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OPINION
Programa en La Ideal

Por Sergio Kiernan

La vida era brillante cuando íbamos a La Ideal, los sábados. Era un doble programa con abuela: cine en el Los Angeles, “tomar un coche” Corrientes abajo hasta Suipacha, para tomar el té en el palacio. Con mi hermano, de punta en blanco, sobretodos de doble abotonadura y pantalones cortos. La abuela, en tonos pastel, con sus perlas y su perfume floral. Todos arriba de uno de esos taxis complicados de los años 60, un Morris o un Di Tella lleno de espejos grabados, aleros y lucecitas. Enseguida, el frente de la Ideal, brillante de bronces y cristalería, las maderas lustradas.
Parece increíble, pero a la hora del té la confitería estaba repleta. La planta baja era, convencionalmente, un café, un ámbito de hombres. Las señoras, cargadas de hijos y nietos, enfilaban directamente al ascensor de jaula, recibidas por un ascensorista de uniforme. En el primer piso nunca había lugar y seguíamos derecho al segundo. Cuando la puerta de la jaula se abría, entrábamos en lo que a nosotros se nos antojaba Versalles: cielos rasos con molduras, arañas de cairel, lámparas de bronce en las paredes, una verdadera rareza. En medio del salón se abría una gran lucarna, un agujero oval rodeado de una complicada baranda francesa que permitía espiar el piso de abajo. Y exactamente bajo la lucarna, se sentaba la orquesta de La Ideal.
La mesa era una fiesta: las masas venían en bandejas de varios pisos con un aro al tope, y los mozos las balanceaban de un dedo, las hacían aterrizar en la mesa con un preciso movimiento florido. Las teteras eran de metal, los saquitos no existían y el colador era obligatorio. La Ideal tenía entonces jarras bañadas en plata con un complicado monograma y unos hermosos vasitos estriados que se curvaban hacia afuera, como flores transparentes de un pálido color azulado. No era una simple comida, era una fiesta y una lección, para los chicos, de cómo podía vivirse la vida con estilo en Buenos Aires.
Ese mundo desapareció de un día para el otro, como vencido por el plástico y por la manía de odiar lo viejo. Fueron pocos años, pero parecía que había pasado una época, que el palacio se había esfumado junto a las abuelas y sus colonias de violetas. La Ideal pasó a ser un lugar de café frío y mal colado, de agua en jarras abolladas. No había orquesta, las vitraleras de bronce no brillaban, el lugar exudaba una tristeza decadente. ¿Quién diría que iba a ser la última sobreviviente del grupo glorioso que integraba con Las Violetas y El Molino? ¿Quién, que la modernidad desatada iría al rescate?

 

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