Por S.K. La ultraderecha norteamericana parece
haber entrado de lleno en la etapa de la insurrección individual, algo que sus ideólogos
y organizadores predicaron por años. Buena caza, lobos solitarios, fue la
lacónica definición de uno de los peores y más revulsivos racistas de EE.UU., Tom
Metzger, el líder de la Resistencia Aria Blanca. Metzger saludaba así a Buford Furrow
Jr., el patético y desequilibrado supremacista que por las suyas, y sin apoyo de ningún
grupo, se metió en un centro comunal judío de Los Angeles e hirió a balazos a cinco
personas.
Al contrario que a la argentina, a la ultra norteamericana siempre le costó infiltrarse
en el Estado. Si bien instituciones como el FBI y los cientos de departamentos de policía
del país distan de ser progres, cuesta encontrar Ribellis o Chorizos en sus
filas: para bombardear las AMIA de este Primer Mundo, no vale recurrir a malditos
policías. Enfrentados a fuerzas legales que cuentan a los judíos y negros entre
los ciudadanos a proteger, los neonazis desarrollaron una doctrina de guerra contra el
estado individual e hiperfoquista: la célula terrorista ideal es la que cuenta con un
solo miembro, con un guerrero solitario que toma las armas, mata y da el ejemplo. Es el
caso de Furrow, solito con su fusil, y de la bomba de Oklahoma, que cobró 168 muertos y
fue armada y colocada por dos amigos que no respondían a ninguna organización.
Desde 1995, cuando McVeigh y Nichols destruyeron el edificio federal de Oklahoma, el peor
acto terrorista en la historia de EE.UU., los neonazis se galvanizaron. Habían visto la
doctrina en funcionamiento: dos individuos sueltos, sin mucho dinero ni entrenamiento,
siguiendo las instrucciones de los manuales de explosivos que circulan en el mundo de
ultraderecha, habían llevado a cabo el buen acto de combatir al Gobierno
Sionista de Ocupación. Era el camino a la Rahowa, la guerra santa racial (Racial Holy
War).
Es un sistema de acción que está expandiéndose. El FBI informa que pudo prever
atentados que planeaban varios grupos y milicias convencionales, incluyendo otro ataque a
un edificio federal en Virginia, en julio de 1997. Pero no pudo hacer nada contra los
sacerdotes de Fineas, un grupo de apenas tres personas que en 1996 pusieron
bombas en un banco, un diario y una clínica abortista en el estado de Washington. Tampoco
hubo modo de atajar a los hermanos Williams, que en julio incendiaron tres sinagogas y
mataron a escopetazos a una pareja gay en California. No hubo inteligencia previa que
detuviera a Benjamin Smith, un pibe de 21 años que pasó el 4 y 5 de julio de este año
disparando contra negros, asiáticos y judíos, y que mató a dos e hirió a nueve antes
de pegarse un tiro. El sistema también falló en el caso de Eric Rudolph, que puso la
famosa bomba de los Juegos Olímpicos de Georgia en 1996 y siguió sus acciones contra dos
clínicas abortistas y una disco gay. Para cuando desapareció en los bosques de Carolina,
Rudolph había matado a dos personas y herido a 124.
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