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San Borges
Por Guillermo Saccomanno

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t.gif (862 bytes) Hoy, como siempre, Jorge Luis Borges sigue planteando una discusión política, tornando imprescindible el análisis de las relaciones entre literatura e ideología. Y Borges, como siempre, cultivando la paradoja, se ríe de esta cuestión. En su ensayo más politizado, “El escritor argentino y la tradición”, ofrece el ejemplo de Kipling: “Kipling dedicó su vida a escribir en función de determinados ideales políticos, quiso hacer de su obra un instrumento de propaganda y, sin embargo, al fin de su vida hubo de confesar que la verdadera esencia de la obra de un escritor suele ser ignorada por éste”. Se sabe, Kipling forma parte del canon personal de Borges. Y claro, se sabe, en la formulación de un canon no hay inocencia: sí, una elección que compromete no sólo la propia obra. Se sabe también -y hacia acá apunta Borges– que si una virtud tienen los libros es la de traicionar a sus autores. En lo personal estoy convencido de mi dificultad de formar un canon personal con determinados escritores –aún sabiendo que puedo equivocarme–. Por ejemplo, Céline, xenófobo declarado, nazi confeso. La astucia de Borges al conformar un canon, al citar la paradoja del caso Kipling, tiene bastante de coartada. Porque en Borges el rechazo a “lo político” constituye un soporte ideológico fuerte, un soporte de clase. Es verdad que siempre se relativizaron las declaraciones públicas de Borges. Y también que, desde un entrismo –como lo tuvo el peronismo– de izquierda se procuró aislar la obra del hombre. La obra, por cierto, no carece de méritos: la búsqueda imposible casi de neutralización del yo, operaciones en la lengua que contribuyeron a que muchos escribieran en un idioma creíble, ciertos fulgores poéticos únicos, la visión de la violencia como constante histórica. No, no son pocos sus méritos.
Los publicitarios saben del riesgo de saturar el mercado con un mensaje. El mensaje cultural hoy es: “Consuma Borges”. Tratándose de Borges, como fenómeno, es probable que el efecto celebratorio pueda opacar los valores literarios de la obra de Borges. Toda lectura de Borges en estos días parece estar nublada por una emocionalidad como la del Mundial ‘78. (A propósito, sigo insistiendo –aunque parezca sacrílego, que me cuesta separar el Borges literato del Borges hombre. Su adhesión a la última dictadura superó con creces cualquiera de sus sarcasmos y chicanas reaccionarias anteriores a ese momento, si bien hay que admitir que más tarde Borges habría de hacer público su arrepentimiento, su vergüenza.) Hay un Borges kodamizado, un Borges criollo, un Borges europeo, un Borges a medida de cada necesidad. A Borges, con seguridad, toda esta estridencia festiva le hubiera parecido por lo menos escandalosa, como cualquier liturgia masiva. Si no recuerdo mal, Borges aspiraba a ocupar simplemente unas escasas líneas en una enciclopedia del mañana, un mañana en el que no pudo prever que el peronismo devaluado lo homenajearía, al modo justicialista, con un San Borges.

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