1. Es
probable que no existiese El Dogma si Lars Von Trier no fuese agarofóbico. Pero El Dogma
existe y hay un grupo de cineastas daneses que están tan locos como su Mesías, el
realizador de Contra viento y marea: han iniciado un movimiento estético que hace de la
carencia su ética. Y que al tiempo opera como una denuncia contra el arte industrializado
y propone una serie de coordenadas que más temprano que tarde, y acaso sin tanta pompa,
se reproducirán por aquí, por allí, por todas partes. No hace falta leer los
mandamientos de El Dogma para asombrarse, conmoverse y hasta molestarse con La
Celebración, el film de Thomas Vinterberg que se ha convertido en uno de los
grandes éxitos en lo que va del año de exhibición cinematográfica en la Argentina. Sin
embargo, es importante saber que una obra de tamaña consistencia proviene de un voto de
castidad. De un ejercicio destinado a eliminar buena parte de las impostaciones y
"mentiras" que suele imponer el rodaje de un film. Los devotos de El Dogma dicen
que es pecado rodar si las locaciones no son naturales, que no se puede iluminar
artificialmente, que los sentimientos que se filman deben ser auténticos, que las
estrellas estorban, que se deben utilizar sólo cámaras manuales, entre otros conceptos
que sonarían inocentes y hasta lúdicos, si no se comprendiese hasta qué punto se
convierten en un documento político contra el cine del Imperio, que domina las carteleras
del mundo como si Hollywood fuese la única forma posible de abordar el séptimo arte. Los dogmáticos daneses piensan, como Jorge Luis Borges, que el lujo es
vulgar. Sugieren que, en definitiva, el cine no tiene sentido si el cine es el Episodio I
de La Guerra de las Galaxias, un videogame hipermillonario que no puede fallar, porque
todo ha sido concebido para vender entradas, no para generar emociones. Nadie sabe del
todo bien cómo se llaman los maravillosos actores de La celebración. No está claro en
qué lugar transcurre la acción, aunque sí que algo huele a podrido en Dinamarca. Sólo
los expertos retienen el nombre del director. Sin embargo, hay miles de personas en la
Argentina que no pueden olvidarse de las escenas y personajes que desfilan con la
implacabilidad de los fenómenos naturales a lo largo de una película excepcional, llena
de resonancias históricas. ¿Habla únicamente de esa familia de hipócritas, sometidos y
resentidos La celebración? ¿Habla sólo de lo que habla una obra de arte? ¿Es una
denuncia sobre la sociedad danesa de hoy? ¿Por qué le pega tanto al público argentino,
entonces? ¿Quién sería aquí el padre abusador, quién la madre negadora, quién el
hijo dispuesto a la denuncia, quién el que no quiere ver, quién el que opta por el
suicidio, quién la hermana quebrada, quién el anfitrión casi imperturbable, quiénes
los invitados que siguen en la fiesta, quiénes los que se fueron? Los personajes de La
celebración, casi sin nombres, quedan girando en círculos en la memoria: son
universales, en el sentido que Tolstoi patentó, con una frase que no conviene repetir.
Todos venimos de una familia. Todos hemos estado alguna vez en una fiesta sin sentido,
deseando un gesto de valentía. ¿Alguna vez viste un trekkie de cerca?
2. La familia, el dolor y la representación
son, también, los temas de Todo sobre mi madre, el enfático melodrama de Pedro
Almodóvar en que brilla, entre muchas buenas actrices, la enorme sensibilidad de Cecilia
Roth, que le da forma al más vulnerable de sus personajes
cinematográficos, permitiéndose superar, lo que era difícil, su composición para
Martín (H), que se robó el film de Adolfo Aristarain. La visión de Almodóvar es mucho
más perversa que la de Vinterberg, es evidente. Mientras éste supone que hay una familia
que destruir, o que reconstruir a partir de la verdad, el español transmite la certeza de
que ya no hay posibilidad alguna en el mundo de una familia normal. La normalidad no
existe, es un invento de los que no se atreven a lidiar con su enfermedad, ha venido
diciendo desde hace 15 años la carrera de Almodóvar, un implacable ejercicio de
expiación. En ese universo, se sabe, los hombres son patéticos insectos, o son
únicamente sus defectos, y las mujeres han tomado las riendas de la vida y al final,
siempre sabrán cómo componérselas.
En este film, de una realización técnica impecable, y en el
que todo es mentira --deliberada y cinetográficamente visible--, la apuesta está
redoblada: los mejores hombres son los hombres con tetas. Hay dos entre los personajes
centrales, y de características muy diferentes entre sí, como si el director quisiera
ampliar aún más la conciencia de sus espectadores sobre la diversidad de las
sexualidades. Su mirada ha ido poniéndose grave, sin embargo: la droga ya no es broma, el
sida mata, la vida es una larga temporada de infelicidades y traiciones en que, sólo a
veces, brilla el sol de la alegría, los mejores mueren y los peores sobreviven. Todo
verdor perecerá, o parecerá fútil, parece haber entendido Almodóvar.
"Hoy es un día importante: vos vas a ser madre y Videla
está preso", le dice la argentina que interpreta Roth a una monja que está a punto
de parir un hijo, cuyo padre es un hombre con tetas. Que está enfermo de sida, y que
también le ha hecho antes un hijo a esa argentina. Este primer hijo, a esta altura, está
muerto, desde el día en que cumplió 17 y quiso ir a ver al teatro Un tranvía llamado
Deseo. El otro, el hijo de una monja que tendrá el mismo nombre de un padre y un hermano
a los que nunca conoció, crecerá al lado de una madre que no es su madre pero que se
quedó con demasiado amor para dar, y casi que ya no tiene a quién. Tendrá una familia
que parece más importante que la de sus abuelos, que no entienden en qué mundo viven: la
de los afectos, que son los que construyen. ¿Acaso no es un desesperado pedido de afecto
y reconocimiento, vestido a veces de transgresión y otras de pura carne trémula, la obra
completa de Almodóvar, que está atrapado en una vida en que ya nunca jamás volverá a
ser cachorro, ni a jugar a la mancha?
3. La familia, de Ettore Scola, que a esta
altura resuena en la memoria como un tango de principios de siglo,
podría ser revisada como un intento de fijar un tiempo que inevitablemente se ha ido.
¿Dónde están esos abuelos como el de Vittorio Gassman, dónde esas casa chorizo sin
reciclar, la vida sin televisión ("Ese mundo a los pies, violento, imbécil,
abrumador, esa novela canallesca escrita por un loco", para decirlo con el maestro
Alfredo Zitarrosa en Guitarra negra)? La familia parece una foto sepia encontrada en un
álbum, un domingo por la tarde, en una cómoda antigua. Los films de Vinterberg y
Almodóvar están aquí para decirlo. |