieto, Gorriarán, Osatinsky, Vaca Narvaja y Mena. No todos los prisioneros
están al tanto, sólo los que tienen tareas que cumplir. Los presos preparábamos
puntas y hacíamos relevamientos de los movimientos en el penal, cambios de
guardia y esas cosas, hacíamos simulacros de situaciones que podrían ocurrir,
puntualiza Carrizo.
Hay una discusión entre los veteranos sobre quién era el jefe del operativo. Para
algunos militantes del ERP, el máximo jefe era Santucho. Para Lewinger y otros miembros
de las FAR, fue Osatinsky. Para Carrizo y Martin se trató de una operación conjunta,
aunque coinciden en que, más allá del nivel político, Osatinsky y Gorriarán eran los
que tenían más preparación militar. Con la ayuda de un guardiacárcel pudieron entrar
catorce pistolas. Habían construido otras con miga de pan ennegrecido porel humo de las
estufas. Esas y algunas puntas carcelarias eran las armas.
La cárcel de Rawson tenía ocho pabellones. Los cuatro primeros eran de presos comunes y
los restantes, de los políticos. Los pabellones de mujeres estaban en los pisos
superiores. El 15 de agosto a las 19.00, Pujadas comienza a cantar la Zamba de Luis
Burela: Con qué armas, señor, pelearemos, con las que les quitaremos dicen que
gritó. Era la señal de la fuga. La habíamos postergado ya dos veces, por un
traslado de Quieto y por una huelga de hambre recuerda Martin; era ese día
sí o sí. Los conjurados habían formado 6 grupos operativos de cinco personas cada
uno.
El pabellón de mujeres tenía más facilidades sigue Martin; ellas
tomaron a las guardias, se pusieron sus uniformes y nos abrieron a nosotros.
Al grupo 1, donde estaba la conducción, le decíamos la topadora; ellos
tenían que abrir camino hasta la puerta cancel, agrega Carrizo. La puerta
cancel era la clave señala Martin, si la tomábamos había fuga, si no,
estábamos perdidos.
Yo estaba en el grupo 4 con otros cinco compañeros relata Carrizo, nos
tocaba tomar la enfermería, la cocina y el patio central. No teníamos armas de fuego,
pero no hubo resistencia. Después me arrastré hasta la puerta donde ya habían llegado
los otros compañeros y habían tomado la sala de guardia. Me dieron un arma para apoyar
desde abajo a los que debían tomar las dos garitas del muro.
Había ocho garitas en el muro, pero las dos más importantes eran las que estaban a
los costados de la puerta cancel. Yo tenía que apoyar a los grupos que subían al muro
para copar las garitas, explica Martin. Finalmente el penal estaba copado. Se
produjo un tiroteo en la garita exterior con el grupo 1 donde resultó muerto un
guardiacárcel.
Yo estaba en la placita de juegos de Rawson, pegada a la pared del penal
recuerda Lewinger. Detrás había otros dos camiones. Vi una señal y la
interpreté como que se suspendía la fuga y comencé la retirada. Carlitos Goldemberg, en
cambio, entró con un Falcon. Ese error mío impidió que la fuga resultara como estaba
pensada. Traté de regresar, pero ya estaban copados el penal y el aeropuerto.
El grupo 1 se fue en un Falcon precisa Martin; los demás empezaron a
llamar taxis y remises cuando vieron que no llegaban los camiones. Se perdió mucho tiempo
y esos 19 compañeros llegaron tarde, se entregaron en el aeropuerto y fueron fusilados el
22 de agosto en la base naval Almirante Zar.
Cuando no llegaron los camiones me di cuenta de que no escaparía; el orden de fuga
era muy estricto para nosotros. Los vi irse con la satisfacción de que habíamos
recuperado a compañeros valiosos para la lucha y al mismo tiempo sentía que con ellos se
iba una parte mía, recuerda Carrizo.
Lewinger comienza una fuga por el desierto. Toma caminos apenas marcados y después del
primer día debe abandonar la camioneta. Dormí en la cabina esa noche para no
congelarme y después seguí a pie, paraba con puesteros de estancia, que me daban de
comer, pero no quería compromoterlos, así que seguí a pie hasta el pueblito de Gangan,
donde me detuvieron. Estaba muy mal de ánimo, me sentía responsable.
El penal y el aeropuerto fueron rodeados por efectivos de Gendarmería, del Servicio
Penitenciario y la Marina. Teníamos que mantenerlo tomado hasta darles tiempo para
escapar relata Martin, pero tampoco queríamos un derramamiento de sangre y
empezamos a negociar a los gritos la entrega. Eso duró como ocho horas. Los presos
sublevados entregaron las armas y se retiraron a sus celdas. Cinco minutos después
entraron los guardiacárceles como habían arreglado. Con ellos no hubo represalias ni
maltratos.
El 22, los comunes nos informaron por radio bemba, que era el lenguaje
de las manos, que habían fusilado a los compañeros que estaban en la base naval
recuerda Martin, empezamos un griterío y una jarreada que duró varias horas
y se escuchó en todo Rawson. Cuando discutíamos lafuga, pensábamos que podía haber
combates y que podían morir compañeros, que habría golpes y torturas, pero no una
masacre, no había pasado nunca, ni afuera del país, una masacre así en represalia por
una fuga. Mucho tiempo después reflexiona Lewinger nos dimos
cuenta de que hubo un antes y un después de los fusilamientos de Trelew.
Fusilados en represalia por la fuga El 15 de agosto de 1972, un grupo de seis jefes del Ejército Revolucionario
del Pueblo (ERP), las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y Montoneros, integrado por
Mario Roberto Santucho, Roberto Quieto, Enrique Gorriarán Merlo, Domingo Mena, Marcos
Osatinsky y Fernando Vaca Narvaja, logró fugar del penal de máxima seguridad de Rawson y
abordar en el aeropuerto de Trelew un avión de Austral que previamente había sido copado
por un comando guerrillero. Esperaron la llegada de otros fugitivos, pero finalmente
escaparon hacia Chile donde el gobierno de Salvador Allende les permitió seguir viaje a
Cuba.
Otros 19 presos que se habían escapado del penal llegaron al aeropuerto justo cuando
despegaba el avión que llevaba a sus compañeros. Eran Ana María Villarreal de Santucho,
Carlos Astudillo, Eduardo Capello, Carlos del Rey, José Mena, Rubén Bonet, Clarisa Lea
Place, Humberto Suárez, Humberto Toschi, Jorge Ulla, Alfredo Kohon, Miguel Angel Volpi,
Mario Delfino, Mariano Pujadas, Ricardo Haidar, Susana Lesgart, María Angélica Sabelli,
María Antonia Berger y Alberto Camps.
Después de una conferencia de prensa en el aeropuerto, se entregaron ante los periodistas
y con la promesa de las autoridades judiciales y militares de que sus vidas serían
respetadas. Fueron alojados en la base naval Almirante Zar.
El 22 de agosto fueron alineados frente a las puertas de sus celdas y fusilados por
efectivos de la Marina al mando del capitán Luis Sosa. Los prisioneros recibieron un tiro
de gracia, pese a lo cual sobrevivieron tres de ellos: Lesgart, Camps y Berger.
Oficialmente Sosa explicó los hechos como otro intento de fuga. Aseguró que Pujadas
había intentado arrebatarle el arma. Pero esta explicación no fue creída ni por el
mismo gobierno, cuya autoridad frente al proceso político que se abría quedaba en tela
de juicio. Los sobrevivientes relataron después los detalles del fusilamiento. La masacre
de Trelew se convirtió en un hecho premonitorio del camino que elegirían las Fuerzas
Armadas pocos años más tarde, a partir del golpe del 24 de marzo de 1976. |
Un asesinato en tiempos del Luche
y Vuelve
Por Miguel Bonasso
¡Ya van a ver cuando venguemos los muertos de Trelew!, fue el grito de guerra
de la Juventud Peronista que seguía a Montoneros en la campaña electoral de 1973, que
fue la antítesis de la actual campaña electoral del peronismo. El asesinato impune y
silenciado de dieciséis combatientes de las organizaciones armadas, peronistas y no
peronistas, caló hondo en los sentimientos de toda una generación de luchadores sociales
que veían la llegada al poder del movimiento de masas proscrito durante 18 años, como la
posibilidad histórica de hacer justicia y no como un trampolín para sus apetitos
personales. La matanza perpetrada por la Marina de Guerra en la base Almirante Zar de
Trelew se produjo en un momento particularmente tenso y dramático de la pugna histórica
que sostenían el General del Pueblo (Perón) y el General de la
Oligarquía (Alejandro Agustín Lanusse). Un patriarca anciano, que devendría
león herbívoro, desafiado por un caudillo militar joven, que se atrevía a
decirle que no le daba el cuero para regresar a la Argentina.
Y por detrás de ambos contendientes, un cuadro político y social singularmente agitado,
que había ido ganando intensidad a partir del Cordobazo (1969), las siete insurrecciones
cívicas posteriores (Rosariazo, Mendozazo, etc.) y el advenimiento de una guerrilla con
indudables simpatías en sectores de la población hartos de la dictadura militar (la
penúltima de nuestra historia contemporánea) y de la permanente presencia castrense en
la vida política nacional. De ese poder detrás del trono que ejercía el
llamado Partido Militar, ultima ratio y reserva estratégica de la lógica
represiva de las clases dominantes, huérfanas desde la decadencia del partido conservador
(a fines de los veinte), de una estructura política que legitimara su dominio en
términos electorales.
El general Lanusse, vástago de una familia patricia y caudillo de la Caballería, era el
tercer presidente de facto de la llamada Revolución Argentina, que había
comenzado con pocas luces el general Juan Carlos Onganía. Por una paradoja muy común en
la historia, este granadero que se había singularizado por su dureza antiperonista había
asumido el poder después del oscuro general de inteligencia Roberto Marcelo
Levingston, para convocar a la apertura democrática y tratar de integrar a un
peronismo, convenientemente domesticado, a la legalidad. Durante los primeros tiempos de
su mandato (iniciado a comienzos de 1971) intentó que esa domesticación se diera a
través de un esquema paternalista de transición, que denominó Gran Acuerdo Nacional. El
célebre GAN, que tenía por objeto convertirlo a él mismo en sucesor
constitucional de la dictadura con los votos peronistas, que el viejo caudillo
exiliado en Madrid debía cederle a cambio de espurias concesiones económicas. Su pasado
duro, incuestionable para los halcones, le otorgaba credenciales para intentar por
primera vez una negociación con el líder de Puerta de Hierro, al que devolvió el
cadáver momificado de Evita (secuestrado por él mismo y otros militares en 1955) y los
sueldos y pensiones atrasados que legalmente le correspondían.
Perón, más astuto que su rival, aceptó esas concesiones y ese diálogo sin precedentes
con un jefe del Ejército, para ganar espacio mientras movía todas sus piezas en el
tablero: las fuerzas sindicales (que fluctuaban entre la Rosada y Puerta de Hierro); la
estructura ahora legal del Partido Justicialista; los acuerdos con el radicalismo y las
otras agrupaciones políticas (con las coaliciones de La Hora del Pueblo y el Frecilina);
los contactos secretos con jóvenes oficiales del golpismo nacionalista y las llamadas
formaciones especiales: las organizaciones guerrilleras que intentaban
sintetizar el foco guerrillero guevarista con el movimiento de masas peronista. En su ala
derecha blanda, tenía un delegado personal que había terminado por convertirse en
delegado de los militares: Jorge Daniel Paladino. A quien no vaciló en reemplazar cuando
se acercó la hora de patear el tablero y demostrarle a Lanusse quién era el dueño de
los votos, poniendo en su lugar a Héctor J. Cámpora, un viejopolítico leal, sin poder
propio, que los militares, gran parte del peronismo, la clase política y no pocos
dirigentes peronistas consideraban estólido y obsecuente.
Cámpora, un hombre que no se movía por los titulares de los diarios, ni por las
encuestas (que en aquel entonces casi no pesaban), tenía una estrategia sencilla a la que
se ajustó a rajatabla: legalizar el partido; reunificar las fuerzas peronistas; traer a
Perón de regreso e imponerlo como candidato del justicialismo. Sin negociar ni transar,
como su antecesor, con el Partido Militar. Que había proscrito a Perón con la famosa
cláusula que impedía presentarse como candidato a todo argentino que residiera en el
exterior y no regresara al país antes del 25 de agosto de ese año. Como el módico
dentista no era nada tonto, a pesar de la fama que la habían hecho los escribas de
los servicios, sabía que los objetivos antiproscriptivos eran imposibles de alcanzar sin
una movilización activa de la base peronista que forzara a los militares a replegarse y
conceder.
Y pronto comprendió que esa movilización no podría ser convocada y organizada por los
viejos dirigentes conservadores del PJ, ni por una dirigencia sindical demasiado coludida
con el régimen, sino por esas huestes juveniles, apasionadas y desafiantes, que alguien
definió entonces como los bombos nuevos del peronismo. Con ellos, en
vísperas de la tragedia de Trelew, había decidido lanzar la campaña del Luche y
Vuelve, que la dictadura miraba con lógica aprensión. Unos y otros ignoraban,
entonces, que en el penal de Rawson los presos de las organizaciones peronistas y no
peronistas, como el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), preparaban una fuga
espectacular, que asestara un fuerte golpe al régimen militar y les permitiera recuperar
para la lucha a importantes cuadros que estaban en prisión. La fuga, en gran medida
frustrada, acabaría en masacre y no por casualidad, sino como advertencia de que el poder
militar acabaría con el propio Perón si éste se atrevía a llegar a la Argentina sin
negociar, como jefe de un movimiento insurreccional. A pesar de la atmósfera de terror
que la masacre generó, no alcanzó para frenar la ola contestataria: la campaña de Luche
y Vuelve comenzó pocos días después en la difícil Tucumán y tres guerrilleros
asesinados en Trelew fueron velados en la sede justicialista de avenida La Plata. Un jefe
policial, entrenado por los norteamericanos y famoso por su brutalidad, allanó la sede
con tanquetas y perros. Se llamaba Alberto Villar y dos años más tarde terrible
contrasentido fue designado jefe de la Policía Federal en el tercer gobierno de
Juan Perón.
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